—¿Y habéis visto alguna vez a la famosa Dama Blanca?
Iris sonrió y negó con la cabeza, haciendo que sus rizos se agitaran de un modo encantador alrededor de su rostro.
—¡No, eso hubiera sido terrible, caballero! —exclamó ella con fingida alarma.
Charles se acercó a ella y observó el rostro del viejo abad, tratando de distinguir los rasgos o la expresión de su rostro.
—Eso quiere decir —dijo él fingiendo una calma que no sentía en absoluto—, que vais a casaros, según vuestro padre.
Iris lo miró, tratando de ver en su rostro alguna señal de que estaba bromeando, pero él no la miraba, sino que seguía con la vista fija en los rasgos del abad, como si deseara aprendérselos de memoria.
—Mi padre es un amante de los cuentos tradicionales y jamás perdonaría que no creyéramos en el fantasma local —respondió, tratando de controlar el tono de su voz para que no delatara el temblor que sentía en su interior—. Por favor, no le digáis que todo el mundo de por aquí piensa que es una fantasía.
Charles la miró al fin y la tranquilizó con una sonrisa, le tomó una mano y se la llevó a los labios, sin llegar a besarla.
—Tenéis mi palabra, Iris.
¿Fue al pronunciar su nombre cuando la sintió temblar o fue cuando posó al fin sus labios sobre su piel fina y fría?
—Estoy convencido de que muy pronto el riesgo de ver a la Dama Blanca habrá desaparecido para vos para siempre —dijo él, soltándola y dejándola tan sorprendida como emocionada junto a la efigie del viejo abad.
Seis
El regreso de la excursión fue pasado por agua, que caía de los toldos de lona que los cocheros tuvieron que colocar a toda prisa para que los viajeros no se calaran a causa de la abundante lluvia.
Lord Leonard Ravenstook alzó el bastón hacia el cielo, como si amenazara a algún dios invisible con una venganza terrible. Iris tuvo que ir a buscarle y arrastrarle hacia uno de los carruajes, porque el anciano se estaba empapando y la joven temía que enfermara. Su salud en los últimos tiempos no había sido todo lo fuerte que cabría desear en un hombre como él, que siempre había tenido unos hábitos saludables y presumía de poseer una fortaleza de hierro.
El príncipe y sus hombres se repartieron en los carruajes a instancias del caballero, ya que este insistió en que nadie debía viajar a caballo disponiendo de espacio de sobra en los coches. De este modo, Iris, el príncipe y el conde Charles se acomodaron en un carruaje y el resto de los hombres se apretujaron en los otros coches. A pesar de que Cassandra trató por todos los medios de viajar con ellos, sobre todo para evitar al que sería su vecino de asiento si no lo lograba, su tío insistió en que viajara con él, pues, por algún estúpido motivo, creía que su hija y el príncipe hacían buenas migas. Incluso le dirigió un guiño cómplice creyendo que nadie más lo vería.
Cuando se sentó frente a ella y sir Benedikt, no disimuló lo mucho que le molestaba que el clima se hubiera aliado en su contra.
—Lluvia —rezongaba todavía mientras luchaba con el bastón y los pliegues de la levita, sin saber muy bien qué hacer con ninguna de las dos cosas—, y amaneció un tiempo esplendido. ¿Quién comprende el arte de la meteorología?
—Yo lo comprendo tanto como a las mujeres, o incluso menos, milord —dijo sir Benedikt, con una sonrisa y un guiño que hizo reír al anciano. Él, en cambio, parecía cómodo, a pesar de que estaban apretados los unos contra los otros en el estrecho carruaje. Tanto, que era inevitable que se rozasen entre ellos al mínimo vaivén.
Fue eficiente la frase como cambio de tema, pues ambos hombres dedicaron la media hora de viaje a glosar las diferentes maneras que tenían las mujeres de hacer la vida imposible a los hombres, desde el mismo momento en que se despiertan por la mañana hasta que cierran los ojos por la noche.
