Finalmente, se presenta un artículo que recoge desde una visión por parte del autor como relator en las diferentes sesiones de la Cátedra Lasallista todo su panorama; muestra a manera de introducción los conceptos de reconciliación y posconflicto, para luego intentar construir respuestas a cinco preguntas planteadas como hilo interrogador a las diferentes experiencias de reconciliación que se expusieron a lo largo de las sesiones y concluir, a partir de estas respuestas, con cuatro grandes funciones que la Universidad colombiana pudiera cumplir en el escenario del posconflicto.
Sin lugar a dudas, las ideas aquí expuestas no agotan ni pretender zanjar la problemática en torno a la reconciliación y la paz, pero para la comunidad académica de la Universidad se constituyen en un referente que permite reflexionar y poner estos dos temas de presente como horizonte en el escenario de sus acciones y retos cotidianos; invitación que extendemos para que los lectores hagan también presente estas reflexiones y prácticas en su devenir histórico.
Los compiladores
Cátedra Lasallista: Miradas sobre la reconciliación
HNQ. CARLOS GABRIEL GÓMEZ RESTREPQ. F.S.C.{*}
Durante los últimos meses, el Departamento de Formación Lasallista de la Universidad de La Salle ha estado haciendo un juicioso trabajo de preparación para inaugurar esta noche la segunda versión de nuestra Cátedra Lasallista. Creada el año pasado, la cátedra ha tenido como idea central presentar a la academia nacional ideas y propuestas inspiradoras que ayuden a plantear, con nuevas miradas, temas impostergables como la dignidad de la persona, el desarrollo humano integral y sustentable, los valores, las relaciones de los grupos humanos y su aporte a la construcción de sociedad, entre otros, temas todos que se derivan de nuestro Proyecto Educativo -marco de referencia para nuestra acción y reflexión, como propuesta universitaria.
Este año, el tema escogido ha sido Miradas sobre la reconciliación. He podido seguir la reflexión realizada por los profesores del departamento, desde el momento mismo en que se empezó a gestar el tema; cuando la idea era hacer alguna reflexión sobre la violencia, pasando por la discusión de las diferentes perspectivas teóricas sobre este intrincado tema, hasta llegar a pensar más en la reconciliación que sobre la misma violencia.
Resulta claro que los dos temas pueden ser vistos en relación el uno con el otro, o como dos aspectos independientes con marcos referenciales propios, o considerados en un continuum o, incluso, como un círculo virtuoso -que no vicioso- pero, sin duda que, dependiendo de dónde pongamos el acento necesitamos de abordajes teóricos y prácticos diferentes y veremos sus relaciones con matices distintos-. A manera de punto de partida, para el caso colombiano, podríamos decir que una situación persistente de violencia ha marcado la historia de las últimas décadas, originada por muchos motivos, que aún no nos resultan claros del todo, pero que hoy en día nos ponen de cara a la urgencia de trabajar en procesos de reconciliación que permitan aminorar la pesada carga de la violencia y sus consecuencias.
Colombia ha vivido en su bicentenaria historia republicana numerosos episodios de violencia. Desde la misma Independencia, empezaron a sucederse, hasta volverse casi incontables, las guerras civiles, algunas veces localizadas en el ámbito de un estado o provincia en las que se dividió el territorio durante buena parte del siglo XIX; pero, otras veces, con alcance mayor, casi nacional, que tiñeron de sangre las zonas rurales del país. Con picos y valles, tiempos de batallas y épocas de paz, se fue sucediendo esta primera etapa, siguiendo la caracterización que Gonzalo Sánchez (1985) hace de la historia de la violencia en Colombia. Estas décadas de violencia tuvieron su principal origen en las confrontaciones de federalistas y centralistas, el tema del liberalismo y la laicidad del Estado y, sin duda, también, causas económicas de un país que no solamente se formaba políticamente, sino que también empezaba con tímidos procesos de industrialización y sus consecuentes problemas como la distribución de la riqueza, los conflictos y los derechos laborales, así como la aparición de nuevas clases sociales o divisiones de nuestros grupos rurales y urbanos.
