–No que yo sepa. Podría decir que estoy de paso, pero dudo que me creyeses, ¿me equivoco?
Había escepticismo en los ojos pardos de Megan.
–No, no te creería –una media sonrisa asomó a sus carnosos labios, que parecían estar pidiendo un beso.
Aunque nunca le había caído bien, siempre le había parecido muy atractiva.
–Te conozco bien, Cal, si has venido en busca de respuestas, haberte ahorrado el viaje. No tengo la menor idea de dónde puede estar ese dinero. Supongo que Nick se lo gastaría, y supongo que por haber estado casada con él, eso me hace culpable a mí también, pero si crees que lo tengo debajo del colchón, o que lo tengo en una cuenta bancaria en Dubái, lo siento, pero te equivocas.
Típico de ella ser tan directa. En eso al menos no había cambiado, pensó Cal.
–¿Por qué no dejamos aparcado ese tema por el momento? Me interesa más saber por qué te fuiste, y qué has estado haciendo estos dos años.
–Ya lo imagino –un brillo le relumbró en los ojos a Megan antes de que apartara la vista–. Bueno, por el precio de un buen filete, supongo que se me ocurrirá alguna historia que contarte, entretenida cuanto menos.
–Sé que no me decepcionarás –dijo Cal en un tono lo más neutral posible.
Tenía que estudiar con detenimiento a aquella nueva Megan antes de trazar un plan de ataque. Aunque tras sus palabras se adivinaba a la mujer de hierro de antaño, parecía tan frágil que tenía la sensación de que a la más mínima presión se derrumbaría.
Sabía que la habían enviado allí para que descansara y se restableciera. Los documentos que le había entregado el detective no explicaban por qué, pero el doctor Musa le había expresado su preocupación por su salud y su estado mental cuando habían hablado por teléfono.
Sin saber por qué, se acordó en ese momento del perfume que Megan solía llevar. Tenía un nombre francés que no conseguía recordar, pero siempre lo había excitado. Parecía que ya no llevaba perfume, pero tenerla tan cerca dentro del taxi estaba teniendo en él el mismo efecto.
Siempre y cuando el fin justificara los medios, no veía por qué no podía intentar seducirla mientras estuviese allí. Además, en la cama tal vez podría hacer que se le soltara la lengua, y si no, al menos, satisfaría aquel oscuro deseo largo tiempo reprimido.
Megan no había pasado mucho tiempo fuera de la clínica desde su llegada a Tanzania, y no conocía aún el hotel Hatari, construido en el siglo XIX y recientemente reformado. El inmenso vestíbulo estaba decorado en tonos crema y marrón, con sillones orejeros, sofás de cuero, y había un bar y un restaurante que ofrecía un menú de platos internacionales.
Cal le tomó por el codo y la condujo a la entrada del restaurante. Megan era de una estatura media, pero se sentía pequeña a su lado, que debía medir por lo menos un metro noventa, y era ancho de hombros y atlético.
No le sorprendía que la hubiese encontrado. Cuando se le metía algo en la cabeza, Cal Jeffords tenía la fiera determinación de un pitbull. Y había hecho un viaje demasiado largo como para marcharse sin conseguir algo que hiciese que hubiese merecido la pena.
Lo que le había dicho del dinero era la verdad, pero no la creía. Para él era culpable porque su firma figuraba en los cheques de las donaciones que había endosado y le había dado a Nick para que los depositara en el banco.
Cuando se sentaron a la mesa a la que los llevó el camarero, dejó que Cal pidiera, y escogió lo mismo para los dos: un solomillo de ternera con champiñones, verduras salteadas y una botella de merlot para acompañar.
Megan sintió su mirada sobre ella mientras el camarero les llenaba las copas y colocaba una cesta de pan recién horneado entre las velas encendidas.
–Come pan –le dijo Cal levantando su copa–. Hay que poner algo de carne en esos huesos flacos.
