El hombre llegó a la luna.
Y el 16 de septiembre se ordenó la ocupación militar de la ciudad de Rosario, y entonces obreros y estudiantes salieron a las calles. Fue el “Rosariazo”.
En enero del 70 dirigentes combativos triunfaron en las elecciones internas en los sindicatos SITRAC y SITRAM en Córdoba, ganándole la pulseada a la eterna burocracia sindical.
Y las huelgas y las manifestaciones no se detenían. El 15 de marzo del 71, de nuevo, masivamente. Levingston había nombrado a un interventor en Córdoba quien, en un rasgo de absoluta soberbia, había declarado que “cortaría la cabeza de la víbora marxista”, lo que trajo como respuesta el “Viborazo”. Para que la sangre no llegara al río el interventor tuvo que ser reemplazado por Lanusse…
Se estrenó la película Z, de Costa Gavras. Era una época en la que convivían el Club del Clan y el cine “testimonial”, por el que optábamos: Estado de Sitio, Blow Up, I como ICARO… el realismo de Buñuel. Y, al menos una vez por semana, era posible ir al “cine club” para ver La batalla de Argelia, El chacal de Nahuel Toro, entre tantas otras, o La hora de los hornos, proyectadas por circuito “under”. Grandes expresiones artísticas de las que, sobre todo, nos atraían el contenido social y el debate en grupo al final de la función, allí mismo o en el café de al lado.
En realidad todo se debatía, todo era objeto de discusión, porque lo que estábamos cuestionando era el sistema reinante, los valores vigentes.
El arte “abstracto” poco importaba por su falta de “mensaje” pero, en cambio, admirábamos a Carpani, cuyas pinturas aparecían en paredes o en revistas, con sus imágenes de grandes contrastes y pocos grises, que eran un símbolo de la época.
Y era posible quedarse absorto frente al Guernica, de Picasso, con sus imágenes despedazadas por la guerra. Alonso, Berni, Spilimbergo, o los muralistas mejicanos, cuya presencia nos recordaba que somos parte de un continente que extiende sus brazos y su historia de norte a sur.
Veíamos en la tele las imágenes de Vietnam, el horror de los fusilamientos públicos, y a niños y adultos destrozados por las bombas de napalm.
Y en Buenos Aires se exhibía la obra teatral Hair.
Escuchábamos a Mercedes Sosa, a Atahualpa Yupanqui, a los Olimareños, a los Quilapayún, a Joan Baez, a Violeta Parra, a Daniel Viglieti, a Serrat, a Sui Generis, a Almendra, a Vox Dei o a Vinicius de Moraes… o a los Beatles, los “melenudos” del Submarino Amarillo, de los que éramos fanáticas. Y nos divertíamos y bailábamos en las peñas folclóricas y en los festivales de rock, acompañando las guitarreadas con unos vinitos, o unos lisos, o con la sangría bien fría de vino con limón, azúcar y hielo.
Leíamos los poemas de Walt Whitman, Mario Benedetti, Nicolás Guillén, Miguel Hernández, Juan Gelman, Paco Urondo o Pablo Neruda. Y allí estaba la literatura de Hauser, Althuser, Cárdenas, Lumumba, Franz Fanon, para quien quisiera tomarla.
Y si algo se podía leer “entre líneas”, eran los comics de Breccia con su Mort Cinder, Hugo Pratt y su Corto Maltés, la Mafalda de Quino, Oesterheld y su memorable Eternauta.
Y absorbimos las experiencias de Taco Ralo y los Uturuncos, Raúl Sendic y el MLN Tupamaros, Miguel Enríquez y los miristas chilenos, Salvador Allende con su propuesta de una “vía pacífica hacia el socialismo”. Propuestas de lucha, ebullición de ideas, donde parecía que todo lo necesario para lograr una sociedad mejor, nacional y latinoamericana, estaba al alcance de la mano.
Descubrimos que la historia que estudiábamos en la escuela era la historia “oficial”, pero que había otra que no aparecía en los libros de texto, que se aprendía en reuniones con amigos, en tomas y asambleas en la fábrica o en la facultad, en la calle, en los grupos cristianos tercermundistas o en familia. Una que algún profesor “piola” de vez en cuando se animaba a contarnos. Una que estaba en otros libros que alguien a veces nos pasaba. Entonces aprendimos a leer entre líneas.
