Leer nos era tan necesario como el agua fresca. Estaba permitida la entrada de todos los diarios, así que, con el tiempo a nuestra disposición que en libertad no se tiene, nos manteníamos muy informadas. En el Penal había una biblioteca que estaba a cargo de un maestro que, a pesar de ser empleado del Servicio Penitenciario Federal, era muy buen tipo. Nos decía que lo iban a mandar castigado al Sur si seguía permitiendo que entraran esos libros que nos mandaban nuestros familiares. Leímos, en esa época, casi todos los clásicos de la Revolución. También entraban periódicos de las organizaciones. Un año después todo esto había dejado de existir y al maestro, tal como nos había anticipado, lo habían mandado castigado al Sur.
Las visitas, ¡las tan esperadas visitas!, también fueron sufriendo cambios a lo largo del tiempo. Al principio se hacían en un pequeño locutorio de rejas que estaba al lado del pabellón. Cuando éramos pocas, a las que éramos medio parias por ser del interior nos dejaban asistir con la excusa de: “Celadora, hice una torta para las visitas. ¿Puedo llevársela?” Y la guardia, si era piola, hacía la vista gorda y te dejaba. Uno se sentía muy feliz compartiendo ese espacio de viento fresco que te traía la familia, aunque no fuera la propia. Recuerdo que a principios del 75, un día de muchas visitas, algunas madres lloraban porque decían que vivíamos en lugares sombríos. Como muestra de que no era para tanto (aunque ahora, desde lejos, uno pueda decir que sí lo era) le pedimos a la celadora –creo se llamaba Angélica– que les permitiera a los familiares conocer el pabellón en el que vivíamos para que no estuvieran tan acongojados. Nosotras, en medio de las limitaciones, poníamos toda la estética y armonía de que es capaz la creatividad de un ser encerrado, así que teníamos “bonitas” bibliotecas o mesitas de luz hechas con cajones de manzanas, algunos colgantes en macramé y otras cosillas por el estilo que nos suponía más agradable el hábitat. La cosa fue que Angélica, en su buena fe, permitió que los familiares entraran a conocer el pabellón 49. Las viejas estaban contentas, unas, y llorando, otras. ¡Se armó un despiole de aquéllos! Los guardias terminaron sacando a empujones a nuestros familiares y con la amenaza de sancionarnos con la suspensión de la visita. Mientras pasaba esto entraron dos celadoras bastante jodidas, una de ellas con más galones. Los familiares ya estaban afuera. Cuando estábamos debatiendo qué hacer vinieron unas compañeras y me dijeron:
—Vos que sos la delegada andá a enfrentarlas.
Miré para todos lados, y pregunté:
—¿Las apretamos?
Y la respuesta unánime fue afirmativa. Ahí me mandé. Cuando la celadora a cargo salió del lugar donde estaban los bebés, yo le cerré el paso. Las compañeras nos rodearon e hicieron como dos filas apretadas. Empecé a decirle que no se les ocurriera tomar represalia alguna contra nuestros familiares ni con las presas políticas porque se las verían afuera con los compañeros. Así iba el improvisado discurso cuando empecé a sentir que la Gorda Cristina me tironeaba de la camisa. Pensé que me decía que fuera más fuerte y entonces endurecí las amenazas. Más me tironeaba la Gorda, más fuerte era el discurso. Yo empecé a ver caras de espanto de varias compañeras y pensé en ponerle final. Le abrí paso a la celadora, las compañeras se corrieron, y le dije:
—Ahora se puede retirar.
Por supuesto que nos sancionaron y las compañeras me querían comer. Los tirones de la Gorda eran para que aflojara y no para lo que yo había interpretado.
