Cuando se empezó a discutir en el Parlamento la posibilidad de la igualdad de los derechos de propiedad para las mujeres en el contexto de la aprobación del Código Legal Hindú, M. A. Ayyangar estalló invocando una imagen terrible: «¡Que Dios nos ampare de tener un ejército de hijas solteras!». Por supuesto, tenía razón: la única manera de salvaguardar los arreglos del patriarcado es manteniendo a las mujeres excluidas del acceso a la propiedad y en una situación de dependencia respecto de sus padres, hermanos y maridos. Al menos Ayyangar fue honesto, a diferencia de nuestros encantadores patriarcas del siglo XXI.
En mi opinión, las leyes personales de sucesión y de propiedad, como la Ley de Sucesión Hindú, representan un punto de conflicto entre los imperativos del Estado y los de la familia. El Estado moderno requiere legibilidad para poder movilizar recursos en pos de la industrialización capitalista, es decir: debe tener la posibilidad de «ver» y reconocer las formas de propiedad existentes. En vistas de este objetivo, el establecimiento de derechos individuales de propiedad es crucial. Todas las formas de propiedad tienen que devenir completamente alienables y transparentes para el Estado, ya que este proceso es esencial para la transformación capitalista de la economía. La familia, por otra parte, tiene sus propios imperativos de control de los apellidos, la descendencia y la herencia: un proyecto que desbaratan los derechos individuales de propiedad. A la luz de esto, es necesario que veamos el proceso de concesión gradual de derechos de propiedad a las mujeres en el derecho hindú como algo más que un simple triunfo de las demandas feministas: representa también el establecimiento para la comunidad hindú de un régimen de propiedad burgués, al menos en principio, que hace de la tierra un bien completamente alienable por cada uno de sus dueños individuales. En el clima político actual, caracterizado por una resistencia generalizada a la adquisición de tierras por parte del gobierno, este es un logro considerable para el Estado, porque siempre es más fácil presionar o tentar a propietarios individuales que a comunidades para que vendan terrenos.
En este contexto debemos entender las críticas de la jurista y activista feminista Nandita Haksar a algunas iniciativas feministas que demandan derechos individuales de propiedad para mujeres tribales en detrimento de los derechos comunitarios. Desde su punto de vista, estas iniciativas no comprenden el complejo entramado de prácticas que constituyen la cosmovisión tribal de la propiedad y su posesión. Haksar recalca la urgencia de que en el interior de las comunidades tribales se pelee por instaurar unas nuevas costumbres más igualitarias, en lugar de introducir a la fuerza, de arriba abajo, derechos individuales de propiedad (Haksar 1999).
El proceso de uniformizar la multiplicidad de prácticas que estaban presentes en las comunidades «hindúes» se justificó muchas veces alegando que representaba un paso necesario hacia un código civil uniforme para todas las comunidades. Sin embargo, entre las cuatro leyes aprobadas figuraba la Hindu Minority and Guardianship Act (Ley Hindú sobre la Minoría de Edad y la Tutela) de 1956, que representó un paso atrás respecto de la aplicación de la ley secular a todas las comunidades. Excluyó a los hindúes del alcance de la Guardians and Wards Act (Ley de Guardianes y Tutores) vigente desde 1890, que hasta entonces era aplicable a todas las comunidades. La novedad de esta ley es el establecimiento de un aspecto de los «shastra hindúes», «el padre como guardián natural», como ley aplicable a todos los hindúes, mientras que, bajo la legislación anterior, los guardianes designados por los tribunales prevalecían por encima de la idea «shástrica» del «padre como guardián natural» (Sinha 2007). Las tutelas decididas por los tribunales tendían a ratificar a los guardianes de hecho: en la mayoría de los casos, las madres (Kishwar 1994). Así, esta ley reforzó el peso de los «shastras» para los hindúes por encima de las leyes seculares al tiempo que desempoderó a las madres hindúes.
Más adelante se dio un nuevo caramelo a los varones hindúes: la única ley secular del matrimonio, la Special Marriage Act (Ley Especial del Matrimonio), fue enmendada para eximir a los varones hindúes de sus cláusulas de propiedad más igualitarias para ambos géneros y darles la protección de la Ley de Sucesión Hindú. (Los políticos de la derecha hindú acostumbran a decir que con acciones como esta «se apacigua a las minorías»; me parece a mí que a quienes se apacigua siempre es a los varones de todas las comunidades.)
Los últimos vestigios de la matrilinealidad nair, que había sido gradualmente deslegitimada, se acabaron de erosionar con la Ley de Sucesión Hindú de 1956. La historiadora Praveena Kodoth ha señalado que esta desposesión de derechos a las mujeres se produjo en el contexto de una narrativa de progreso histórico y el emergente discurso de los derechos individuales. Esto es, el fin de los derechos exclusivos de las mujeres nair a la propiedad natal bajo la matrilinealidad fue presentado de forma impecable en el lenguaje de los derechos, enfrentando los derechos de «la esposa» con aquellos de «la hermana» del varón nair; por supuesto, jamás se consideró la posibilidad de que el sujeto de los derechos fuera la propia mujer nair (Kodoth 2001).
Mi madre suele contar una historia sobre nuestro pasado matrilineal: a los ocho años, su hermano, mi tío materno, a principios de la década de 1940, estaba sentado estudiando su manual de inglés elemental, balanceándose hacia atrás y hacia delante mientras musitaba en voz alta «familia significa esposa e hijos, familia significa esposa e hijos». Su abuela, al oírlo, se indignó. Gritó por toda la casa: «¿Son estos los disparates occidentales que les enseñan a los niños en la escuela en esta época? Familia significa hermanas y sus hijos. No me extraña que los tharavadus estén cayendo uno detrás del otro…». Con tristeza, se enfrentaba a un mundo en que los hermanos abandonaban a sus familias, a sus hermanas, a sus sobrinas y sobrinos; un mundo en el que una mujer no tenía nada a menos que fuera la esposa de alguien. Para ella, el tharavadu era la institución natural; era la familia nuclear patriarcal lo que le parecía una excentricidad de Occidente.
A lo largo de un período de cerca de medio siglo, estos procesos a nivel nacional permitieron que la familia en su forma actual pareciera natural e inmutable. Las tres características interrelacionadas de esta familia «india» son el patriarcado (el poder se distribuye en jerarquías de género y edad, pero con los varones jóvenes en una posición predominante sobre las mujeres de más edad), la patrilinealidad (la propiedad y el apellido pasan de los padres a los hijos varones) y la virilocalidad (la mujer se muda a la casa de su marido).
En esta configuración es clave la virilocalidad patrilineal que, al aislar a las mujeres de todas sus redes de apoyo previas, las deja enteramente a merced de las familias de sus maridos.
En este contexto, nos encontramos con un acontecimiento significativo: recientemente se difundió que la Comisión para la Mujer del Estado del Punyab había publicado