Hans regresa con las manos vacías, con los ojos escondidos, sabe que el oficio de inquisidor lo practico con certeza. Puedo sentir su miedo porque me ha mentido muchas veces. Se ha vuelto mejor en mentir, ya no le tiembla la voz, pero sus piernas a duras penas se sostienen, tiene migajas de pan en sus guantes y en su abrigo: ha comido a espaldas de su padre. Como su madre, ha traicionado a su familia… cuando reaccioné Hans estaba en el suelo y Mina, con una presteza desconocida, se lanzó a ayudarlo. Todo estaba consumado. La sangre salía por la nariz, que se hinchaba a la par con su mejilla. Se levantó con la ayuda de su hermana y se alejaron de mí tanto como lo permitía la habitación. La noche vino pronto y con ella el arrepentimiento. Para ellos vino el sueño. Para mí, acompañada con la culpa, arribó la determinación: Auferstehn, ja auferstehn wirst du, mein Staub, nach kurzer Ruh3… qué hermosa canción.
Aún conservo la píldora con cianuro potásico. No alcanza para todos, por supuesto. En tiempo de guerra morir por sí mismo es un honor que no todos pueden permitirse.
Mina duerme en el regazo de su hermano. Duermen profundamente. Se sienten seguros cuando están juntos. Ella es la parte fácil, el punto débil y vulnerable; Hans, en cambio, es prácticamente un soldado, con la ventaja de haber comido un poco más que yo. Aquí, un poco marca el todo.
La pequeña abre la boca como invitándome a asesinarla, se me acelera el pulso, doy un paso, dos, permanezco junto a ella, la boca sigue abierta, la píl-dora en su lengua, cerrarle los labios, el crujir de los dientes, los ojos sorprendidos, los ojos aterrados, el movimiento convulsivo y los ojos apagados. Hans se despierta y grita con un terror pánico, con un llanto exasperado, lo ha perdido todo en tan pocos días, me golpea con una fuerza sobrehumana y yo sonrío con auténtico orgullo mientras caigo por las escaleras. Siento su cuerpo enfurecido avanzando sobre mí como una bestia nocturna, pero esgrimo la pistola sin balas que llevo en mi abrigo y el muchacho cae hacia un lado, no veía venir la retaliación de su padre. La sangre le baña el rostro y la ropa, como las malditas migajas con las que tanto me ha ofendido, ¡insolente!, le grito y camino hacia él. Se incorpora de nuevo, un golpe más en la cara ya deformada, irreconocible, no estoy matando a mi hijo, no, no, ha muerto en la nieve, ha muerto en la guerra, es un héroe y se sacrifica por su familia, ¡aleluya, un héroe nacional! Su cráneo golpea con fuerza el arma y él también convulsiona y se muere tan rápido y hay sangre y dientes por todos lados y mi mano todavía puede acariciar la última píldora, la píldora de ella porque tontamente prefirió dispararse, tonta, ¡tonta y muerta!, corro a tu encuentro como el homicida de tus hijos y Dios me perdonará porque los filicidas comprenden a sus semejantes.
La meto en mi boca saludando la muerte. Todos cerramos los ojos. El hambre se va y afuera sólo hay nieve y la nieve es rojiza y la ciudad se derrumba y soy grande pues mis hijos no sufren la derrota de nuestra patria. Vaterland, la tierra les ha enseñado a morir como su padre y como su madre. Mueren, mueren con sus miradas de odio, pero resucitarán, ¡sí! ¡Resucitarán! Sterben…um zu leben!4.
* * *
Notas
2 Estos niños deben aprender a morir.
3 Fragmento de la Segunda Sinfonía de Gustav Mahler: ¡Resucitarás, si resucitarás, polvo mío, tras breve descanso!
4 Fragmento de la Segunda Sinfonía de Gustav Mahler: ¡Morir… para vivir!
LABERINTO 2
Era increíble que existiera un mundo distinto al mundo que habitaba, que el tiempo y el espacio no se suspendieran cuando se entregaba al sueño y que no hubiese ningún puente entre sus pensamientos y su realidad, como no fuera la consciencia de su insignificancia y de su angustia.
Le sudaba la frente y la visión se le nublaba. Ataques de ansiedad: sempiternos pero momentáneos. Se preguntaba cómo sería tener los ojos claros. Eran más sensibles a la luz y él no podía evitar pensar que los colores serían más brillantes a través de unos ojos más dóciles.
Se reía a veces porque esos mismos ojos dóciles concentraban una mirada de espanto continuo. Imaginaba cómo olería una mujer de ojos oscuros. Sumergíase —como en los tiempos antiguos— en su propia consciencia e intentaba enseñarse el arte de la armonía de los aromas. La armonía musical era imposible, ya estaba cansado y viejo, pero los aromas le resultaban más vivos con los años, como si pudiese percibirlos con unos ojos claros.
Tenía una fijación por las manos magulladas. Le recordaban a su abuela, esclavizada a los hijos numerosos, y él sentía placer en los sufrimientos cotidianos y ajenos. Sin tomar consciencia de ello, se acercaba a las mujeres de manos frágiles y ojos claros —que aún en la niñez le resultaban inverosímiles— y se quedaba mirándolas, anhelando el olor y el contacto aunque fuera involuntario. Nunca sucedía. Se figuraba que se debía a la capacidad de aquellas mujeres de entrever la luz que se les escapaba a los seres de ojos oscuros, esa habilidad que les permitía mirar a través de las fachadas de los otros. Ellas, por tanto, sabían de inmediato sobre la naturaleza de su fijación, sobre su acercamiento, sobre sus intenciones y, para él, saberse conocido era saberse dominado.
¿Cómo puede un hombre romper las cadenas que no puede ver, a causa de la luz que no penetra en sus pupilas oscuras? Ninguna historia antigua era since-ra, ninguna narraba el método a través del cual los mortales se hacían merecedores de los mitos en sus nombres. Era únicamente literatura: sempiterna, pero momentánea.
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