La mansión de Araucaíma y Cuadernos del palacio negro. Alvaro Mutis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alvaro Mutis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417975609
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de presos. Ninguno quiso decir cómo había conseguido la droga, quién se la había facilitado. Ninguno se resignó a aceptar que había sido el elegido para el macabro negocio. Cuando se desengañaba y la asfixia comenzaba a robarle el aire y el terror se le paseaba por el atónito rostro, entonces un deseo de venganza lo hacía callar. «¡Que nos muramos todos! —dijo uno—. Al fin pa’ qué servimos, mi coronel. Si yo le digo quién me la vendió, de nada va a servirle. Otro la venderá mañana. Ya ni le busque, mi jefe.» Otros trataban de negociar con las autoridades y los médicos que cercaban la cama en busca de una pista que les indicara el origen de la plaga: «Yo sí le digo, doctor—decían—, pero si me mandan al Juárez y me hacen la transfusión. Yo sé que con eso me salvan. “El Tiliches” me lo dijo, yo lo sé. Allá les cuento quién me vendió la “tecata balín” y en dónde la guardan». Lo de la transfusión y el Juárez era parte de la leyenda que se iba formando alrededor de las muertes incontrolables e irremediables. No había salvación posible y los médicos nada podían hacer contra la sustancia que, mezclada con el torrente sanguíneo, arrastraba implacablemente hacia la tumba al desdichado que había buscado en ella un bien diferente camino para evadir la imposible realidad de su vida.

      Fue por el décimo muerto cuando Pancho lanzó en el cine su grito inolvidable. Tenía la costumbre de llegar cuando estaban ya las luces apagadas. Iba a sentarse al pie del telón y gritaba a voz en cuello: «¡Ya llegué!». Le contestaba una andanada de improperios y él, inmutable, se dedicaba a comentar, a manera de coro griego, los incidentes de la película, relacionándolos con la vida diaria del penal. Cuando la tensión del drama en la pantalla nos tenía a todos absortos y tensos, en espera del desenlace, él gritaba maliciosamente: «¡Cómo los tengo!», y rompía el hechizo, recibiendo el consabido comentario de los espectadores.

      Cuando la «tecata balín» comenzó a circular y a matar, cuando cada rostro era escrutado largamente por los demás para buscar en él las huellas de la muerte, Pancho no volvió a lanzar su grito. Entraba, como antes, ya apagada la luz, se sentaba al pie del telón, como siempre, y se quedaba callado hasta el final de la función. Fue el miércoles que siguió a la fiesta nacional, cuando murieron tres compañeros en un mismo día y llegó a su climax el terror que nos visitaba. El cine estaba lleno hasta el último asiento. Todos queríamos olvidar el poderío sin fin de la muerte, ese viaje interminable por sus dominios. Pancho entró en la oscuridad y, de pronto, se detuvo en medio del pasillo central, se volvió hacia nosotros, y gritó: «¡Que vivan los chacales3 y que chinguen a su madre los muertos!». Un silencio helado le siguió hasta cuando le vimos sentarse en su puesto habitual y meter la cabeza entre los brazos para sollozar sordamente. Dos de los muertos eran sus mejores amigos. Había llegado con ellos y con ellos solía vender refrescos los días de juego en el campo deportivo.

      A partir de ese día comenzó a saberse que había ya alguna pista firme. Algo en el ambiente nos dijo que estaba cercano el final del reinado de la «tecata balín».

      Al poco tiempo vi entrar una tarde, ya casi anochecido, a dos presos que traían a mi crujía unos vigilantes que los cercaban cuidadosamente y los empujaban con sus macanas. Pálidos, tartajosos, desconcertados, entraron cada uno a una celda de la planta baja. No tardaron en llegar los oficiales y dos médicos. En los baños se improvisó una oficina y allí fue interrogado cada uno por separado, durante casi toda la noche.

      Sin violencia, paciente y terco, el coronel fue sacándoles la verdad, haciéndoles caer en contradicciones que servían para ir aclarando toda la historia. El «Salto-Salto» y su compañero, «la Güera», habían sido los de la idea. Raspaban con una hoja de afeitar cuanta pintura blanca hallaban a la mano; el fino polvo así conseguido lo envolvían en las diminutas papeletas en las que circula la droga y lo mezclaban con las que tenían la verdadera heroína. En esta forma la ruleta de la muerte había jugado por cinco negras semanas su fúnebre juego, derribando ciegamente, dejando hacer al azar, que tan poco cuenta para los presos, tan extraño a ese mundo concreto e inmodificable de la cárcel. Hasta entonces, el azar había sido otro de los tantos elementos de que está hecha la libertad; la imposible, la huidiza libertad que nunca llega.

