Incapaz de participar en conversaciones, Erickson se descubrió absorto en los gestos de las manos de los demás, sus cejas elevadas, el timbre de su voz y su súbito cruzar de brazos. Notaba, por ejemplo, qué tan a menudo se hinchaban las venas del cuello de sus hermanas cuando se acercaban a él, lo que delataba el nerviosismo que sentían en su presencia. Sus patrones de respiración mientras hablaban le intrigaban y halló que ciertos ritmos indicaban hastío y eran seguidos con frecuencia por un bostezo. El cabello parecía cumplir una función especial en sus hermanas. Un movimiento muy deliberado para echar los mechones atrás señalaba impaciencia: “Ya oí suficiente, ahora cállate, por favor”. En cambio, un lance más rápido e inconsciente indicaba que estaban absortas.
Atrapado en su lecho, su oído se volvió más agudo. Ahora captaba conversaciones enteras de la otra habitación, donde la gente no intentaba montar un espectáculo agradable ante él. Pronto advirtió un patrón peculiar: rara vez los demás eran directos al hablar. Una hermana podía dedicar varios minutos a dar rodeos, insinuando a otra lo que en realidad quería, como pedirle prestada una prenda o que se le ofreciera una disculpa. Su deseo oculto era indicado claramente por su tono de voz, que hacía énfasis en ciertas palabras. Esperaba que la otra la entendiera y le proporcionara lo que quería, pero a menudo sus insinuaciones eran ignoradas y ella se veía forzada a decir expresamente lo que deseaba. Una conversación tras otra adoptaban este patrón recurrente. Muy pronto, se convirtió en un juego para él adivinar, en el menor tiempo posible, qué era lo que su hermana quería decir.
Era como si, en medio de su parálisis, hubiera cobrado repentina conciencia de un segundo canal de comunicación humana, un segundo lenguaje en el que las personas expresaban algo de lo que escondían en su interior, a veces sin darse cuenta. ¿Qué ocurriría si él pudiera dominar las complejidades de ese lenguaje? ¿Cómo modificaría eso su percepción de los demás? ¿Podría extender sus facultades de interpretación a los gestos casi invisibles que las personas hacían con los labios, la respiración y el nivel de tensión en sus manos?
Meses después, un día en que estaba sentado junto a la ventana en un sillón reclinable especial que su familia había diseñado para él, oyó que sus hermanos jugaban afuera. (Aunque había recuperado el movimiento de sus labios y ya podía hablar, su cuerpo seguía paralizado.) Sintió el vivo deseo de acompañarlos. Como si hubiera olvidado momentáneamente su parálisis, hizo el esfuerzo mental de levantarse y por un breve segundo experimentó una punzada muscular en la pierna; era la primera vez en mucho tiempo que sentía un movimiento en su cuerpo. Los médicos le habían dicho a su madre que nunca volvería a caminar, pero ya se habían equivocado antes. Con base en esa simple punzada, decidió hacer un experimento. Se concentraba en un músculo particular de la pierna, recordaba la sensación que había experimentado ahí antes de su parálisis, e intentaba moverlo con todas sus fuerzas mientras imaginaba que funcionaba otra vez. Su enfermera le masajeaba esa área y poco a poco, con éxito intermitente, comenzó a sentir nuevas punzadas y, luego, un ligero movimiento retornaba al músculo. Mediante este lento proceso reaprendió a pararse, después a dar unos pasos, luego a caminar por su habitación y más tarde a salir, cada vez a mayores distancias.
Gracias a su fuerza de voluntad e imaginación, fue capaz de alterar su condición física y recuperar por completo el movimiento. Reparó en que la mente y el cuerpo operan juntos, en formas que apenas conocemos. Deseoso de explorar más esto, decidió seguir la carrera de medicina y psicología, y a fines de la década de 1920 empezó a practicar la psiquiatría en varios hospitales. Pronto desarrolló un método propio diametralmente opuesto al de otros especialistas. Casi todos los psiquiatras en funciones se concentraban en las palabras. Hacían hablar a sus pacientes, y repasar su niñez en particular, con lo que esperaban tener acceso a su inconsciente. Erickson se centraba, en cambio, en la presencia física de la gente como vía de acceso a su inconsciente y su vida mental. Las palabras solían usarse para encubrir, eran una forma de ocultar lo que sucedía. Él hacía sentir cómodos a sus pacientes y detectaba signos de tensiones escondidas y deseos insatisfechos que escapaban de su rostro, voz y postura. Entretanto, exploraba a fondo el mundo de la comunicación no verbal.