Y entre tomas y asambleas, entre libros y largas discusiones, trabajando en fábricas o en el barrio, vivíamos sumergidas en un clima de efervescencia, de barricadas, de movilizaciones, de organización, de la CGT de los Argentinos, de cordobazos y pintadas en las paredes con la imagen del Che dibujada rápido, con aerosol y esténcil, en negro, blanco y el rojo inconfundible de la lucha que estaba en las calles, que era palpable y en la que se percibía que “todo” era posible: sólo había que tomar la decisión.
En las calles había propuestas en construcción, la historia continuaba, estaba viva.
Era la continuidad de las luchas obreras que se remontaban a principios de siglo, las huelgas y piquetes que acompañaron su nacimiento y su crecimiento hasta convertirse en una clase obrera numerosa, como lo era entonces, en los años 60 y 70. Luchas que desde el principio estuvieron impregnadas de las ideas anarquistas y socialistas de aquellos que bajaron de los barcos: los primeros inmigrantes europeos, nuestros seres queridos. Los que participaron en la bárbara “semana trágica” del 19 en los talleres Vasena donde, entre otras cosas, se pedía por una jornada de ocho horas. O en nuestra Patagonia, que pasó a la historia como “rebelde”.
Era la continuidad de la lucha por el voto de las mujeres que, en 1920, impulsara la militante socialista Alicia Moreau de Justo, y que Evita convirtiera en realidad 29 años después.
De la lucha contra la corrupción, el autoritarismo, el clericalismo como factor de poder, y de los sucios negociados entre los gobiernos de turno y los grupos económicos internacionales durante la tristísima Década Infame, que eran denunciados en el Congreso por don Lisandro de la Torre.
Pero también de la línea histórica nacional y popular, de las montoneras federales del siglo XIX, de caudillos como Artigas, entre otros.
De Hipólito Yrigoyen y su propuesta nacional, aunque contradictoria, en su momento, con los intereses de la incipiente clase obrera.
Del peronismo, y de aquel fuerte símbolo del 17 de octubre: la insubordinación posterior a la Década Infame por parte de los que migraron a la capital buscando trabajo, que devinieron en trabajadores y encontraron un lugar en el mundo, los llamados “cabecitas negras”. Los que “metieron las patas en la fuente de Plaza de Mayo” como voceaban los canillitas que vendían La Prensa y La Nación.
Nos preguntábamos por qué tanto fervor a favor o en contra. Por qué algunos eran llamados “gorilas” por otros, por los que habían llorado bajo la lluvia aquel 26 de julio del 52 cuando, en medio de largas filas de gente, fueron a despedir a Evita. Evita, cuya pequeña figura pasó a la historia por haberse animado a enfrentar a los poderosos y a alzar la voz para representar, defender y conseguir legítimamente los derechos de los niños, de las mujeres, de los trabajadores; es decir, de los humildes.
Tal había sido su trascendencia y la de los principios peronistas, que notábamos su vigencia en las calles, en viejos y jóvenes, militantes de la llamada “Resistencia”, por la que seguían luchando y muriendo 18 años más tarde.
Era la continuidad de la construcción de la izquierda que ahora miraba hacia Latinoamérica, que unía las luchas obreras de los ingenios azucareros del norte del país con la acción del estudiantado de la universidad; que tomaba las ideas marxistas de Mariátegui, intelectual peruano que proponía la integración indígena y cultural para América.
Leíamos a Milcíades Peña o los clásicos: Marx, Engels, Rosa de Luxemburgo. O los textos críticos de Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche, y las claras posturas de John William Cooke.
Era la continuidad de experiencias lejanas, la vietnamita de Giap y su paciencia, la china de Mao y su guerra prolongada, la bolchevique con Lenin, la lucha contra el colonialismo francés en Argelia o la del pueblo palestino y su Organización para la Liberación Palestina.
Era la continuidad de la primera revolución latinoamericana, la Cuba de Fidel, tan cercana y tan posible. Y la sentíamos nuestra.
Devoramos los textos que había escrito el Che como economista,