No se trata aquí de hacer una síntesis exhaustiva del tema, sino de señalar que no ha sido fácil la aproximación teórica para entender el fenómeno de la violencia en Colombia. Resulta claro que es necesario continuar con estas aproximaciones desde las ciencias sociales o, incluso, como se conocen hoy en día, desde las ciencias de la complejidad para poder iluminar la comprensión del fenómeno. De todos es conocido el aforismo: “Nada hay más práctico que una buena teoría” o, como lo dijera Bruno Bauer, “La teoría es la práctica más sólida”. Pienso, sí, que el coctel de violencia en Colombia no necesita muchas descripciones. Pero, como en esto todos tenemos algo de culpa, es bueno insistir que muchos hemos ayudado por acción o por omisión para que el círculo de la violencia se reproduzca con autonomía de las causas primeras que la originaron.
Una de esas actitudes que han ayudado a que la violencia prolifere es la de premiar la ilegalidad. Acaso seamos propensos a alabar nuestra “malicia indígena” que suele significar infringir la norma sin dejarse coger. No solamente lo celebramos, sino que también lo alabamos, lo comentamos y hasta nos parece heroico. Así justificamos cada cosa aunque éticamente sea reprobable. Justificamos los cultivos ilícitos, admiramos los crímenes creativos, nos parece extraño que un funcionario público sea honrado, hay quienes alientan a los nuevos funcionarios a aprovechar su cuarto de hora -lo que significa robar sin miramientos-, hacemos caso omiso de los ladrones de cuello blanco y, aunque muchas veces los conocemos, nos hacemos los desentendidos.
No obstante, creo que hay un punto de inflexión en los últimos años. Si para finales del siglo XX la reflexión se centró en poder explicar el fenómeno de la violencia, el inicio del siglo XXI, la disminución del número de homicidios, la tenue aparición de nuevos imaginarios colectivos, las nuevas realidades nacionales e internacionales nos ponen ante el hecho de abordar el tema de la reconciliación. Tantos años de confrontación, de guerra irregular, abusos e irrespeto a los Derechos Humanos han dejado una secuela difícil de borrar en el corazón de la gente. La reconciliación nacional es pues el más grande desafío para las actuales generaciones y, sobre todo, para quienes trabajamos en el sector educativo y lo hacemos con las nuevas generaciones de colombianos en quienes descansará un nuevo país que surja de los posibles acuerdos de paz, de la urgencia de pensar distinto el Estado y de un nuevo tipo de participación para construir lo nuevo.
Al observar la campaña política que viene, me preocupa que vuelven a aparecer recurrentemente ideas y actitudes que en otras épocas hicieron mucho daño y que fueron caldo de cultivo para la violencia. En la década del ochenta un connotado candidato a la presidencia que solía “poner a pensar al país” montó parte de su campaña con el lema de “la paz es liberal”, mientras en las vallas se veían dos gallos de pelea: uno azul y otro rojo -craso error, porque el tema de la paz es mucho más complejo que eso-. Lo que fácilmente se lee entre líneas en las proyecciones políticas de muchos potenciales candidatos: la idea de que hay que eliminar al contrario o construir ignorando las realidades plurales del país. Queremos un proceso político de paz que termine en la negación de algunos o en un tipo de existencia virtual de aquellos de quienes no gustamos o son estorbosos para ciertas propuestas políticas.
Pero, permítanme hablar un poco de vivencias personales que han transformado muchas de mis perspectivas y, sobre todo, puesto frente a un tema que requiere de muchas iniciativas provenientes de todos los actores sociales, políticos, académico y gubernamentales para reconstruir el tejido social. Por supuesto, sé que una sola propuesta no va a resolver el problema, pero muchas propuestas pueden ayudar a aminorarle y, quizás también, a superarlo. Ayer, Guillermo Maya en su columna de El Tiempo, criticaba la Universidad Nacional de Waserman con un argumento que puede parecer contundente: “Tratar de mejorar la equidad social con becas, en esta sociedad con altos niveles de desigualdad y concentración de la riqueza, es como tratar de eliminar la pobreza con limosnas”. De acuerdo; pero quizás el columnista olvida que también esos pasos son necesarios para superar el problema. Hoy siento esta convicción: el problema de la paz y la reconciliación supera que dos personas, o trescientas, puedan resolver el problema y perdonar. Pero, si esas dos o las trescientas cambian su actitud aportan a la aclimatación de la paz: suman, no restan. Lo más fácil es no hacer nada, esperar a que un gobierno mesiánico actúe y resuelva todo -y las experiencias actuales al respecto son mucho menos que halagüeñas-; esto, además de imposible, sería inconveniente porque pondría el tema a depender de un iluminado y no de las iniciativas de las personas, de los ciudadanos quienes son, en últimas, las que construyen una sociedad con condiciones aceptables de convivencia.
