Laberintario. Sebastián Rodríguez Cárdenas. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sebastián Rodríguez Cárdenas
Издательство: Bookwire
Серия: Sello Ex-Libris
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789585294318
Скачать книгу

       DISPUTA EN ALEMÁN SOBRE FONDO POLACO

      —No ha cruzado la línea —objetó el guardia.

      —Qué importa —dijo el otro—, sabe que no debe estar ahí. Además es un musulmán. Si lo matas, con el movimiento cae en la zona neutral; no pasa nada.

      —Pero los pies están dentro.

      —¿A cuántos conoces que hayan sancionado por matar a algún judío?

      —Aquí, ninguno, pero en los campos cerca de Berlín sí disciplinan a los soldados por dispararle a los prisioneros.

      —Sí, pero allá son casi todos soviéticos, valen algo, con ellos se puede negociar. A nadie le importa lo que pase aquí, Berlín está muy lejos.

      —¿Por qué no se mueve? Voy a gritarle.

      —No puedes gritarle, estarías advirtiéndole, es contra las reglas.

      —¿Es contra las reglas advertirle, pero no matarlo?

      —No es lo mismo. Tienes permitido matar, pero advertirle está prohibido.

      —El letrero no dice que esté prohibido.

      —Dice que se dispara sin advertencia, está implícito.

      —El letrero es para ellos, no para nosotros.

      —Claro que es para nosotros, la mayoría no sabe alemán. Dispárale de una buena vez.

      —Allí, donde está, dispararle es contra las reglas. Si da un paso, lo mato —dijo acomodándose el fusil contra el hombro.

      —No es contra las reglas dispararle en el límite.

      —¿Cómo no?

      —Está desafiando la autoridad, nuestra autoridad. No debería ni siquiera acercarse y aun así, se para allí. Es un subversivo y cuando se trata de subversivos sólo disparas.

      —Claro que importa, es como clavarle el cuchillo por la espalda. No somos bárbaros, las prohibiciones existen por algo —dijo volviéndose hacia el compañero de guardia.

      —¡Qué importa! Esto ni siquiera es Alemania. Si quieres lo hago yo, muévete —dijo el otro tomando su fusil de la pared. Cuando se acercó a la ventana, el prisionero estaba inmóvil en el suelo.

      —¿Ves?, se nos escapó.

      —¿De qué hablas? Está muerto.

      —Sí, pero no por una bala en el cráneo, ahora todos van a creer que pueden acercarse a la zona sin ninguna consecuencia.

      —Si quieres disparar, dispara, da lo mismo.

      —No da lo mismo, no le disparo a cadáveres.

      —¿Por qué no es lo mismo?

      —No me hables, estoy de mal humor.

      —No es para tanto, el problema se solucionó por sí mismo y no rompimos las reglas.

      —No estoy tan seguro.

      —¿Qué hora es?

      —La una.

      —¿Apenas?

      —Sí, qué turno tan largo.

      * * *

       MANOS VACÍAS

      ¿Tenía que matarse frente a los niños? Nunca los quiso demasiado, eso lo entiendo. Puede pasar, pero cualquiera evitaría volarse el cerebro como si fuera un espectáculo. A duras penas he podido calmarlos. Inicialmente me preocupé por el ruido del disparo, pero ahora se escuchan bastantes sin importar la hora del día. Ahora la ciudad tiene el sonido de una supervivencia selvática. Nada es como antes. Nadie puede juzgar como errónea una verdad compartida, era que lo creíamos todos, como ver el sol después del invierno, de estos inviernos tan rudos.

