El peor de los destinos era ser invitado a cenar a su casa y a ver una película a altas horas de la noche. Resultaba imposible negarse a esa invitación, cada vez más frecuente después de la guerra. Por fuera, todo era igual que antes: una íntima y cordial fraternidad de revolucionarios. Pero por dentro era el terror. Ahí, en borracheras que duraban toda la noche (y en las que él consumía bebidas debidamente diluidas), no les quitaba los ojos de encima a sus principales lugartenientes. Los obligaba a beber de más para que perdieran el control. Se deleitaba en el aprieto en que los ponía para no decir o hacer nada que los incriminara.
Lo más grave ocurría al final de la velada, cuando sacaba el gramófono, ponía música y les ordenaba a sus colaboradores que bailaran. Obligaba a Nikita Kruschev, su futuro sucesor como primer ministro, a que hiciera el gopak, una danza extenuante en la que se realiza un gran número de cuclillas y patadas, y que a menudo le provocaba vómito a Kruschev. A otros los hacía bailar juntos en medio de ruidosas carcajadas, a la vista de hombres adultos a los que forzaba a danzar como una pareja. Ésta era la forma última de control: el titiritero que coreografiaba cada uno de sus movimientos.
Interpretación
El gran enigma que plantea el tipo representado por José Stalin es cómo personas tan narcisistas pueden resultar simpáticas y ser influyentes. ¿Cómo pueden relacionarse con los demás cuando es evidente que son tan egocéntricas? ¿Cómo es posible que cautiven? La respuesta estriba en la primera parte de su carrera, antes de que se vuelvan crueles y paranoicas.
Estos sujetos tienen más ambición y energía que el narcisista profundo promedio, y también más inseguridades. La única forma en que pueden moderarlas y satisfacer su ambición es obtener una ración inusitada de atención y validación, lo que sólo puede ocurrir si consiguen poder social en la política o los negocios, algo que suelen garantizarse en una etapa temprana de su vida. Como la mayoría de los narcisistas profundos, son hipersensibles a todo aquello que perciben como una muestra de desdén. Poseen finas antenas sintonizadas con los demás para sondear sus sentimientos y pensamientos; para detectar indicios de falta de respeto. En un momento dado, sin embargo, descubren que esa sensibilidad les permite sondear los deseos e inseguridades de quienes los rodean. Tan sensibles como son, escuchan atentamente, pueden falsear la empatía, aunque lo que los impulsa no es la necesidad de relacionarse, sino de controlar a la gente y manipularla. Escuchan y sondean a fin de descubrir debilidades por explotar.
Su atención no es del todo falsa, pues de ser así no tendría efecto alguno. Sienten camaradería cuando rodean con su brazo el hombro de alguien, pero más tarde impiden que ese sentimiento florezca y se convierta en algo real o más profundo. Si no lo hicieran así, se arriesgarían a perder el control de sus emociones y se expondrían a ser lastimados. Luego de atraer con muestras de atención y afecto, atormentan con la inevitable frialdad subsecuente. ¿Hiciste o dijiste algo malo? ¿Cómo puedes recuperar su favor? Esto último puede ser sutil —manifestarse en una mirada que dura un par de segundos—, pero genera un efecto. Es el clásico estira y afloja de la coqueta que te induce a experimentar de nuevo la cordialidad que sentiste una vez. En combinación con la extrema seguridad que exhibe este tipo de personas, tiene un efecto devastadoramente seductor y atrae seguidores. Los narcisistas de control absoluto estimulan el deseo de acercarse a ellos pero mantener al mismo tiempo una distancia prudente.
Todo se reduce al control. Ellos controlan sus emociones y tus reacciones. En cierto momento, cuando están seguros de su poder, lamentan haber tenido que mostrarse sociables. ¿Por qué habrían de prestar atención a los demás cuando debería ser al revés? Es inevitable entonces que se vuelvan contra sus amigos y revelen el odio y la envidia que siempre estuvieron bajo la superficie. Controlan quién sube y quién baja, quién vive y quién muere. Como crean disyuntivas en las que nada de lo que digas o hagas los complacerá o en las que esto parece arbitrario, te aterrorizan con la inseguridad. Controlan tus emociones.