—Aunque dejadme exceptuar de esos casos terribles a mis queridas Iris y Cassandra, y a mi adorada esposa, que en la gloria esté, que solo me dan alegrías —objetó lord Ravenstook con una sonrisa cándida.
Sir Benedikt decidió morderse la lengua por una vez, sobre todo al ver por el rabillo del ojo la mirada burlona de Cassandra, que había sido testigo de la conversación con una paciencia digna del santo Job, logrando permanecer muda a fuerza de pura voluntad, aunque jurando que ese hombre hablaba y hablaba sin parar con la única intención de provocarla.
—Por supuesto —convino Benedikt al fin, con una reverencia hacia la joven morena—. Ningún pesar puede venir de alguien con la apariencia de ángel de vuestra sobrina.
Cassandra ahogó como pudo un bufido y se giró hacia la ventana, incapaz de soportar durante más tiempo sus burlas y sus dobles sentidos. Lo malo era que el cochero había bajado las pesadas cortinas de cuero de las ventanas y que no había nada que ver. Benedikt rio por lo bajo, aunque lo disimuló con una tos oportuna en cuanto ella volvió su mirada furiosa hacia él.
El muy cretino debía de considerarse muy gracioso, pensó al escucharle perorar sobre los numerosos defectos de las damas, excepto, por supuesto, ella, su prima y la difunta esposa de lord Ravenstook. Y lo hacía apuntando cada uno de ellos con ampulosos gestos de las manos y guiños que divertían a su tío como si se tratara de un comediante ante su público.
La mirada de Cassandra quedó prendada sin remedio por esas manos fuertes y morenas que la habían sostenido durante esa tarde, recordando su calor y su firmeza. Las imaginó sosteniendo un arma, manchadas de sangre y barro en un campo de batalla. Sintió un nudo de desagrado en el estómago que la obligó a apartar la mirada, sin saber muy bien los motivos. Al hacerlo, notó que él la miraba con una sonrisa extraña bailándole en los labios. Frente a ella, su tío cabeceaba, cansado por la excursión y el viaje.
—¿Os encontráis bien? —le preguntó él en voz apenas susurrada.
Ella giró un poco la cabeza, sorprendida por su delicadeza.
—Solo estoy un poco cansada. Nada que deba preocuparos —respondió apartando la mirada con rapidez, aunque no pudo evitar una réplica mordaz, después de haber escuchado su conversación durante una hora—. Como ha quedado claro después de vuestra charla con mi tío, mi prima y yo no somos aficionadas a quejarnos.
Sir Benedikt frunció los labios, sin saber si debía tomarse sus palabras a broma o no, pero no tuvo tiempo de replicar, porque ella se apresuró a volver a apartar la mirada.
Por fortuna, llegaron a casa antes de que él tuviera tiempo de insistir. Ursula, avisada por uno de los criados que les había asistido durante la excursión, los esperaba bien parapetada bajo un enorme paraguas.
La vieja ama de llaves, antigua institutriz de las chicas, reconvino con la mirada a su amo al ver que estaba mojado y le tendió una toalla seca, antes de ordenar a la servidumbre que prepararan baños calientes para todos.
—Hermoso día para una excursión, ¿verdad, milord? —preguntó Ursula con un tono seco y, en apariencia, exento de ironía.
Con las orejas gachas como un perro apaleado, lord Ravenstook entró en la casa sin importarle por una vez la comodidad de sus invitados, pues sabía que la eficiente mujer lo tenía todo más que controlado.
—No es culpa suya que los dioses decidieran que lloviera, Ursula —dijo Iris, colocándose bajo el paraguas del ama de llaves para darle un beso.
Esta sonrió al fin. El gesto le devolvió la belleza de la juventud y algo de su dulzura.
—Solo espero que no se resfríe como el año pasado. Y ahora, ve a darte un baño y a cambiarte de ropa si no quieres correr la misma suerte. Y luego me contaréis todo lo que habéis hecho, que seguro que lo habéis pasado bien con todos esos jóvenes entre las tumbas. Es tan romántico… —añadió con un suspiro exagerado.