Anorexia y psiquiatría: que muera el monstruo, no tú. Betina Plomovic. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Betina Plomovic
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Изобразительное искусство, фотография
Год издания: 0
isbn: 9788468551708
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los primeros tiempos de desconcierto. Cuando mi hija adolescente empezó ya a manifestar un claro rechazo a comer, me pareció prudente asegurar que no existía ningún problema en asuntos escolares o de relación con sus compañeros que pudiera condicionar algún tipo de crisis y me estuviera pasando desapercibido. En esos momentos vivíamos las dos solas y no contábamos con ningún apoyo familiar. Las tutorías académicas me confirmaron que seguía siendo una alumna muy querida por todos, y su tutora se convirtió en una mentora amorosa, muy cómplice conmigo y atenta a participar generosamente en todo lo que se necesitara. Aun así, la situación empeoró. Mi hija se decantó por un mutismo selectivo conmigo y día a día resultaba todo más difícil. Sin embargo, aceptó que conviniésemos una cita médica para revisar su situación y recibir apoyo médico sobre cualquier asunto que pudiera preocuparle. Allí se sinceró con su doctora y empezamos a organizar una red de apoyo para poder gestionar el problema. Aun así, la situación se volvió dramática en cuestión de semanas: mi hija seguía con sus estudios pero se mostraba totalmente hermética en casa, evitaba al máximo alimentarse y además adquirió una gran habilidad para ocultar sus purgas, es decir, provocarse el vómito de lo poco que ingería. En muy poco tiempo ningún apoyo fue suficiente. Su doctora seguía atentamente su evolución y me aconsejaba, ambas impotentes ante la rebeldía de una enfermedad que empezaba a ser la gran protagonista. Mi familia, siempre distante, empezó a atosigarme sin ninguna empatía ni comprensión de lo que estaba ocurriendo, incluso llegué a escuchar reproches de no alimentar a mi hija, así como más adelante las críticas por tener que ingresarla en un hospital, a las que se referían cruelmente. Era tanta la soledad y la presión vivida, que llegué a plantearme si mi percepción de la realidad era hiperbólica o si, como era el caso, efectivamente mi hija estaba manifestando una inanición voluntaria en un contexto enfermo y repleto de gran sufrimiento. Llegué a plantearme si empezaba a perder mi propia cordura ante una evidencia que parecía pasar desapercibida para otras personas cercanas, tal era la situación de total cuestionamiento de mi rol. Rogué reiteradamente a mi hija que me aceptara una consulta especializada en la patología llamada anorexia para poder aclarar la situación, a lo que finalmente accedió. Tuvimos la cita una fría tarde de enero, y tras el interrogatorio de rigor la recomendación fue de un ingreso inmediato en su centro de tratamiento diurno. Sería el primer ingreso de tantísimos otros, en unos ocho años de intensa lucha en primera línea, de logros y de enormes retrocesos, de muchas incertidumbres y de total agotamiento.

      Efectivamente, la primera intervención terapéutica que conocimos fue un hospital de día especializado en trastornos de la conducta alimentaria adónde mi hija acudía cada mañana como una jornada escolar, de lunes a viernes. Nos dieron pautas organizativas muy estrictas referidas a la alimentación —todo giraba entorno al comer— con horarios muy marcados de «desayuno/tentempié/comida/merienda/cena» para los fines de semana, unas normas estrictas sobre menús y la indicación de forrar todos los espejos de casa con folio opaco para evitar que mi hija pudiera ver el reflejo nítido de su imagen. En mi posición de acompañante, veía con desconsuelo cómo el cuerpo era el gran enemigo en terapia. En la clínica se llevaba a cabo un control de peso y una sesión continua de terapia cognitivo-conductual. El ambiente era tenso y se respiraba un cierto aire a reformatorio. Psicólogas inmersas en un rol hiperactuado y parapetadas tras su bata blanca en un clima aséptico no facilitaban que la enferma —ni los acompañantes— tuviéramos acceso a entender la enfermedad ni a saber manejarla.

      Durante este tratamiento diurno mi hija empeoró rápidamente. Tras el permanente forcejeo entre las normas y la oposición, simplemente decidió dejar de comer y de beber. Recibimos mucho acompañamiento por el grupo de iguales, e incluso una persona recuperada nos asistía durante los fines de semana, para envolvernos con su empatía y comprensión y facilitar que mi hija comiera. Sin embargo, pocas semanas más tarde, nos resignamos a pedir socorro en urgencias hospitalarias. La tajante negación a nutrirse fue el criterio lógico de ingreso. Se iniciaba el primer tratamiento cerrado, que también estaría centrado en el control del índice de masa corporal y el mismo protocolo cognitivo-conductual a cumplir, impecablemente impuesto sin explicaciones y sin opción a comentar. El sufrimiento se agravaba con el castigo con aislamiento cuando el aumento de masa corporal era lento o ausente. Como el criterio principal era el IMC/Índice de Masa Corporal, es fácil prever que el tratamiento centrado en el síntoma de la llamada anorexia promovería la conocida puerta giratoria, ese fenómeno de recurrente reingreso por pérdida de peso tras la enésima salida del hospital.

      Sobre el protocolo impuesto, aunque el tratamiento en base a refuerzos pueda resultar efectivo en determinadas conductas, mi experiencia es que resulta totalmente ineficaz en las personas que están gravemente afectadas de la llamada anorexia. Lo cierto es que el enfoque terapéutico basado en el condicionamiento provoca graves daños como consecuencia del castigo, la contención, los duros encierros psiquiátricos o unos protocolos que están muy alejados de la necesidad de la persona que sufre, a la que intentan adiestrar para que asuma la respuesta deseada, es decir, que coma.

      El relato experto sirve menos para explicar qué les espera en el futuro que para culpabilizarles respecto al pasado, en el caso de que hubiesen decidido esperar, y para reforzar la posición de hegemonía de los profesionales.

      Madre de persona con diagnóstico TCA,

       refiriéndose a los grupos de familiares

      Por otro lado, los ingresos hospitalarios voluntarios se convertían administrativamente y por rutina de protocolo en internamientos forzados, en los que veía degradarse el estado de salud de mi hija. Los largos tratamientos y sus prácticas parecían acatar que no había nada que hacer, y promovían que la persona enferma fuera construyendo una especie de identidad con la enfermedad. Cuando escuché a los profesionales llamar «las alimentarias» a las personas con el diagnóstico de TCA/Trastornos de Conducta alimentaria dentro del mismo recinto hospitalario, entendí el estigma que defenestra a la cronocidad o identifica a las personas por un síntoma estridente, y ello no es de ayuda en absoluto.

      Reconozco con agradecimiento que conocí profesionales que también cuestionaron el paradigma habitual de tratamiento y que nos brindaron escucha, comprensión y ayuda. Agradezco infinitamente ese confidencial «Esto no te lo he dicho: si deseas sacar a tu hija te aconsejo que…» cuando se impusieron los internamientos a contravoluntad. Pero el sistema es demasiado rígido y sordo para admitir su ineficacia en casos muy graves, y las consecuencias se adivinan. Otros médicos y terapeutas sencillamente estaban muy