Los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado llegaron con otra etapa violenta, caracterizada fundamentalmente por los problemas partidistas entre liberales y conservadores y, por supuesto, las luchas de las elites por el control de los aparatos político y económico. Esas décadas serán recordadas en Colombia como la época de La Violencia que tuvo momentos de exacerbación y de mayor simbolismo con el asesinato de Gaitán, el golpe militar y su posterior caída, y, claro, los quizás 500.000 muertos, aunque los estudios nunca llegan a precisar una cifra exacta, porque buena parte de las dinámicas violentas se dieron en el campo colombiano y los registros estadísticos son pocos o inexistentes.
El final de los años cincuenta y el inicio de los sesenta parecieron dar una tregua con los armisticios, los desarmes, el Frente Nacional, el regreso a la “normalidad institucional”, la Alianza para el Progreso y muchas dinámicas más que parecieron aminorar las muertes y asesinatos, pero que al tiempo, incubaban otra época de violencia que irrumpiría hacia mediados de los años sesenta y la que pareciera no tener fin, aunque ahora resulte difícil caracterizarla como una sola etapa, como Gonzalo Sánchez lo propuso en la década del ochenta. De hecho, cuando el narcotráfico irrumpió en la escena nacional, apareció como una variable no conocida en épocas pretéritas, quizás, no como causa, pero sí como caldo de cultivo que se constituiría en un combustible incuestionable para la violencia de orden político, la delincuencia común, la aparición de grupos ilegales de diferente pelambre y orientación ideológica, hasta el punto que su existencia cambió, en la práctica, hasta la lucha guerrillera, al menos como se la concibió en las épocas de las utopías socialistas de los orígenes de las guerrillas en el continente.
En la actualidad, al menos estadísticamente, se muestra que la violencia ha ido disminuyendo desde su pico en los años noventa cuando Colombia estuvo en la nada honrosa posición de ser considerada uno de los países más violentos del mundo con la curiosidad de que nunca estuvo formalmente en guerra, pero registrando para el quinquenio 1987-1992 una tasa de 77,5 homicidios por cien mil habitantes. Para los últimos años, se calcula en 38 por 100.000h lo que ciertamente es una reducción a la mitad pero, comparada con la media mundial de 14/100.000, es casi el triple.
Los años setenta, ochenta y noventa fueron pródigos en estudios sobre la violencia. Aunque, el primer trabajo sistemático sobre el tema vio la luz en 1962 (Guzmán, Borda & Umaña, s.f.), el final del siglo fue fértil para numerosas aproximaciones al asunto, tanto que se acuñó la palabra “violentólogo” para nombrar a numerosos investigadores que trabajaron el fenómeno. Las hipótesis planteadas fueron variadas, aunque -y ésta es mi impresión-, ninguna logró realmente arrojar un referente teórico suficientemente robusto que permitiera interpretar la realidad nacional y explicar contundentemente las hipótesis. Se exploraron causas y factores diferentes, algunas con terminologías que hicieron carrera entre expertos y neófitos y, además, fueron objeto de estrategias políticas. Se trabajó sobre las “causas objetivas” o “condiciones objetivas” de la violencia, tales como la pobreza y la inequidad como causas o condicionantes sociales para disparar o estimular la violencia (German et ál., s.f). Otros autores exploraron el tema de la “ausencia del Estado” como determinante; no obstante, también hubo trabajos que demostraron exactamente lo contrario, es decir, que departamentos, como Antioquia, por ejemplo, de gran presencia, al menos aparente del Estado, habían generado las mayores tasas de violencia medidas en número de homicidios.
Incluso, se exploraron condicionantes genéticos para explicar el asunto. La hipótesis, nunca probada, pero tentadora, para explicar la persistencia, casi endémica, del problema, era precisamente que los colombianos llevábamos una herencia que nos hacía violentos y esto explicaría por qué algunos de sus peores manifestaciones, tanto por su frecuencia como por su espectacularidad, se habían dado en algunas poblaciones que hundían sus raíces en tribus indígenas particularmente violentas. Por ejemplo, recuerdo