Más allá de las diferencias entre estas manifestaciones tan dispares del populismo, este texto pretende abordarlo desde una perspectiva empírica, la cual permita entender mejor hasta qué punto este resulta compatible con la democracia liberal. Se trata de determinar si es posible alcanzar niveles suficientes y deseables de justicia social, así como incluir sectores marginados, todo dentro de la atmósfera democrática, respetando las libertades fundamentales y las instituciones constitucionales. Esta indagación sobre la posible conjugación populismo-democracia tiene una enorme relevancia para América Latina, pues las instituciones han sido históricamente débiles y la democracia cambiante, hasta el punto en que se ha debilitado por una excesiva personificación de la política, entre otros. La historia de la región está íntimamente ligada a la existencia de liderazgos populares, los cuales tomaron la figura de caudillos civiles o militares con un marcado carácter mesiánico (Juan Domingo Perón, Juan Velasco Alvarado, José María Velasco Ibarra, Getúlio Vargas, Joao Goulart y Lázaro Cárdenas, por solo reseñar algunos). En la contemporaneidad de América Latina el populismo se ha convertido en una cultura política, así como en una forma dominante de discurso y de movilización social.
De forma particular, el populismo (o algunos de sus rasgos más protuberantes) ha sido una práctica constante y condicionante de las grandes trasformaciones del Ecuador. Se puede constatar desde la Revolución Liberal de Eloy Alfaro, entre 1895 y 1912, pasando por la democratización de la política en algunas de las administraciones de José María Velasco Ibarra, ícono del populismo histórico ecuatoriano (1934-1935, 1944-1947, 1952-1956, 1960-1961, 1968-1972), y llegando hasta los albores del siglo XXI, con la transformación radical de Rafael Correa en el marco de la Revolución Ciudadana, este último, objeto central del libro.
Desde el establecimiento de la democracia, en 1979, el país vivió una suerte de desilusión, ya que el régimen no llenó las expectativas que había despertado durante la corta transición. En consecuencia, transcurridos apenas unos años desde dicha instalación democrática, Ecuador terminó convirtiéndose en el país más inestable de la zona, situación observable de forma clara entre 1996 y 2006, cuando ningún presidente elegido por voto popular fue capaz de terminar con su mandato de cuatro años. Durante dicho lapso, nueve presidentes se sucedieron en el Palacio de Carondelet (sede oficial del Gobierno ecuatoriano); la noche del 6 de febrero de 1997, la inestabilidad alcanzó el paroxismo cuando el país tuvo tres mandatarios, Jamil Mahuad, Rosalía Arteaga y Fabián Alarcón (desde entonces, se le conoce como la Noche de los Tres Presidentes). Ahora bien, vale la pena preguntarse por el significado de dicha inestabilidad, pues no implica una cultura política contraria a la democracia. Es más, semejante turbulencia puede demostrar que la población ecuatoriana está dispuesta a defender la democracia y que existe un control político ciudadano con altas dosis de eficacia. En efecto, en las destituciones de Jamil Mahuad, en 2000, y de Lucio Gutiérrez, en 2005, las manifestaciones populares fueron clave.
La llegada de Rafael Correa al poder en 2007 (elegido en 2006) significó una transformación profunda e inédita de la política ecuatoriana. El país no solo superó el periodo de inestabilidad crónica, sino que un sector considerable de la población reconocería que, durante sus diez años de gobierno, se produjeron avances sustanciales en el plano democrático, especialmente en lo que se refiere al carácter participativo del sistema político. Desde que anunció su candidatura, Correa se presentó como un outsider, pues no contaba con una trayectoria política y su única experiencia durante el Gobierno interino de Alfredo Palacio había sido más bien atropellada y, en consecuencia, terminada abruptamente. Además, provenía de la academia ecuatoriana, desde donde había hecho duras críticas al Gobierno de Mahuad por haber emprendido la dolarización, a su juicio, “el peor error en la historia económica del país, además de irreversible”; así mismo, estaba en contra de gobiernos como el de Lucio Gutiérrez, que negaban la existencia de la ideología a la hora de administrar la política económica. Pero, sin duda, el objetivo más frecuente de sus críticas, muchas veces virulentas, fueron los partidos políticos tradicionales, a quienes Correa endilgaba todo el peso de la responsabilidad por el supuesto fracaso del modelo político ecuatoriano. Correa se refería peyorativamente al establecimiento político en manos de estos como una partidocracia, noción que luego se convirtió en la esencia del correísmo y en la antítesis de su propuesta democrática. A partir de estos hechos, Ecuador vivió una refundación, que se puede observar especialmente entre 2008 y 2011, cuando las reformas alcanzaron los máximos niveles de intensidad. Como resulta obvio, la oposición vio en dicho intento refundacional una preocupante deriva autoritaria.