Su lema era “Observa, observa, observa”. Con este fin llevaba consigo siempre una libreta, en la que anotaba todas sus observaciones. Un elemento que le fascinaba en particular era el modo de andar de la gente, quizá como un reflejo de la dificultad que había atravesado cuando reaprendió a usar sus piernas. Veía caminar a la gente en cada parte de la ciudad. Prestaba atención a la pesadez del paso: ahí estaba el andar enfático de quienes eran persistentes y resueltos; el paso ligero de los indecisos; la sueltas zancadas de los perezosos; el andar sin rumbo fijo de quien se perdía en sus pensamientos. Observaba de cerca la oscilación extra de las caderas o al altivo que elevaba la cabeza, en muestra de su gran seguridad en sí mismo. Estaba el andar que la gente asumía para esconder alguna debilidad o inseguridad: la exagerada zancada masculina, el despreocupado arrastrar de pies del adolescente rebelde. Tomaba nota de los inesperados cambios en el andar cuando una persona se emocionaba o se ponía nerviosa. Todo esto le proporcionaba abundante información sobre el estado de ánimo y la seguridad de la gente.
Ponía su mesa al fondo del consultorio para que sus pacientes caminaran hacia él. Reparaba en los cambios en su modo de andar entre antes y después de la sesión. Escudriñaba la forma en que se sentaban, el nivel de tensión en sus manos cuando se agarraban de los brazos del sillón y el grado en que lo miraban de frente mientras hablaban, y en cuestión de segundos, sin necesidad de un previo intercambio de palabras, tenía una detallada interpretación de sus inseguridades y rigideces, claramente indicadas por su lenguaje corporal.
En algún momento de su carrera, trabajó en una unidad psiquiátrica en la que, en cierta ocasión, los psicólogos se encontraban perplejos con un hombre de negocios que había amasado una fortuna y perdido todo a causa de la Gran Depresión. Lo único que este señor podía hacer era llorar y mover continuamente las manos de ida y vuelta, desde su pecho. Nadie entendía la fuente de este tic y no sabían cómo ayudar al paciente. Hacerlo hablar no era fácil ni fructífero. Pero tan pronto como Erickson lo vio, comprendió la naturaleza de su problema: con su gesto expresaba literalmente los fútiles esfuerzos que había hecho para salir adelante y la desesperación que esto le producía. Erickson se acercó a él, le dijo: “Su vida ha tenido muchos altibajos”, y alteró el movimiento de sus brazos para que los desplazara de arriba abajo. El hombre se mostró interesado en este nuevo movimiento y lo adoptó como su nuevo tic.
En colaboración con un terapeuta ocupacional, Erickson puso lijas en cada mano del paciente y colocó ante él una tosca pieza de madera. El hombre se entusiasmó pronto con el pulido de la madera y el olor que despedía mientras la lijaba. Dejó de llorar, tomó clases de carpintería y tiempo después comenzó a vender los elaborados tableros de ajedrez que él mismo tallaba. Cuando Erickson se concentró en su lenguaje corporal y alteró sus movimientos físicos, pudo destrabar su mente y curarlo.
Una categoría que le fascinaba era la diferencia en la comunicación no verbal de hombres y mujeres y el hecho de que esto reflejaba una manera distinta de pensar. Era sensible en particular a las peculiaridades de las mujeres, quizás en respuesta a los meses que había dedicado a observar con atención a sus hermanas. Podía diseccionar cada matiz de su lenguaje corporal. Una vez llegó a verlo una hermosa joven, quien le dijo que ya había consultado a varios psiquiatras pero que ninguno de ellos la había convencido. ¿Él sería el indicado? Mientras ella seguía hablando, sin aludir a la naturaleza de su problema, Erickson vio que se quitaba una pelusa de la manga. Tras escucharla y asentir, le hizo un par de preguntas triviales.
Luego, de forma inesperada, afirmó con gran seguridad que él era no sólo el psiquiatra indicado, sino también el único para ella. Desconcertada por esa actitud tan engreída, ella le preguntó por qué lo creía así, a lo que él replicó que debía hacerle una pregunta más para demostrárselo.
—¿Desde hace cuánto —inquirió— se viste de mujer?
—¿Cómo lo supo? —preguntó asombrado el hombre.
Erickson le explicó que lo había observado cuando se