Por su testimonio,
gracias compañeras.
Por su entrega apasionada,
gracias compañeras.
Por su ejemplo,
gracias compañeras.
Por su dignidad,
gracias compañeras.
Por su memoria,
gracias compañeras.
Porque sabemos que el dolor arranca lágrimas,
pero las lágrimas humedecen la tierra
y la tierra abre sus brazos y los cierra,
protegiendo a las semillas humedecidas,
y comienza a vibrar la vida,
que germina, germina,
desde el grito más profundo
de la muerte absurda,
del sol ocultado,
y vuelven desde mil derrotas
las mujeres y hombres
que anidan en nuestro corazón.
Mujeres compañeras, gracias.
Marzo 2006
Prólogo
por Inés Izaguirre1
Nosotras es un acontecimiento original. En todas sus dimensiones. Primero porque es un emprendimiento colectivo. En realidad todos los libros lo son, aunque en muchos casos sus autores creen que su producto es individual, y simplemente ignoran que no hay nada más social que la palabra y el conocimiento. En cambio este libro fue una tarea colectiva desde el inicio, lo cual es como mínimo original en una sociedad y en un período de imposición hegemónica del individualismo a ultranza. Fue una tarea colectiva desde que se iniciaron las acciones reales que transformaron a sus autoras en un grupo de jóvenes militantes, y luego en prisioneras políticas, o sea que comienza mucho antes de plasmarse en hojas y palabras escritas. Comienza por ser un largo emprendimiento social y político, una suma de acciones de lucha de una generación de argentinos que desde fines de los 60 se propuso construir un mundo mejor, un mundo solidario para todos y que fue derrotado en ese intento. Fue derrotado su proyecto político. Fueron militarmente derrotados por un enemigo poderoso, cuya estrategia era mundial. Pero la fuerza moral de sus componentes no fue abatida. Prueba de ello son estas 112 mujeres hoy maduras, casi todas nacidas entre el 45 y el 55, que en un momento de sus vidas jóvenes fueron prisioneras políticas, sometidas a toda clase de torturas y vejámenes en distintas cárceles y centros clandestinos del país, y coincidieron en la cárcel de Villa Devoto por decisión planificada del poder político-militar, que las concentró allí para exhibirlas como en una vidriera ante los organismos internacionales.
En segundo lugar es original por el gran número de protagonistas que recuerdan, testimonian, escriben y en aquella trayectoria –la de la prisión– se encuentran, sufren, pero además y sobre todo ríen, porque son jóvenes y están juntas, construyendo así una amistad indestructible. Este es otro proceso original que pocas veces nos es dado observar en la realidad: la creación progresiva de fuertes lazos afectivos entre un grupo grande de mujeres llegadas de todo el país, con distintas miradas políticas, distintos sentimientos religiosos, distintas culturas, distinta formación profesional, pero una misma ansia de cambio. Realizar el libro fue una decisión de un grupo más pequeño, y según lo cuentan ellas mismas, fue primero idea de una de ellas, Mariana Crespo, hace ya siete años, a la que rinden homenaje porque no llegó a verla plasmada en el papel. Articular tantas diversidades fue mérito inicial de esta compañera y de otras que le siguieron, fue mérito del conjunto, pero también efecto involuntario de la ferocidad planificada del enemigo, que en ningún momento dejó de proponerse someterlas, quebrarlas, transformarlas en delatoras, tentarlas con promesas importantes para quien ha sido despojado absolutamente de todo, en particular de los afectos más caros: los hijos, los padres, los compañeros, los hermanos.
En tercer lugar este relato colectivo tiene la originalidad de su perspectiva: está hecho desde adentro. A lo largo de mis últimos veinte años como investigadora he leído miles de testimonios, y varios cientos de libros sobre los hechos ocurridos en la Argentina como parte del proceso local y mundial de confrontación entre dos sistemas materiales de intereses y de ideas. Y aunque ha habido otros militantes que narraron sus experiencias carcelarias, y lo hicieron en conjunto,2 no existe otro trabajo donde sea posible recorrer diez años de historia argentina desde adentro de los muros de la cárcel. Si bien hubo muchas prisioneras a disposición del PEN por lo menos desde Ezeiza en adelante, el régimen carcelario va mostrando la opresión creciente. Todavía en 1974 y 1975 fueron posibles dos huelgas de hambre, pero a medida que se acerca el 24 de marzo, la cárcel se va militarizando, las rutinas carcelarias se van modificando. Y después de ese día, cuyo único indicio en la cárcel es la entrada de una gran patota uniformada corriendo e intimidando por los pasillos, aparece toda la escala de atrocidades. Desde la mayor, fusilamientos en el patio o a la salida, en un supuesto traslado, hasta la serie infinita de crueldades disciplinadoras: sacarle los bebés y los niños a las madres, prohibir las visitas de contacto, prohibir absolutamente todo, hasta la lectura, hasta guardar en los bolsillos pequeños objetos, pedacitos de tela, huesitos, tornillos, todo aquello que sirviera para hacer “trabajo manual”, que también estaba prohibido, y que empezará a recuperarse recién después de la visita de la CIDH en el 79. Las requisas en tanto, son ejercicios de brutalidad, los calabozos de castigo son pequeñas salas de aislamiento y tortura, donde se le impide a la prisionera, entre las 6 de la mañana y las 10 de la noche, quedarse con una frazada en pleno invierno, donde la obsesión carcelaria es lograr la “confesión” escrita, la delación, el arrepentimiento (de la militancia). Y cada acción de hostilidad enemiga, tiene su contrapartida en una resistencia: hacer gimnasia en menos de un metro cuadrado, leer cuentos, estudiar, contar películas, danzar, representar obras recordadas o inventadas, transmitir mensajes a través de las cañerías, hablar en horarios de silencio, discutir políticamente, escribir pequeños mensajes para el exterior, vigilar la proximidad de las guardianas.
Descubrimos también que las cárceles y centros clandestinos del interior fueron verdaderos escenarios de horror, frente a los cuales Devoto aparece realmente como un remanso deseable. Que el III cuerpo, con su cobarde general cuchillero, pero también con sus subordinados, todos igualmente capaces de asesinar a sangre fría a los prisioneros moralmente resistentes como Moukarzel y tantos otros, son, junto con Camps y con Feced, verdaderos modelos no de una subespecie particular de homínidos, sino del amplio espectro de la especie humana que se inhumaniza.
La crueldad, patrimonio exclusivamente humano, comienza con la ausencia de ternura, nos enseña Ulloa, como primer anidamiento y amparo del recién nacido, gracias, agrego yo, a nuestra densa tradición autoritaria, pero prosigue con la ausencia de ley, con la connivencia –el no ver, el mirar para otro lado– y la complicidad impune y naturalizada de todos. El eje de ese dispositivo cruel es la mentira, la mentira del poder hecho “mano dura”, hecho orden social de lo estático, donde no se concibe lo distinto, donde se niega lo diverso.
La mortificación –lo mortífero– hecho cultura, donde claudica la valentía, que deja de percibir el propio poder; disminuye la inteligencia, que se niega a conocer la realidad y el cuerpo se desadueña, pues aparece el desgano.3
¿Cómo llamaremos, después de la lectura del libro, al capellán