Megan arrancó un pedacito del pan y lo masticó en silencio.
–Sé que he perdido peso, pero resulta doloroso sentarse frente a un plato lleno de comida cuando la gente a tu alrededor se muere de hambre.
Cal entornó los ojos.
–¿A eso se debe todo este cambio de vida, a un sentimiento de culpa?
Ella se encogió de hombros.
–Durante el tiempo que estuve casada con Nick creía que lo tenía todo: una casa grande, coches, fiestas… –tomó un sorbo de vino–. Cuando todo se derrumbó y supe que el estilo de vida que llevábamos estaba quitándole el pan de la boca a mucha gente, sentí náuseas. De modo que sí, puedes llamarlo culpa. Llámalo como quieras. No me arrepiento de la decisión que tomé.
Cal se tensó, delatando una ira apenas contenida.
–¿La decisión de marcharte sin decirme nada?, ¿sin decirle nada a nadie?
–Sí –Megan lo miró a los ojos–. Nick dejó tras de sí un buen lío. Y si no me hubiese marchado, seguiría en San Francisco, recogiendo los platos rotos.
–¿Me lo vas a contar a mí, que he tenido que hacerme cargo?
–Yo tampoco habría podido hacer mucho para ayudar. La casa estaba hipotecada, cosa que no supe hasta que el banco me llamó después de la muerte de Nick. Les dije que se la quedaran. Y los coches estaban a nombre de Nick, no a mi nombre. Supongo que tu compañía se quedaría con ellos, junto con los muebles y las obras de arte. Yo empaqueté la mayor parte de mi ropa y mis zapatos y los doné a la beneficencia, y mis joyas las vendí para conseguir dinero para el viaje. Solo efectivo, porque sabía que los pagos que hiciese con mis tarjetas de crédito podrían ser rastreados.
–¿Rastreados por mí?
–Sí, pero también por los reporteros, que no dejaban de acosarme, y por la policía, que parecía creer que les daría respuestas distintas cuando me interrogaran por enésima vez.
–Si te hubieras quedado yo podría haber hecho que las cosas fueran más fáciles para los dos, Megan.
Ella sacudió la cabeza.
–Sabía que ni la policía, ni los medios, ni tú me dejaríais tranquila, y lo que había dicho era la verdad; no tenía nada más que decir. Tenía la esperanza de que pensarías que había muerto. Y en cierto modo así fue.
El camarero regresó en ese momento con los platos de ambos. El solomillo estaba increíblemente tierno, pero la ansiedad le había quitado a Megan el apetito. Tomó algunos bocados, mirando de tanto en tanto a Cal, como un ratón que mordisquea nervioso el trozo de queso en una trampa.
Cal había envejecido de un modo sutil en esos dos años. Las facciones se le habían endurecido ligeramente, y su cabello rubio oscuro mostraba ya algunas canas. Era evidente que a él también le habían dolido la traición y el suicidio de Nick y, como ella, estaba lidiando con el dolor a su manera.
–Me estaba preguntando… cuando te presentaste como voluntaria en Zimbabue, en la clínica para enfermos de SIDA, si el director del proyecto sabía quién eras.
–No, era africano, y Zimbabue está muy lejos de San Francisco. En mi pasaporte seguía teniendo mi apellido de soltera, y estaban muy necesitados de una enfermera como para hacer demasiadas preguntas.
–¿Y cuando te enviaron a otros destinos?
–Una vez entré en la lista permanente de voluntarios, prácticamente podía ir donde quisiera. Al principio no me atrevía a permanecer en un sitio mucho tiempo, así que me moví mucho de un sitio a otro. Luego me fui dando cuenta de que parecía que no tenía por qué preocuparme.
–¿Y cuando estuviste en Darfur? ¿Qué ocurrió allí?
Aquella pregunta la sacudió por dentro. Un vago recuerdo se le revolvió en el interior, silencioso y frío como una serpiente,