La probabilidad de estar con una mujer interesante en un oscuro rincón era prácticamente nula. Sin embargo, allí estaba. Solo por esa vez, él deseaba mostrarse espontáneo.
Sonrió de oreja a oreja. Probablemente llevaba mucho tiempo sin sonreír así salvo que se lo hubieran ordenado.
–Pues vamos a hacer algo totalmente impulsivo. Baila conmigo.
Ella negó con la cabeza con tanta fuerza que fue un milagro que esta no se le desprendiera del cuello.
–No puedo bailar contigo delante de toda esa gente.
–Claro que puedes. Llevas un vestido adecuado, eres mayor de dieciocho años y no estás casada.
Esos eran los tres elementos que podían provocar un escándalo y los que tachaba automáticamente de la lista en los primeros segundos en que se hallaba en compañía de una mujer. Después de que se su tío perdiera la posibilidad de ser nombrado senador a causa de unas fotografías en que aparecía con una mujer que no era su esposa, Phillip se había jurado no apartarse del buen camino.
Su carrera no le importaba solo por el hecho de resultar elegido, sino porque quería hacer las cosas de otro modo, cambiar el mundo. Se negaba a que su buena estrella se eclipsara demasiado pronto por cualquier motivo, y mucho más por una mujer. Era indudable que era un privilegiado, pero serlo implicaba una gran responsabilidad.
–El vestido no tiene poderes mágicos, Phillip. Soy torpe con las palabras y con los pies.
–Parece que no te das cuenta de que eres una ejecutiva con éxito que ha fundado una empresa millonaria. Deberías estar en la pista intimidando a todos los presentes por ser Alexandra Meer, sin importante lo que piensen.
Le tendió la mano. No iba a consentir que se pasara la noche en aquel rincón. Tenían que hacer honor al impulso de ella de acudir a la fiesta.
Alex vaciló mientras miraba la mano tendida de Phillip.
Tenía un motivo para haberse escondido tras la estatua. Otras mujeres debían de tener una piel adhesiva que les permitía llevar un vestido sin hombreras sin que se les cayera. Alex no la tenía. Y, si bailaba, todos se darían cuenta.
–Vamos –rogó él con su voz profunda voz. Ella se estremeció al oírla, igual que lo había hecho la primera vez–. No voy a dejarte aquí y, si no bailas conmigo, no estaré ejerciendo bien mi papel de anfitrión. Es mi casa, por lo que resultaría extraño.
Alex observó la estatua, muy grande y fea, tras la que había buscado refugio.
–Se trataba de que no me vieras.
Ni él ni nadie. La estatua era un buen escondite que le permitía seguir lo que sucedía en el salón. Las fiestas le recordaban por qué no acudía a ellas. Las relaciones sociales constituían un conjunto de reglas confuso y complejo que a ella le resultaba difícil seguir. Le gustaban las reglas, pero cuando tenían sentido, como en las finanzas. Los números eran iguales ese día que el anterior y el siguiente.
Normalmente seguía al pie de la letra su propia regla número uno: no llamar la atención. Pero Phillip la atraía intensamente y las fiestas parecían ser su hábitat natural, por lo que había acudido a una para ver si, fuera de Fyra, las cosas avanzaban entre ellos.
Porque había chispa entre ambos, aunque él no había hecho nada al respecto. Ella quería averiguar si su frialdad se debía a una falta de interés o a otra cosa.
Cass le había insistido en que necesitaba un cambio de imagen y le había quitado la tarjeta de crédito para comprarle aquel vestido. Alex no tenía ni pizca de glamur, pero la imagen que le devolvió el espejo estaba muy bien.
Y allí estaban Phillip y ella flirteando y divirtiéndose, y él le acababa de pedir que bailaran. Parecía que, en efecto, el vestido tenía poderes mágicos.
Tal vez podría bailar con él. Solo una vez. Después se volvería a su escondite antes de que alguien tratara de hablar con ella; alguien que no fuera tan comprensivo como Phillip con sus meteduras de pata.
Ella le tendió la mano lentamente, lo cual le resultó casi tan difícil como entrar por la puerta de su mansión sabiendo que él se hallaba al otro lado, tan increíblemente guapo como siempre. En realidad, había tenido que echarle mucho valor a todo lo que había hecho para conseguir que su relación con él avanzara.
Tal vez las estrellas se hubieran alineado para aliviar la soledad que sentía, resultado de su incapacidad para las relaciones sociales y de la firme creencia de que los idilios eran un mito.
De vez en cuando salía con alguien, no muy a menudo. Pero le gustaba la compañía, y Phillip era el primer hombre en mucho tiempo en el que no podía dejar de pensar.
Esa noche quería comprobar hacia dónde podrían ir las cosas entre ellos.
Sin embargo, aquella casa centenaria la abrumaba, con el vestíbulo del tamaño de una biblioteca pública, flanqueado por dos escaleras que conducían al primer piso. Era un recordatorio visual de la privilegiada posición que él ocupaba y de que los hombres como él llevaban una vida que no tenía nada que ver con la de un patito feo como ella.
Pero cuando sus manos se tocaron, su cuerpo reaccionó intensamente. El deseo se apoderó de ella. Su respuesta fue intensa y visceral.
Sus miradas se encontraron y los ojos azules de él le hablaron diciéndole sin palabras que él también la deseaba. ¿Cómo era posible?
Los hombres no se fijaban en ella. Alex había perfeccionado el arte de estar en segundo plano, pero Phillip siempre le prestaba atención.
–Alex –murmuró él apretándole la mano–. Tenemos que bailar ya. Si no, puede que suceda algo muy malo.
–¿El qué? –preguntó ella con curiosidad.
Él le miraba los labios como si fuera a inclinarse y a besarla en la boca. Lo cual a ella le parecería muy bien. Tal vez él la hiciera retroceder aún más al rincón y la besara como era debido. Sus manos eran suaves y fuertes. Alex había fantaseado con ellas en las largas reuniones que habían mantenido.
No era delito. El hecho de que no se creyera la fantasía del amor y el idilio no implicaba que le repugnara el sexo.
Llevaba semanas soñando con besarle, desde el momento en que había entrado en la empresa. La chispa había surgido entre ellos inmediatamente. Y su conexión no solo era física. Él era considerado, elocuente, tenía en cuenta las ideas de ella y demostraba un gran sentido del humor. A ella le gustaba de verdad. La belleza física que acompañaba a su personalidad era un enorme plus.
–Pues que voy a acompañar a la puerta a todos los invitados y me voy a centrar únicamente en ti.
Eso sería delicioso. Él conseguía que se sintiera como si fuera la única persona presente en el salón, aunque había casi cien.
Era una invitación. Y una pregunta. ¿Adónde quería ella que los condujera la noche?
¿Adónde quería él?
¿Pensaban lo mismo sobre cómo sería su relación laboral después? A fin de cuentas trabajaban juntos. No todo el mundo podía hacerlo y mantener, además, una relación más personal. Era ahí donde el romanticismo lo complicaba todo.
Una relación resultaba clara y sencilla si uno no se dejaba llevar por los sentimientos. El divorcio de sus padres había sido tan desagradable que le había demostrado que el amor era una de las peores ilusiones que se habían inventado.
Probablemente debería sondearlo sobre su futura relación antes de pasar a mayores. Además, Phillip había organizado aquella fiesta con un objetivo, que no se cumpliría si echaba a todo el mundo a la calle. Sería terrible que ella lo obligara a darla por concluida antes de tiempo solo porque le daba miedo bailar en público.
Debía