Me acuerdo, por otro lado, de que hubo en Devoto dos huelgas de hambre: en las dos oportunidades pedíamos libertad a los Presos Políticos y que mejoraran nuestras condiciones de vida. Una fue en 1974 y otra en 1975. La primera fue la más larga y duró unos veinticinco días. No fue masiva, pero las compañeras que no participaron fueron muy solidarias comunicando al exterior lo que iba sucediendo. Al principio también la Pety y Ana, aunque estaban embarazadas, se plegaron, pero luego debieron interrumpir para no hacerles correr riesgo a los bebés. Los compañeros en huelga eran muchos más. Yo seguí durante los veinticinco días. La moral era muy alta pero el cansancio físico era enorme. Rebajé más de 15 kg. para preocupación de mi madre, a la que aún le costaba aceptar mi situación de presa política. Finalmente sobrellevé la huelga sola pero alentada por los demás. Y ocurrió algo extraño: a pesar del control médico, me salió entre las clavículas un eczema de puntos rojos en forma de cruz. ¡Extraña mística que no concordaba con la situación! Pero así nomás sucedió. Mi persistencia en la huelga, a pesar de que era masiva en el pabellón de varones, me significó algunos calificativos por parte de las autoridades penitenciarias: rebelde, peligrosa, irrecuperable, empecinada.
Pasado el tiempo, y a medida que iban llegando numerosas compañeras presas, conocimos la repercusión que había tenido aquella huelga en las marchas callejeras.
La segunda huelga de hambre fue en 1975, cuando ya éramos cerca de un centenar, con unos seis bebés y algunos niños. Tengo en la memoria los bebés, los niños, las mamaderas, los pañales de tela que las tías lavábamos por cientos en la fajina. Por entonces se inundó el pabellón. Fue una noche, y no dábamos abasto para sacar el agua que fluía por las alcantarillas, hasta que entraron las celadoras con algunos penitenciarios a destaparlas. Uno de ellos encontró la razón: un osito. Ahí nomás Anita apareció gritando “Mi osito, mi osito”.
Un abrazo, compañeras, en este tendido de puentes que es el hacer de la memoria colectiva.
CARLOTA MARAMBIO
A mediados del año 75 definieron la aplicación de un régimen de “máxima seguridad” para las que estábamos alojadas en la U2.
La aplicación del decreto 2023/74 (2) para determinar la forma en que debíamos vivir fue un proyecto de reglamento del Instituto de Seguridad (U6) propuesto a la Dirección Nacional del Servicio Penitenciario Federal.
Este decreto estaba compuesto por un conjunto de normas que limitaba aun más nuestras condiciones en la cárcel: restringía el ingreso de libros (que hasta ese momento era irrestricto) las publicaciones, las horas de recreo y las horas de visita.
Contra esto, por la libertad a los Presos Políticos y por mejores condiciones de vida, en mayo de ese año iniciamos, igual que el año anterior, una huelga de hambre, junto con los detenidos de otras cárceles. Duró alrededor de veinte días y fue masiva en relación a la del año anterior, aunque aún persistían las diferencias entre nosotras y no todas estábamos de acuerdo.
Todavía vivíamos en el pabellón 49, que era un espacio único y multifunción, que hacía las veces de cocina, baño, dormitorio, biblioteca y nursery. El hacinamiento nos exponía a plagas y enfermedades. Los piojos y las chinches eran las más comunes. El vinagre y el “detebencil” era la línea de cosmética capilar más solicitada en ese momento.
El tema del hacinamiento era realmente serio y quedó demostrado cuando se produjo una epidemia de hepatitis. Estábamos en plena huelga de hambre cuando Mila, Beatriz y Carlota se sintieron mal. Era lógico, no se estaban alimentando, pero el tono amarillo de su piel denunciaba lo que los análisis clínicos posteriormente determinaron. No quedaban dudas: era hepatitis. En muy poco tiempo muchas nos contagiamos y tuvimos que ser hospitalizadas. Se extendió inclusive a los pabellones de los compañeros y varios de ellos también fueron internados.
Mientras tanto manteníamos la huelga de hambre, algunas en el Hospital y otras en el pabellón.
El marido de Chali, que era médico y estaba también en huelga, aconsejó a las que estábamos enfermas abandonar el ayuno y, aunque lo escuchamos, decidimos seguir adelante hasta el final.
Pero esto no bastó. Nuestras condiciones de vida estaban lejos de mejorar…
Retratos de los