En busca del elefante. Kyung-ran Jo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Kyung-ran Jo
Издательство: Bookwire
Серия: Colección literatura coreana
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640240
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seca. Fue un largo rato, sin embargo, no dejé en la tierra ni un cigarrillo encendido para él. El tiempo pasó de manera muy rápida. Después bajé de la colina y entré al templo del guardián de niños y viajeros, saludando a Buda tres veces al estilo coreano5 y comprando una lámpara para cada año. Desde entonces no había vuelto al templo Mikwangsa, pero esta primavera he empezado visitarlo.

      Después de esa vez en el templo, me encerré en casa sin salir, hasta que empezó la temporada de lluvias, luego de una primavera que pasó casi sin sentir. Cuando acabaron las lluvias, empecé a visitar el templo budista Haejusa y a trabajar en servicios voluntarios. Ya antes había ayudado ahí a principios del otoño pasado. Fui, ante todo, a la casa del leñador. No me había dado cuenta de cuánto tiempo había pasado, es decir, de que habían transcurrido dos estaciones desde que estuve en el templo Mikwangsa. Cuando fui a casa del leñador, me percaté de que había transcurrido todo ese tiempo sin sentirlo.

      La casa del leñador había sido demolida. La demolición de las casas construidas ilegalmente había empezado en el verano y tres o cuatro excavadoras quitaban los escombros del suelo. Fui a una aldea cercana, en la que el derribo de casas había sido aplazado para el año siguiente. En una tienda a la entrada de la aldea pregunté por el leñador. El dueño movió la cabeza negativamente. Nadie sabía cuándo se fue ni a dónde. Sentí un gran abatimiento, como si perdiera de repente a un viejo amigo. ¿A dónde se habría ido ese amigo que me dijo que, si naciera de nuevo, le gustaría ser un árbol? ¿Cómo estaría viviendo?

      Después que el leñador desapareció, a nadie le conté nada relacionado con Chong Sukyu. Eso significa que perdí a quien quería escucharme y con quien yo quería charlar. Nunca imaginé que llegaría este momento en que contaría de nuevo lo que había ocurrido entre él y yo. Si no hubieras sido llevada al hospital después de la muerte del joven Byongha, ¿te habría contado esto? Oye, Yunsul, no sé si oyes mi voz. Lo que me contó el leñador al final en el bosque también fue algo acerca de los árboles.

      Sacó de improviso la sierra eléctrica y cortó un roble sin darme tiempo de decir nada. Mostró gran destreza para talar árboles. En un abrir y cerrar de ojos derribó un árbol que parecía tener decenas de años de edad arbórea. Al ver que caía al suelo con gran estruendo, recordé las palabras del leñador: la capacidad de recordar del bosque, la venganza de los árboles… En ese momento empezó a darme cierto miedo, como si alguien apretara mi cuello detrás de mí, pero el rostro del leñador se veía tranquilo y me prometió nunca más talar un árbol.

      Me agarró por la muñeca y me llevó hasta el tronco talado. Me mostró los anillos arbóreos de la madera. Se veía el trazo de líneas concéntricas compactas, como si fuera una telaraña.

      Este árbol ya no podrá crecer. Si los árboles estuvieran muy cercanos entre sí, no podrían crecer con regularidad. Si estuvieran muy pegados, no podrían tomar el agua de lluvia que es un alimento importante y, además, la luz del sol no penetraría por la densidad de las copas de los árboles, lo que los obligaría a crecer con lentitud y daría origen, a su vez, a un cambio en la esencia de la tierra. Por ello, a veces hace falta trasplantarlos o talarlos.

      El leñador puso la funda a la sierra eléctrica y la metió en la maleta. El sonido “click”, al cerrarse, resonó fuertemente en medio del bosque. Ese ruido parecía reafirmar su voluntad, por lo que en ese instante tuve la seguridad de que no volvería nunca al bosque, ya que era un hombre que había perdido mucho en él, pero que también había aprendido mucho. “No vuelva nunca aquí, y menos solo”, le dije en mi interior, mirándolo. No sabía en ese momento que nuestro encuentro era el último y definitivo.

      Oye, Yunsul, un momento, por favor. Me dicen que me habla el médico.