¿Cómo entender que, a diferencia de sus antecesores, Correa haya podido llevar a término su mandato? ¿Se pude afirmar que Ecuador profundizó su democracia en los diez años en los que estuvo en el poder? Y lo más relevante, tomando en cuenta la ambición del presente texto: ¿cuál ha sido el efecto de este populismo radical, al que apeló Correa, sobre la consolidación democrática ecuatoriana? Estos interrogantes evocan la relación compleja entre populismo y régimen democrático, particularmente en las denominadas democracias jóvenes1 (Huntington 1996b, 18). Entre 2008, fecha de la nueva Constitución impulsada por Rafael Correa, y 2011, cuando se llevó a cabo una consulta popular que profundizó el proceso refundacional, la participación ciudadana se reforzó; no obstante, es posible identificar amenazas contra la democracia como consecuencia de un inocultable hiperpresidencialismo, pues una de las principales características fue la omnipresencia del jefe de Estado en los medios de comunicación, intimidando a varios sectores opositores o críticos del Gobierno, especialmente a la prensa y a partidos políticos disidentes. De esta forma, se llega a un balance bastante ambiguo en términos democráticos, por las críticas de sectores que vieron en esta práctica populista de Correa una fundada amenaza contra la democracia. Se trata de cuestionamientos válidos y que además coinciden temporalmente con la opinión de sectores liberales en Estados Unidos y Europa, los cuales han visto en el populismo de extrema derecha la amenaza más significativa de los últimos años respecto de la democracia liberal-representativa y el riesgo del debilitamiento progresivo de conquistas como algunos de los derechos humanos.
Ahora bien, en la historia de América Latina el populismo, como práctica, ha puesto bajo la lupa aspectos desatendidos de la democratización. Dicho de otro modo, el populismo ha desnudado debilidades, contradicciones y paradojas en el complejo proceso de la consolidación democrática. ¿Es posible siquiera considerar que el populismo es un elemento constitutivo de la democracia en algunos contextos? ¿Es legítimo apelar a su uso para consolidar la democracia dentro de los llamados regímenes jóvenes? ¿En qué circunstancias el populismo afecta o beneficia a la democracia? Estas preguntas implican volver al debate que se pensaba superado, entre la democracia formal y real, dimensiones que en la práctica deberían ser indisociables.
La consolidación democrática: una asignatura pendiente
A estas dificultades para entender el populismo se suma aquella de comprender la evolución de la democracia en América Latina, concretamente en la región andina, en los últimos años. Uno de los retos de la ciencia política contemporánea ha consistido en escribir sobre la democracia hoy en día preservando la originalidad, una tarea que parece complejizarse al compás de la aparición de una abundante literatura al respecto. A este propósito, Philippe Braud considera que debe existir “cierto grado de inconsciencia para escribir sobre la democracia […] habida cuenta de la extraordinaria profusión de textos que le han sido consagrados” (2003, 7). Los estudios sobre la democracia en América Latina son numerosos y vale la pena citar como ejemplos representativos los informes que apoya el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En 2004, se lanzó el reporte La democracia en América Latina: hacia una democracia de ciudadanos y ciudadanas, documento que contuvo un diagnóstico bastante equilibrado sobre el estado de la democracia en la zona, con un catálogo de estadísticas y análisis bastante completo (PNUD 2004). En años posteriores, la Universidad de Vanderbilt ha asumido la gestión y redacción del informe, al que se conoce como Latinobarómetro, en el marco del Proyecto de Opinión Pública de América Latina.
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