Claro que es la participación de todos, del Estado sin duda, pero también de los procesos que los grupos humanos a quienes les duele y les importa la suerte de los otros pueden generar. Aquí, quiero hacer mención, por ejemplo, de las religiosas quienes, en los lugares más inverosímiles de este país, llevan paz, construyen paz, “cometen” paz, generan paz, aunque no manejen muchas teorías al respecto. Como bien lo expresa el Papa en Caritas in Veritate:
El amor -“caritas”- es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz... [Pero,] también la paz corre a veces el riesgo de ser considerada como un producto de la técnica, fruto exclusivamente de los acuerdos entre los gobiernos o de iniciativas tendentes a asegurar ayudas económicas eficaces... No obstante, para que esos esfuerzos produzcan efectos duraderos, es necesario que se sustenten en valores fundamentados en la verdad de la vida. Es decir, es preciso escuchar la voz de las poblaciones interesadas y tener en cuenta su situación para poder interpretar de manera adecuada sus expectativas. Todo esto debe estar unido al esfuerzo anónimo de tantas personas que trabajan decididamente para fomentar el encuentro entre los pueblos y favorecer la promoción del desarrollo partiendo del amor y de la comprensión recíproca. Entre estas personas encontramos también fieles cristianos, implicados en la gran tarea de dar un sentido plenamente humano al desarrollo y la paz (CV, 72).
Como universidad, sabemos que tenemos que ayudar en las sumas por la paz, con iniciativas que ayuden, que apoyen, que creen. Por supuesto, sabemos que no resolveremos el problema, pero ayudaremos en su mitigación. Queremos ser parte de la solución junto con muchas organizaciones y personas, con el Estado, el gobierno, los organismos internacionales y multilaterales, con la Iglesia. Ésta es la convicción que nos ha llevado a aportar algunos proyectos al respecto.
Uno, esta cátedra quiere aproximarse a las “miradas sobre la reconciliación”, es decir, escuchar experiencias reales, que han implicado a actores de carne y hueso, tanto mediadores, como víctimas y victimarios que han podido dar el paso al perdón, a una actitud de reconocimiento del otro, de que el otro puede existir, así haya sido causa de violencia, siempre y cuando asuma su responsabilidad y cambie su actitud. Ya sabemos que a la paz no se llega con más violencia, sino a través de ejercicios de inclusión, de solidaridad, de perdón y reconciliación. Nuestra comunidad académica se debe convencer no sólo de que la paz es posible, sino que también nos implica a todos con propuestas, estudios, acciones y compromisos.
Pero, quiero aprovechar este escenario para presentar a nuestros invitados esta noche otra iniciativa que en este momento la Universidad prepara y que iniciaremos en febrero del año entrante. Nuestro nuevo programa de Ingeniería agronómica que funcionará en la zona rural de Yopal, en Casanare. Para la formulación de este proyecto hemos partido de las siguientes convicciones fundamentales, a saber:
1 El desarrollo del país pasa, en buena manera, por el fortalecimiento y desarrollo del sector agropecuario siempre que podamos agregarle valor por la incorporación de conocimiento al sector.
2 En esta coyuntura histórica es urgente pensar que es posible superar la violencia y el conflicto que ha azotado a Colombia por décadas, generar iniciativas para aclimatar la paz, fortalecer el tejido social y generar oportunidades para las poblaciones más vulnerables, especialmente las de zonas rurales.
3 Desde su misión específica, la universidad colombiana