Y al rayar el alba se presentó doña Cuaresma, Justicia de la Mar, también secundada de los suyos, en horas que las sangrientas mesnadas de don Carnal estaban durmiendo su vino. Allí del puerro cuello albo, sardinas, mielgas, verdeles y jibias, anguilas de Valencia salpresas y trechadas, atunes, truchas del Alberche, cazones bayoneses y camarones del Henares, barbos, pijotas, lijas, langostas de Santander, arenque y besugo de Bermeo, utras, sabogas, delfines, sábalos, albures, lampreas sevillanas y de Alcántara, tollos, pulpos, ostras, cangrejos, el congrio cecial y fresco —“Conde de Laredo”—, el salmón de Castro Urdiales, y hasta la enorme ballena, cuya presencia de tanque bélico decidió la victoria.
Don Carnal queda condenado al ayuno; Domingo, garbanzos en aceite; lunes, arvejas; martes, formigos con uno o dos tercios de pan; miércoles, espinacas; jueves, lentejas con sal; viernes, pan y agua; sábados, habas. Bien se aprecia que doña Cuaresma “cuida la línea” a don Carnal.
Pero el desquite no anda lejos. Al correr de pocas semanas, don Carnal se va recuperando de sus heridas, por obra de la rigurosa dieta y del reposo. Da los primeros pasos, se deja llevar a la iglesia. Y de allí mismo, escapa en derechura camino de la judería, para al instante reorganizar sus huestes. Escribe con sangre un orgulloso cartel de desafío en que se llama a sí propio: “El fuerte matador de toda cosa”. Sus furrieles, como carniceros que son, ya vuelven destazando reses.
De esta vez, doña Cuaresma ve la causa perdida. Adusta y fea, se disfraza con los atavíos del peregrino: esclavina, sombrero redondo, zapatones, bordón, calabaza, alforjas, esportilla y rosario. No sé cómo se las arregla el poeta: a tantos siglos de distancia, nos hace pensar en una de esas mujeronas secas y sin sexo, de calzado chato y faldas caídas, de canotier y gafas, que andan, Biblia en mano, redimiendo almas por la calle.
Al fin, un sábado por la noche, doña Cuaresma salta las bardas y sale huyendo:
Salió a toda prisa corriendo por las calles.
Dijo: “¡Ay Canal soberbio, con tal que no me halles!”
Aquella misma noche llegó basta Roncesvalles.
¡Vaya y que Dios la guíe por montes y, por valles!
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4 Ver Alfonso Reyes, “La Garza Montesina”, en Capítulos de Literatura Española, segunda serie, México: El Colegio de México, 1945, pp. 91-99.
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