      No sé muy bien por qué he narrado todo esto. Por qué lo escribo. Dudo que tenga algún valor más tarde, cuando salga. Allá afuera, el mundo no entenderá nunca estas cosas. Tal vez alguien debe dejar algún testimonio de esta asoladora visita de la muerte a un lugar ya de suyo muy semejante a su viejo imperio sin tiempo ni medida. No estoy muy seguro. Tal vez sea útil narrarlo, pero no sabría decir en qué sentido, ni para quién.

      Hoy han venido Elena y Alberto y les he contado todo esto. Por el modo como me miran me doy cuenta de que es imposible que sepan nunca hasta dónde y en qué forma nos tuvo acogotados el miedo, cómo nos cercó durante todos estos días la miseria de nuestras vidas sin objeto. No podrán saber jamás a merced de qué potencia devastadora se jugó nuestro destino. Y si ellos, que están tan hermosamente preparados para entenderlo, no pueden lograrlo, entonces ¿qué sentido tiene que lo sepan los demás?

      He pensado largamente, sin embargo, y me resuelvo a contarlo mientras un verso del poema de Mallarmé se me llena de pronto de sentido, de un obvio y macabro sentido. Dice:

       Un golpe de dados jamás abolirá el azar.

      II

      De todos los tipos humanos nacidos de la literatura —de la verdadera y perdurable, es obvio— no es fácil encontrar en el mundo ejemplos que se les asemejen. De eso que llamamos un «carácter esquiliano», «un héroe de Shakespeare», o «un tipo de Dickens», solamente un raro azar puede ofrecernos en la vida una versión medianamente convincente. Pero lo que ciertamente consideraba yo hasta ahora como algo de imposible ocurrencia era el encuentro con ese tan traído «personaje de Balzac», que siempre estamos esperando hallar a la vuelta de la esquina o detrás de la puerta y que jamás aparece ante nosotros. Porque la densa y cerrada materia con la que creó Balzac sus criaturas de La comedia humana fue puesta sobre modelos en capas sucesivas y firmemente soldadas entre sí. Son personajes creados por acumulación y que se presentan al lector con dominador propósito ejemplarizante, que excluye ese halo de matices que en los demás novelistas permite la fusión, así sea parcial y en escasas ocasiones, de sus criaturas, en los patrones ofrecidos por nuestros semejantes en la diaria rutina de sus vidas.

      Cuál no sería mi asombro, cuánta mi felicidad de coleccionista, cuando tuve ante mí y por varios meses para observarlo a mi placer, a un evidente, a un indiscutible «personaje de Balzac». Un avaro.

      Llegó a la crujía a eso de las siete de la noche, y fue recorriendo nuestras celdas con prosopopeya bonachona, dirigiéndose a cada uno dando la impresión de que con ello le concedía una exclusiva y especial gracia y esto merced a ciertas secretas y valiosas virtudes del oyente que sólo a él le era dado percibir.

      De alta y desgarbada figura, rubio, con un rostro amplio y huesudo que surcaban numerosas arrugas de una limpieza y nitidez desagradables, como si usara una piel ajena que le quedara un poco holgada: al hablar subrayaba sus siempre vagas e incompletas frases con gestos episcopales y enfáticos, y elevaba los ojos al cielo como poniéndolo por testigo de ciertas nunca precisadas infamias de que era víctima. Tenía costumbre de balancearse en sus grandes pies, como suelen hacerlo los prefectos de los colegios regentados por religiosos, imprimiendo una vacilante y temible autoridad a toda observación que salía de su pastosa garganta de bedel. Su figura tenía algo de vaquero del oeste que repartiera sus ocios entre la predicación y la homeopatía.

      Se llamaba Abel, nombre que le venía admirablemente y que me aclaró el porqué de esa universal simpatía que despierta Caín, acompañada siempre de una vaga impresión de que el castigo que se le impusiera fue harto desmesurado, y hasta con ciertos ribetes de sádico.

      Poco a poco, gracias a los periódicos y a las informaciones que nos trajera la indiscreta diligencia de los encargados del archivo de expedientes, fuimos conociendo en detalle la historia del balzaciano sujeto.

      Amparado en un falso grado de coronel, conseguido Dios sabe a qué precio, de cuántas melosas palabras y ampulosos y retóricos ademanes, se lanzó a labrar una fortuna que, en los estrados, se calculaba en cincuenta