“En la anchurosa Castilla —dice Dionisio Pérez— hay una zona gastronómica en que se extiende la influencia de Madrid; la influencia de Madrid como consumidor y como creador de costumbres nuevas y modificador de las antiguas. Su demanda de víveres da carácter a toda la agricultura comarcana; llega a los puertos atlánticos y mediterráneos para proveerse de pescados; alcanza a las huertas valenciana y murciana en busca de legumbres; escala hasta el Pirineo aragonés pidiendo azucaradas frutas; compra en la Rioja pimientos y tomates; disputa a los extranjeros la uva de Almería y Málaga; encuentra en Andalucía los vinos y aceitunas que apetece, y así es el mejor comprador que hay en la nación, el más rico y el más desprendido. Madrid ha tenido siempre dos cocinas diferentes: la de la Casa Real y de la nobleza, y la de la burguesía, la clase media y el pueblo. Aquélla fué siempre extranjeriza... El pueblo, en cambio, traía a Madrid el gusto y los modos de las regiones de donde procedía. Así, el fogón madrileño, en que estos contrapuestos elementos estuvieron en contacto durante siglos, ha sido el gran crisol donde se ha forjado, fundido y unificado cuanto llamaron cocina nacional… En la provincia de Madrid hay pueblos que no pueden quedar excluidos de este inventario: Aranjuez, singularmente, con sus espárragos y sus fresas; Miraflores de la Sierra, con su requesón y sus fresones y su miel; Chinchón, con sus aguardientes; Alcalá de Henares, con sus almendras; Villaconejos, con sus melones, que compiten con los mejores de Valencia y Rota; y finalmente, Fuenlabrada, con sus rosquillas famosas, que figuran en todos los recetarios de pastelería y confitería”. Pero acaso el abastecimiento principal, de fondo, llega de Galicia.
A hora y media de auto, en la blonda vega toledana, la Venta de Aires (no “de los Aires”: el patrón es Dionisio Aires), que ya he cantado en otra ocasión, nos brindaba el travieso vino de Buenavista y el regalo de sus perdices estofadas, muy señoras mías de mi mayor obligación y respeto. Sólo he encontrado sus iguales, durante mis años bonaerenses, en aquella mesa pulcra, inolvidable, de Nieves Gonnet. En el Zocodover de Toledo eran los gloriosos mazapanes y demás primores almendrados. En el patio de Ángel Vegue y Goldoni y otras casas privadas, las uvas negras emborrachadas al aguardiente, que yo quise agradecerle con mi poema El mal confitero. Los “melindres de Yepes” tienen fama de no llegar nunca a su destino, porque se los comen los arrieros que los transportan. Las “migas” de la Academia de Infantería son famosas en media España, y han merecido el encomio del escritor militar Ibáñez Marín, noble y melancólica memoria. Se asegura que son el plato más antiguo y genuino, anterior a las invasiones romanas, griegas, cartaginesas y fenicias; en suma, el plato ibérico, o celtíbero, o acaso ligur.
De la Granja (Segovia) son las judías famosas, y segovianos son también el “tostón”, o cochinillo asado, el “lechazo” o cordero mamón, la caldereta de cordero, el bacalao al ajo arriero, las torrijas de Semana Santa, los embutidos de más renombre. De Guadalajara, los bizcochos borrachos. Sobre la Mancha, a falta de experiencia propia (fuera de los gustosos quesos), tiene la palabra Don Quijote: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos…”
Por aquellos días, un familia de mediana fortuna —observa el inolvidable Rodríguez Marín— comía poco más o menos lo que hemos visto comer a don Alonso Quijano. Algo más rica es la minuta que nos da Quiñones de Benavente en su Entremés del mayordomo: jueves y domingos, manjar blanco, torreznos, jigote, polla, yerbas, olla y postres y bendición; los viernes, lenteja y truchuela; los sábados, la cazuela con mojatoria, pepitoria de vaca, panza y sesos.
