La mansión de Araucaíma y Cuadernos del palacio negro. Alvaro Mutis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alvaro Mutis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417975609
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mirando al vigilante, al «mono», como a un ser venido de otro mundo. Los que van a los baños de vapor perciben más de cerca y con mayor evidencia al nuevo huésped impalpable, agobiador, imposible. Se jabonan en silencio y mientras se secan con la toalla, se quedan largo rato mirando hacia el vacío, no como cuando se acuerdan «de afuera», sino como si miraran una nada gris y mezquina que se los está tragando lentamente. Y así pasa el día en medio de signos, de sórdidos hitos que anuncian una sola presencia: el miedo. El miedo de la cárcel, el miedo con polvoriento sabor a tezontle, a ladrillo centenario, a pólvora vieja, a bayoneta recién aceitada, a rata enferma, a reja que gime su óxido de años, a grasa de los cuerpos que se debaten sobre el helado cemento. de las literas y exudan la desventura y el insomnio.

      Así fue entonces. Yo fui de los primeros en enterarme de lo que pasaba, después de dos días, dos días durante los cuales el miedo se había paseado como una bestia ciega en la gran jaula del penal. Había muerto uno en la enfermería y no se sabía de qué. Envenenado, al parecer; pero se ignoraba cómo y con qué. Cuando llegué a mi crujía, ya mis compañeros sabían algo más, porque en la cárcel corren las historias con la histórica rapidez con que transmiten los nervios sus mensajes cuando están excitados por la fatiga. Que era un «tecatero»1 y que se había inyectado la droga unas horas antes de morir. Que iban a examinar las visceras y que al otro día se sabría. Al anochecer todo el penal estaba enterado y fue entonces cuando entramos en la segunda parte de la plaga, como entonces la llamé para decirle por algún nombre.

      Una gran espera se hizo entre nosotros y nadie volvió a hablar ni a pensar en otra cosa. En la madrugada del día siguiente fueron a mi celda para despertarme: «Hay uno que está muy malo, mi mayor, echa espuma por la boca y dice que no puede respirar». Algo me resonó allá adentro diciéndome que ya estaba previsto, que yo ya lo sabía, que no tenía remedio. Me vestí rápidamente y fui a la celda del enfermo, cuyos quejidos se escuchaban desde lejos. Era Salvador Tinoco, «el Señas», un muchacho callado y taciturno que trabajaba en los talleres de sastrería y a quien venía a visitar una ancianita muy limpia y sonriente a la que llamaba su madrina. Le habían puesto «el Señas» por algo relacionado con el equipo de béisbol al cual pertenecía orgulloso y al que dedicaba todas sus horas libres con inalterable entusiasmo. Nunca hubiera imaginado que «el Señas» se inyectaba. No había yo aún aprendido a distinguir entre la melancolía habitual de los presos y la profunda desesperanza de los que usan la droga y de la que ésta sólo parcialmente logra rescatarlos. «El Señas» se quedó mirándome fijamente, y ya no podía pronunciar ninguna palabra inteligible. Un tierno mugido acompañaba esta mirada en la que me decía toda la ciega fe depositada en mí, la certeza de que yo lo salvaría de una muerte que ya tomaba posesión del flaco cuerpo del muchacho. Lo llevamos a la enfermería e inmediatamente el médico de turno lo pasó a la sala. Una estéril lucha en la que se agotaron todos los recursos a la mano; desembocó en el debatirse incansable de «el Señas» contra la dolorosa invasión de la parálisis que iba dejándole ciertas partes del cuerpo detenidas en un gesto vago y grotesco, ajeno ya por completo a lo que en vida fuera el tranquilo y serio Salvador, quien me dijera un día, como único comentario a la visita de su madrina: «Viene desde Pachuca, mi mayor. Allá tenemos una tierrita. Ella ve de todo, mientras salgo». Y ahora, pensaba yo: «¿Quién podrá avisarle a la madrina que “el Señas” se muere?».

      Poco a poco se fue quedando quieto y de pronto una sombra escarlata le pasó por el rostro, se aflojaron un tanto sus manos, que se habían engarrotado en la garganta y el médico retiró las agujas por donde entraban el suero y los antídotos, y nos miró con la cara lavada por el cansancio: «De todas maneras no tenía remedio. Mientras no sepamos qué es lo que les están vendiendo como droga, no hay nada que hacer».

      Así que eso era. Estaban vendiendo la «tecata balín»2. Alguien había descubierto la manera más fácil de ganarse algunos pesos vendiendo como heroína, vaya el infierno a saber qué sustancia, que en su aspecto semejaba a los blancos polvos que en el penal se conocen con el nombre de «tecata». Regresé a la crujía. Esto era, entonces, lo que había anunciado el miedo. ¿Cuántos vendrían ahora? ¿Quiénes? No íbamos a tardar en saberlo.