En un momento dado, incurren por completo en una actitud que se conoce como micromanagement: ¿en quién no pueden confiar ya? Las personas pasan a ser autómatas, entes incapaces de tomar decisiones, así que ellos deben supervisarlo todo. Si llegan a este extremo, acaban por destruirse a sí mismos, porque es imposible desconocer que el animal humano posee voluntad propia. La gente se rebela, aun la más cobarde. En sus últimos días, Stalin sufrió un derrame cerebral, pero ninguno de sus lugartenientes se atrevió a ayudarlo o llamar a un médico. Murió a causa de esta negligencia; todos habían terminado por temerle y aborrecerlo.
Es casi indudable que en tu vida tropezarás con esta clase de individuos, porque debido a su ambición tienden a ser jefes y directores generales, figuras políticas, líderes de sectas. El peligro que representan para ti se condensa en los inicios, cuando aplican su simpatía por primera vez. Ve más allá de ellos a través de tu empatía visceral. El interés que muestran en ti nunca es hondo ni perdurable y siempre le sigue la retirada de la coqueta. Si no te distrae el intento externo del encanto, percibirás esa frialdad y el grado en el que la atención debe dirigirse a ellos.
Examina su pasado. Notarás que jamás han sostenido una relación íntima y profunda en la que hayan expuesto sus vulnerabilidades. Busca indicios de una infancia traumática. El padre de Stalin lo golpeaba sin piedad y su madre era fría e indiferente. Escucha a quienes han visto su verdadera naturaleza y tratado de prevenir a los demás. El predecesor de Stalin, Vladímir Lenin, conoció su letalidad y en su lecho de muerte intentó comunicársela a otros, pero sus advertencias fueron desatendidas. Percibe la expresión de alarma de quienes sirven a diario a estos sujetos. Si sospechas que tratas con uno de ellos, guarda tu distancia. Son como los tigres: una vez que te acerques demasiado, no podrás alejarte y te devorarán.
2. El narcisista teatral. En 1627, la priora de las monjas ursulinas en Loudun, Francia, recibió en el convento a una nueva hermana, Jeanne de Belciel (1602-1665). Jeanne era una criatura extraña. Más bien diminuta, tenía un rostro hermoso y angelical, y una mirada maliciosa. En su convento anterior, sus insistentes sarcasmos le habían valido muchas enemigas. Para sorpresa de la priora, en esta nueva casa Jeanne se transformó. Era un verdadero ángel que ofrecía ayuda a la priora en todas sus tareas cotidianas. Además, tras recibir algunos libros sobre santa Teresa y el misticismo, se embebió en el tema; dedicaba largas horas a hablar de cuestiones espirituales con la priora y meses después era ya la experta de la casa en teología mística. Se le veía rezar y meditar durante periodos prolongados, más que cualquier otra hermana. Ese mismo año la priora fue transferida a otro convento; vivamente impresionada por la conducta de Jeanne y sin seguir el consejo de quienes no tenían tan elevada opinión de ella, la recomendó como su sucesora. De súbito, a los veinticinco años de edad, Jeanne de Belciel se vio convertida en superiora de las ursulinas de Loudun.
Varios meses después, las hermanas de Loudun se enteraron de que a Jeanne le acontecían las cosas más extrañas. Había tenido una serie de sueños en los que un párroco local, Urbain Grandier, la visitaba y abusaba físicamente de ella. Estos sueños eran cada vez más eróticos y violentos. Lo extraño era que justo antes de que comenzaran estos sueños, Jeanne había invitado a Grandier para que fungiera como director espiritual de las ursulinas, cargo que él había declinado cortésmente. En Loudun se consideraba a Grandier un seductor de damiselas. ¿Jeanne tan sólo se estaba entregando a sus propias fantasías? Era tan piadosa que resultaba difícil creer que lo hubiese inventado todo; los sueños parecían reales y muy gráficos. Poco después de que ella empezó a relatarlos, varias hermanas dijeron tener sueños similares. Un día el confesor del convento, el canónigo Mignon, oyó que una hermana contaba uno de ellos. Como tantos otros, Mignon despreciaba a Grandier desde tiempo atrás y vio en esos sueños la oportunidad de acabar con él. Convocó a algunos exorcistas para que se ocuparan de las monjas y pronto casi todas las hermanas reportaban visitas nocturnas de Grandier. Para los exorcistas el asunto era claro: las monjas habían sido poseídas por demonios bajo el control de Grandier.
Para edificación de la ciudadanía, Mignon y sus aliados permitieron que los