Pero volvamos a la humilde mesa del hidalgo manchego. He aquí los esclarecimientos que nos da Rodríguez Marín: la olla es siempre, para los clásicos, la “reverenda olla”; y Suárez de Figueroa la nombra con este circunloquio: “la sin quien no hay contento en una casa”. Es el cocido, el puchero, la puchera, el pote, y para los madrileños, por referencia a los garbanzos, “los gabrieles”. Se ha de comer en tres vuelcos o tres tumbos; a saber: primero, el caldo sobre pan migado, con su poco de yerba buena; segundo, los garbanzos y las hortalizas; tercero, la carne, el tocino y chorizo, la morcilla. Si la olla del ingenioso hidalgo tenía más vaca que carnero, es porque nuestro hidalgo era pobre, y al revés de lo que hoy sucede, el carnero valía entonces más que la vaca. El salpicón de la noche, siguiendo la misma economía, se haría con los restos de la olla, con las piltrafas de vaca que quedaban del mediodía. Los “duelos y quebrantos”, tras una enconadísima pelea entre los eruditos —que quiso convertirse en otra “querella de los Antiguos y los Modernos”—, averiguamos que son una tortilla de huevos con torreznos. ¡Pensar que Don Quijote, los sábados, casi casi almorzaba su ham and eggs! Las “lantejas” o lentejas del viernes no ofrecen problema: son “las once mil vírgenes”, como dice el vulgo en España; pésima comida según el médico don Juan de Aviñón, quien en los remotos tiempos del rey don Pedro I de Castilla declaraba ya que “generalmente las lentejas son matas y melancólicas”. Y el palomino dominical no necesita comentarios.
Descanso II
Con su penetrante olor de ajo y de aceite, la cocina mediterránea, cunada en la cuba del Egeo, llegó hasta España, traída por las legiones de Escipión, un siglo antes de que Julio César la llevara a las Galias. Al correr por suelos ibéricos, el río absorbió nuevos sabores. La fruta española, según testimonio de los historiadores romanos, fué famosa desde el primer instante. Después, los árabes traen hasta la Península los aromas y condimentos de Oriente, Persia y la India, tono que dominará la cocina europea hasta el descubrimiento de América: tono agridulce de limones, naranjas, cidras y toronjas. Las novedades que los Cruzados trajeron de Sicilia e Italia llevaban dos siglos de aclimatación en los naranjales y limoneros de España. En Provenza sólo se difunde el naranjo ya entrado el siglo XVI, y más tarde llegó la naranja dulce de China, con los navegantes portugueses. También trajeron los árabes a la Península Española el azafrán y la nuez moscada, la pimienta negra, la caña de azúcar y el azúcar, antes que ello fuera conocido en las islas egeas y en la región siciliana. Al quebrantar España el cerco, al salir a la vida internacional con una fisonomía madura, extiende por el resto de Europa la mejor cocina que hasta entonces se conociera, la cual corre hasta Nápoles y Sicilia con los catalanes y aragoneses, irrumpe por el Rosellón y el Bearne, lleva sus tentaciones hasta los Países Bajos y Alemania. En tiempo del emperador Carlos V se traduce el Libre de Coch, del llamado Rupert de Nolla —cocina más aragonesa que catalana—, el cual alcanzó unas veinte reimpresiones en ciento treinta años.
Vuelco de la historia, así como la aparición de América desvía de África la aguja de los destinos españoles, así la cocina española, y a través de ella la europea, experimenta entonces una refracción trascendental. Patata, tomate, ají o chile, pimientos pimentón, cacao y pavo representan la vanguardia de la invasión americana. El tomate sólo empieza a ser aceptado en Francia a fines del siglo XVIII. Al maíz sólo se ha habituado Europa con lentitud, más por obra de los Estados Unidos que de nuestra América. Hay, en Italia, la polenta; en España, la borona y también las gachas de Valencia y de Asturias (no las andaluzas), y en Canarias, gachas, frangollo y gofio. Pero en mis veraneos del Cantábrico nunca logré que la gente del campo me vendiera mazorcas. “Eso —me decían— es para los cerdos, eso no lo comen los cristianos”. Y si yo me empeñaba en comer elotes a la mexicana, no me quedaba otro recurso que robármelos. No había más que remar río arriba, e ir desembarcando aquí y allá, donde había sembrados de maíz.
Cuanto a la patata, parece que llega a España, procedente del Perú, en 1535. Charles de l’Écluse (Clusius) la introdujo en Austria y en Alemania doscientos once años antes de que Parmentier se llevara la gloria