      Al día siguiente, en la mañana, vimos entrar una mujerona fornida, con el pelo pintado de rubio y un aire de valkiria vencida por la miseria y el hastío de la vida de vecindad. Traía una mirada vaga, perdida, una sonrisa helada se le había pegado al rostro feamente. Era la mujer de Ramón el peluquero. No entendimos muy bien en el primer momento. Pero cuando recordé la faraónica cara de Ramón, sus ojos grandes y acuosos y algunas de sus fabulosas digresiones, en las que se perdía mientras nos cortaba el pelo, una certeza agobiadora me llegó de pronto.

      Ramón era el siguiente. Con una bolera para el dentista me fui a la enfermería con la esperanza de haberme equivocado. Ramón era un buen amigo y un admirable peluquero. Estaba en lo cierto. Lo encontré tendido en la cama, las manos agarradas de los bordes del lecho, gimiendo sordamente mientras sus palabras iban perdiendo claridad entre los estertores de la intoxicación: «No me dejes morir, güera. Güerita, a ver si el doctor puede hacer algo. Pídeselo, por favor». El médico observaba fijamente al moribundo: «¿Quién te dio la droga, Ramón? Otros vendrán después de ti si tú no nos lo dices. ¿Quién te la dio?». «Da igual, doctor. Sálveme a mí; a los otros que se los lleve la tiznada. Sálveme y se lo digo todo. Si me dejan morir, me callo. ¡Sálvenme, cabrones, que para eso les pagan!», e hizo un vano intento de saltar sobre el médico que acechaba sus palabras y lo miraba impasible, con la amarga certeza de que de ese desesperado animal de agonía dependía la vida de muchos otros que tal vez en ese mismo momento estaban comprando la falsa droga.

      «Dinos quién fue y te salvamos», dijo un ayudante con la imprudencia de quien no conoce las leyes inflexibles del recluso. Ramón no podía ya hablar; no tenía casi aire para formar palabra alguna. Se quedó viendo fijamente al que había hablado, con una mirada irónica acompañada de una mueca de desprecio, como diciéndole: «¡Tú qué sabes, imbécil! Ya nada puede salvarme, lo sé. ¿No ves que ni hablar puedo ya?». De repente, la esposa, que conservaba hasta entonces esa congelada actitud de quien no puede recibir más golpes de la vida, comenzó a gritar enloquecida y, agarrando al médico de la blusa, le dijo: «¡Yo sé quién la vende! ¡Yo sé, doctor. A usted se lo digo. A usted solamente. No me gusta chivatiar delante de estos pendejos!». El doctor la sacó al jardín lleno de flores. No se demoró mucho con ella y regresó llevándola del brazo hasta el pie de la cama. «“El Señas”, como venía diciéndole, murió ayer, señora. No puede ser.» «Pues ése era, doctor; ni modo que fuera otro.» La impotencia se retrataba en el rostro agotado e incoloro del médico. Entró un oficial. Llevaba un impecable uniforme de gabardina beige y traía un aire ajeno a todo lo que allí pasaba, que nos despertó un sordo rencor en contra suya. Gratuito tal vez, pero muy hondo. «¿Qué hubo?», preguntó mirando el violáceo rostro de Ramón, «¿le sacaron algo?». «Ya no puede decir nada, ni dijo nada tampoco», contestó el médico alzándose de hombros y revisando las llaves del oxígeno como si quisiera evitar al intruso. Ramón el peluquero empezó a temblar, temblaba como si le estuvieran pegando en sueños. Su mujer le miraba fijamente, con rabia, con odio, como se mira lo que ya no sirve, lo que no sirvió nunca. Cuando dejó de temblar, estaba muerto. La mujer no dijo nada. Se puso en pie y salió sin hablar con nadie.

      Después vino «el Ford». Se desmayó mientras pintaba uno de los muros de las cocinas. Lo llevaron a la enfermería y los médicos se dieron cuenta que estaba intoxicado. Se había fracturado la columna vertebral, no hablaba y sus grandes ojos inyectados en sangre nos miraban con asombro. Todos morían igual. La falsa droga les afectaba los centros motores de la respiración. Poco a poco se iban asfixiando en medio de terribles dolores. El aire les faltaba cada momento más y se metían la mano en la garganta y trataban de arrancar allí algo que les impedía la entrada del aire. Los amarraban a la cama y lentamente iban entrando a la muerte, siempre asombrados, siempre incrédulos de que alguien que ellos nunca delataron, les hubiera engañado con la «tecata balín», en la que no acababan de creer hasta cuando sentían los primeros síntomas de su acción en su propio cuerpo.

      Al «Ford» le siguió «el Jarocho»; al «Jarocho», «el Tiñas»; al «Tiñas», «el Tintán»; al «Tintán», Pedro el de la tienda; a Pedro el de la tienda, «el Chivatón» de Luis Almanza,