      Después de que el leñador y yo estuvimos en ese bosque, regresé una vez más, en septiembre u octubre, no recuerdo exactamente. El frondoso bosque de robles estaba lleno de un olor a tierra y soplaba un viento suave. Escalé apoyándome continuamente en los troncos que consideraba como paredes, olvidándome de que estaba sola en lo más intrincado del bosque. En el camino hacia la cima había robles blancos, encinas, robles mongoles, robles albares y otros. En la cima sólo los robles mongoles formaban una colectividad. En cada uno de ellos había colgadas miles de inflorescencias todavía sin madurar, que brotarían en el mes de mayo y de las cuales surgirían bellotas marrones exuberantes. La corteza arbórea, que en la antigua edad se desprendía a lo largo para cubrir los tejados de las casas construidas con escaramujo, se convirtió en una capa gris oscura que parecía más dura. Cada vez que el viento soplaba, las verdes hojas amontonadas se inclinaban rozándose unas a otras y produciendo un agradable sonido cuando el viento cambiaba de dirección.

      En el bosque, donde me rodeaban árboles por todos lados, alcanzaba las bellotas poniéndome de puntillas. Cortaba hojas para luego hacer una flauta sonora con ellas y pelaba la corteza para machacarla como ciervo hambriento. Allí me encontraba sola de verdad, pero no me sentía sola. El bosque se iba poniendo cada vez más oscuro, al tiempo que el sol empezaba a ponerse, sin embargo, sentía un aire caliente, como si el tiempo regresara al mediodía. Como las personas que ya escalaron la cima de la montaña, puse mis manos alrededor de la boca formando un círculo y grité con toda mi fuerza: “¡Yahaaaa…!” Después grité mi propio nombre lo más fuerte que pude. Habrían pasado uno o dos minutos. El grito me volvió desde lejos, como un bumerán haciéndose eco. Grité mi nombre, el de Chong Sukyu y los de las personas que no se encontraban ya a mi lado.

      Di tres golpes seguidos al tronco de un árbol que estaba delante de mí, como el leñador lo había hecho aquel día. Pegué mi oído al tronco. Me pareció oír el latido del corazón del árbol, como si respirase. Rápidamente me aparté y fui corriendo hacia otro roble. ¿Éste también habría percibido mi intención? Sí, Yunsul. Escuché también latir el corazón de ese árbol y lo abracé. Parecía que me venían lágrimas a los ojos. En ese instante una voz muy familiar me llegó a los oídos. “¿Soy un evónimo de color verde que florece a principios de mayo?” “¿Soy un castaño que florece sólo con androceo y sin pétalos?” “¿Soy una planta de jengibre?” “¿Soy tu árbol, tu propio árbol?” Mi voz voló lejos, hacia el cielo, ondulándose, como si fuera una nueva hoja que absorbe los rayos del sol. Aquí, en el bosque desierto, escucho mi propia voz. No, no es eso, escucho tu voz.

      Cuando el leñador se marchó de la aldea, empezaron a difundirse varios rumores sobre él: que se había adentrado de nuevo en el bosque dejando sola a su madre; que todavía deambulaba de noche por los callejones de la aldea sin atreverse a salir de ella, con el gorro y la careta blanca puestos. Continuamente iba a la aldea por los servicios voluntarios, hasta que desapareció por completo. Se rumoraba que había personas que temprano en la mañana lo veían sentado sobre el tejado de la casa derrumbada o conduciendo la excavadora.

      Pero, Yunsul, yo ya lo sé. En este tiempo se convirtió en árbol, es decir, se ha vuelto un árbol caliente, receptor o emisor. Creo que se habrá convertido en abedul, con sus ramas tendidas hacia lo alto del cielo, como si no tuviera miedo de la invasión de los insectos longicornios, y con inflorescencias masculinas que bajan en abril mientras las femeninas suben. Estas inflorescencias forman una especie de rectángulo al coincidir las puntas de los dos índices de sus respectivas manos, estableciendo una línea perpendicular. Será un abedul cuya superficie blanca brilla y esparce su resplandor.

      Cada vez que veo un abedul en un jardín o en un parque, me acuerdo del leñador que me enseñó los secretos del bosque y de árboles que nunca había visto. Y le dije al dueño del jardín que el abedul no arraigará profundamente en este tipo de tierra, por lo que crecerá muy débil para soportar los vientos fuertes, pero que no me gustaría que cortara sus ramas. Entonces, el dueño me miró fijamente a los ojos y me contestó que él tenía muchos conocimientos sobre árboles, pero yo moví la cabeza negativamente y le aseguré que no sabía nada del bosque ni de los árboles. Las semillas que caen al suelo, arraigan, el tronco crece y sus hojas salen también; surgen brotes, androceo y pistilo se unen, y se recoge el polen; caen las flores, cuelgan los frutos y maduran las semillas; éstas se van lejos llevadas por el viento hacia el sol. Le manifesté que no conocía exactamente