      Hace días que no comemos algo sólido, sólo un poco de agua, bastante sucia por demás. Incursionar en la ciudad es una proeza que ya no estoy dispuesto a realizar, la última vez pude conseguir apenas un mendrugo y estuve a punto de morir fusilado unas cuatrocientas veces por soldados, niños, ancianos, bandidos, famélicos y maniáticos. En fin, ella gastó la última bala en su sien. Calculo que no pasaban las tres de la mañana cuando el estruendo nos despertó para encontrarla muerta, la sangre alcanzó a salpicar a la pobre de Mina, desde entonces no habla y llora bastante. ¡Maldita zorra! No Mina, su madre, por supuesto. Nos dejó a todos muertos, con un cadáver de más. El frío es fuerte y tuvimos que desnudarla para no echar a perder las prendas. Después, Hans y yo la arrojamos por la ventana mientras la pequeña dormía. Hans es un muchacho valiente, tiene ideas que, para mí, habrían sido un orgullo un par de años atrás; hoy son puros remordimientos y dolores de cabeza. Mina es sólo una niña, ¡ha vivido tan poco!, ha visto demasiado en esa corta vida, pobrecilla. Yo soy un hombre desgastado, como los pocos que quedan, lo suficientemente incapaz para no morir en la guerra, lo suficientemente imbécil para mantenerme con vida. En la escuela me decían que me faltaban…, yo no podría decir qué es lo que me falta, pero seguro me falta alguna cosa, o de tenerla, la tengo mal puesta. Es como si tuviese el espíritu dislocado. Hans habla mientras duerme, me distrae y me aterra un poco. Algún día contará todo lo que vivimos aquí con desprecio y dolor, y su padre no será más que una figura en la niebla.

      Solía haber ruidos de sirenas todo el tiempo, tan seguidos que se eternizaban en el aire y uno podía escucharlos aun cuando el silencio fuera arrasado por el ruido de la artillería. Ahora nada arrasa el silencio, crepita en todas partes.

      *

      Parece que no va a salir el sol. Las mañanas me gustaron hasta que cada una de ellas se convirtió en un recordatorio del hambre. Nadie sufre como nosotros. He considerado hacerme pasar por uno de ellos: los llevan quién sabe a dónde y les dan comida, habitación… gente afortunada.

      Hubo una época en que dábamos asco de lo felices que éramos. La bebé relucía con su rostro precioso y generaba sonrisas por donde asomaba sus mejillas, y Hans... Hans tenía las formas de todo un coman-dante: fuerte, rozagante y, sobre todo, entregado a la causa nacional. Y ella… Ella era un sol y una luna, un destello prístino con sus penetrantes ojos azules y sus labios acaramelados. Sabía robarme el aliento con un susurro, postrarme de rodillas cuando desnudaba su cuerpo y quitarme la vida con apenas un roce de sus manos. Recuerdos: manantiales de toda esperanza fingida y fuente inagotable de toda nostalgia que deja a los espíritus exhaustos.

      Hans ya no habla, pero aún logra conciliar el sueño. Mina, inmóvil, tiene los ojos pegados al techo y no logro descifrar qué atrapa su atención. Quizás mire en su interior, quizás se miente a sí misma. Tiene unos ojos preciosos, grandes, de un gris germánico y vivaz, pese al tono de ancianidad y amargura, tan cansados, como si quisieran morir. Pero Mina no sabe aún cómo morir, al fin y al cabo, para someterse a la muerte tiene uno que vivir, aprender a sufrir es sólo parte del proceso. Hace falta reír y querer perpetuarse en los momentos felices, entregarse a la idea de yacer en la nada conservando burbujas dibujadas con la nostalgia de los buenos recuerdos; ella no los tiene. El día más feliz de todos llega y estás muerto. Estos niños deben aprender a morir, su madre no pudo enseñarles, su padre nunca ha sido bueno en ello, porque no ha sido feliz.

      Diese Kinder müssen sterben lernen2, lo digo a voz plena, sin pensar; Mina no reacciona y Hans cierra los ojos con fuerza, lo saben y están aprendiendo. La felicidad no parece ser necesaria, la gente vive para morir y no para ser feliz. Por lo demás, me temo que se me ha asignado irrevocablemente la posición de maestro. Miro el arma buscando una salida; quizás ella no era una mala madre después de todo, quizás encontró un buen motivo para tirar del gatillo, ¿puede alguien acaso morir sin ver la muerte antes en vida? No tenía derecho a mostrársela a los niños, no lo tenía, no lo tenía, no lo tenía… Lloro, como debí haber llorado dos días atrás cuando le quité la ropa a su cadáver y lo lancé por la ventana. Tienen razón los sacerdotes: los suicidas no merecen un funeral.

      Hans