Nos metimos en un cabaret de cuarta categoría: prostitutas, obreros, rufianes, policías secretos y nosotros. Se trataba de emborracharnos. O al menos eso entendimos Ignacio y yo pues bebimos desmesuradamente. Yo me senté junto a Tantadel y luego de probar que podía ser simpático la saqué a bailar. La estreché con ternura y emoción recordando lo asediada que era en la escuela y lo selectiva que fue: siempre a su lado los muchachos más destacados: los que apuntaban al éxito en política o en alguna actividad cultural o los que por su simpatía y talento eran admirados. La música cesó. Un burdo cambio de luces, transformaciones obvias en el decorado, y vino la variedad: maricones bailando: blanco de las burlas de los machos que frecuentaban el sitio; jovencitas que intentaban cantar mientras hacían un penosísimo estriptís; chistes vulgares contados por payasos; de todo, hasta un viejo y reaccionario cantante cubano venido a menos, ya sin voz, que repetía fatigosamente las canciones que lo hicieron célebre años atrás. La variedad era entretenida —psicológicamente, sociológicamente— en su lamentable transcurrir, en especial para quienes la veíamos por vez primera y provistos de cierto buen gusto. No dejaba de ser interesante, aun dentro de la borrachera que poco a poco iba capturando mi cuerpo, mis sentidos, dominándolos, observar que la mayor excitación se produjo cuando apareció una muchachita con rostro de más muchachita vestida a la usanza de una novia: de blanco, velo y un ramo de flores artificiales: con entereza —y dotada de alguna majestuosidad primitiva—, como si estuviera caminando hacia el altar, dio varias vueltas a la pista; en el centro pusieron una silla y ahí comenzó a desvestirse, lentamente, en tanto la multitud aullaba, gritaba groserías y exigía ver los vellos del pubis.
Al finalizar el “espectacular chou” yo tenía entre las mías la mano de Tantadel, sin que me importaran sus comentarios pedantes sobre lo sucedido en el escenario. La música de fondo pasó a ser danzón y los borrachos sacaron a las putas a bailar y yo a Tantadel. Y bailamos igual que borrachos y putas, apretándonos fuertemente, tratando de que los sexos quedaran lo más juntos posibles.
Mientras intentábamos liquidar la segunda botella, nos indicaron que había llegado la hora de cerrar. Qué tragedia. A buscar otro sitio. Nos encaminamos a los coches. Esta vez me metí en el de Tantadel. Su compañero original (que por fortuna no hablaba más que para afirmar o negar) utilizó el Volkswagen de Ignacio. Fuimos hasta un cabaret de primera, de esos con horario amplio. Ahí bebimos una o dos copas. Súbitamente decidí acariciar las piernas de Tantadel. Guardó silencio, no hizo el menor movimiento de rechazo y fingió escuchar una anécdota de Ignacio. Esa discreción me dio ánimos para continuar. El seudo restaurante era siniestro y sin la honestidad del primero, con pretensiones de elegancia; un guitarrista tocaba flamenco y en distintas mesas borrachines hispanizantes berreaban siguiendo la música. Al fin llegó la hora de partir. Ignacio se despidió y junto con el amigo de Tantadel salió dando traspiés. Ella y yo nos retrasamos. Capturé su cuerpo con mi brazo derecho y la conduje a su auto. Me preguntó:
¿Quieres que te lleve a tu casa?
No. Quiero que me lleves a la tuya, contesté con seguridad: había bailado con ella, toqué sus piernas, le dije que desde la escuela me gustaba muchísimo; además, a esas alturas no era un secreto el que vivía sola. Sin titubeos me condujo hasta su departamento. Entré siguiéndola y como pude me introduje en la cama. Tantadel todavía tuvo ánimos para desmaquillarse. Una lámpara de buró, con un foco de reducidos watts, me permitía ver la habitación donde dormía Tantadel: desordenada, llena de objetos extraños, sin conexión unos con otros (floreros de vidrio soplado, reproducciones de museos europeos, figuras de bronce, de paja, de barro, ceniceros y estatuillas ultramodernos, juguetes indígenas..., un bazar de antigüedades en el que por descuido depositaron piezas actuales), sin ningún sentido del decorado, con libros en todos los rincones y la pared frente a la cama colmada de muñecas que me observaban con ojos fijos, inmóviles; traté de corresponder las miradas pero los rostros de las muñecas estaban borrosos, no podía distinguir sus facciones, sus colores. Se me ocurrió que aquellas mujercitas que ahora servían de adorno eran el pasado de Tantadel: evidentemente unas eran muy viejas, otras no tanto y por último las había de reciente creación; la ropa, el cuerpo, las caras, los detalles arrojaban luz sobre la época en que fueron fabricadas. Seguro pertenecieron a la Tantadel niña, a la Tantadel adolescente, a la Tantadel adulta. Cuántas serían. Ni siquiera me esforcé en contarlas. Ahora mismo recuerdo que jamás supe el número exacto de muñecas, tampoco averigüé su procedencia. Tal vez fueran treinta o treinta y cinco. No lo sé. En cambio, se agrada rememorar las más llamativas, las que estaban en los extremos: las horribles y maltratadas; las corrientes; las bonitas; las finas y lujosas, de vestidos ricos, regalos de amigos o amantes, resultado de un amorío. Había una negra de trapo, el clásico juguete de las niñas pobres, de ésas que venden en cualquier mercado por doce pesos: pañoleta roja en la cabeza, blusa blanca, falda de cuadros, delantal: una sonrisa amplia, estúpida, y graciosas formas de chocolate; finalmente la versión deleznable que da la gente blanca (o casi) de la raza negra. Dejé de mirarlas cuando Tantadel puso a mi alcance su cuerpo desnudo: la besé en la boca, en los senos; mis manos por impulso propio recorrieron sus piernas, sus caderas, su cintura... Infructuosamente traté de hacer el amor: quedé dormido sin importarme sus reacciones ante mis caricias. Al día siguiente me lo reprocharía duramente calificándome de egoísta.
Cuando desperté vi el lugar donde estaba: nada me era familiar y solamente la pared de las muñecas me resultó conocida. Tenía un fuerte dolor de cabeza. Tantadel, pese a mis movimientos, continuó dormida. Fui a bañarme con agua muy caliente. En el botiquín había toda clase de artículos para hombre, desde máquinas de rasurar hasta lavandas y desodorantes masculinos. Bien por esta mujer, es precavida, vale por dos. El chistecito idiota no me hizo gracia. Al salir, Tantadel estaba esperándome. Sonreía como cuando iba