Esto sin mencionar las humillaciones a las que se las somete de manera rutinaria. He visto muchas veces en restaurantes de Delhi la imagen lamentable de mujeres jóvenes, claramente criadas a cargo de niños pequeños, que permanecen en pie durante todo el tiempo que tardan sus patrones en comer, listas para hacerse cargo del bebé en cualquier momento, sin que se les ofrezca siquiera un vaso de agua. Los miembros de una de estas coquetas parejas que vi podrían haber sido tranquilamente estudiantes en Estados Unidos, donde, si alguna vez hubieran tenido que dedicarse a cuidar niños para cubrir sus gastos, habrían esperado nada menos que ser tratados con dignidad. Este desprecio hacia quienes realizan un trabajo manual esencial está profundamente vinculado a la diferencia de castas y es una parte fundamental de la mentalidad de las clases medias indias pertenecientes a las castas superiores, cuyas credenciales «progresistas» tienden a manifestarse únicamente en permitirle al barrendero dalit entrar en la cocina a lavar sus platos sucios.
Antaño, el sirviente de la familia feudal al menos podía esperar una protección general en tiempos de escasez, mientras que el criado moderno a lo sumo puede aspirar a recibir pequeños préstamos para emergencias personales, a ser descontados luego de la miseria que cobra. Por otro lado, un contrato de trabajo capitalista podría ser un poco más digno que la situación feudal, puesto que ambas partes acuerdan mutuamente una serie de términos y condiciones. También puede ser más alienante que el lazo feudal conservado por generaciones y generaciones, al no proveer ningún vínculo humano más allá de los límites del contrato, pero, al menos en principio, es más equitativo. El sirviente indio no conoce ni la red de seguridad del siervo feudal ni la igualdad formal del contrato capitalista: soporta al mismo tiempo la humillación de la jerarquía feudal y la explotación fría del capitalismo.
El aislamiento sufrido por las jóvenes criadas internas es aterrador: llegan de lugares distantes a grandes ciudades como Delhi y Bombay, muchas veces no conocen el idioma local, su único entorno son las casas en las que trabajan, y el trato con sus empleadores, que pasan fuera de casa casi todo el día, es su única interacción humana, y el calificativo «humana» no sería aplicable en la mayoría de los casos. Solo cuando hay agencias eclesiásticas involucradas en la contratación existe algún tipo de supervisión del trato que los empleadores dan a las criadas.
La crisis que enfrentan las clases medias en muchas ciudades de la India, y en estados como Kerala en los que pueden encontrarse trabajos mejor pagados en otros sectores, es que cada vez hay más escasez de personal doméstico. El trabajo doméstico se ha convertido en la opción menos elegida entre los trabajos manuales. De ahí, tal vez, la reciente avalancha de articulistas en publicaciones en lengua inglesa que se explayan en ocurrentes columnas y artículos basados en entrevistas sobre las excentricidades de una u otra criada en particular, las dificultades para encontrar una «buena» criada o niñera o el hecho de que este ámbito se haya convertido en un «mercado de vendedores». Es revelador que nunca encontremos entrevistas con las propias criadas. Puede haber una fotografía de una criada de rodillas, fregando el suelo; o en una caricatura pícara y tierna, agitando una escoba, pero ¿qué tiene ella que decir? No lo sabemos.
Una voz extraordinaria de una empleada doméstica a la que sí tenemos acceso es la autobiografía de Baby Halder, originalmente escrita en bengalí y luego traducida a varios idiomas, incluyendo el inglés como A Life Less Ordinary (2006) (en español se publicó en 2009 con el título de Una vida menos ordinaria). Es el relato simple y sin sentimentalismos de una vida de pobreza extrema y explotación por una serie de empleadores, hasta que la autora llegó a trabajar para el profesor retirado que la alentó a escribir. Necesitamos muchas más voces de este tipo en la esfera pública para quebrar la complacencia de las clases medias indias.
Las otras personas ausentes en los artículos sobre sirvientes mencionados con anterioridad son los varones de clase media. Normalmente, las entrevistadas son lo que se llama «mujeres que trabajan», es decir, que perciben un salario por trabajar fuera del hogar. Y porque hacen eso, no pueden realizar su verdadero trabajo de cuidar de sus casas y sus familias de forma gratuita. De modo que deben pagar a otras mujeres (y a veces, a otros varones) para hacer un trabajo que ellas mismas harían gratis. Pero sus maridos, los padres de esos hijos e hijas, no tienen nada que ver con todo esto: ellos tienen que ocuparse de sus vidas. Y de ahí las historias desgarradoras de las mujeres: tuve que pedirle al chófer que cuidara a mi bebé porque no podía saltarme una reunión importante, tuve que perderme una reunión importante porque la niñera no apareció. Mientras tanto, los proveedores de esperma jamás se pierden ninguna reunión, por muy trivial que sea.
Esto explica por qué los empresarios no quieren contratar mujeres (excepto para cuidar a sus hijos): porque siempre tienen problemas «de sirvientes». Y es que son las mujeres, y no los varones, quienes supuestamente emplean a los «sirvientes».
Recientemente, dos empresarias de éxito escribieron columnas periodísticas sobre la necesidad de tratar a las criadas como empleadas, pagarles bien, tratarlas con dignidad y darles los mismos beneficios y facilidades que una misma esperaría como empleada. Si no lo haces, advierten a las mujeres, debes prepararte para ser ineficiente en tu propio trabajo, porque tu marido jamás va a involucrarse en este asunto (Bijapurkar 2011; Kalra 2011). Básicamente, el trabajo mal pagado de las empleadas domésticas viene a mitigar el conflicto conyugal que podría generar la injusta división sexual del trabajo.
Si este es el caso, entonces el salario que se le paga a cualquier empleado varón incluye de hecho un elemento oculto, el costo de este trabajo, sea remunerado o realizado de forma gratuita por su esposa. Porque ese empleado no podría ir a trabajar todos los días si estas tareas quedaran sin hacer. Y en el largo plazo nadie trabajaría si no hubiese quien se dedicara a criar a los niños y niñas hasta que alcanzan la edad adulta. Es el argumento que vienen esgrimiendo las feministas hace años: si las mujeres dejaran de hacer este trabajo no remunerado, o de encargarse de que se haga, los sistemas económicos se detendrían en seco. Toda la economía se cimienta en el trabajo no remunerado de las mujeres.
Existen varias agencias privadas y eclesiásticas que regulan la demanda de ayuda doméstica, las primeras con ánimo lucrativo y las segundas de modo gratuito. Las agencias privadas tienden a priorizar las necesidades de «seguridad» y «formación» de la clase media, antes que los intereses de las trabajadoras; las agencias de las iglesias, en cambio, establecen algunas condiciones laborales mínimas, como un día libre semanal. Más significativa es la aparición, desde los tardíos años 1980 hasta la actualidad, de sindicatos de empleadas domésticas en varias partes del país, incluyendo Bangalore, Pune y Delhi, los cuales han intentado presionar al Estado y a los gobiernos centrales para que aprueben leyes que regulen sus salarios y sus condiciones laborales. En una convención celebrada en 2011, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) decidió adoptar una serie de estándares internacionales para mejorar las condiciones laborales de los trabajadores domésticos en todo el mundo. A partir de esto, el Gobierno de Karnataka aprobó una legislación que estipulaba los salarios mínimos para trabajadores domésticos. El Consejo Consultivo Nacional de India propuso hacer que los sirvientes domésticos, tanto internos como a tiempo parcial, quedaran amparados por la Minimum Wages Act (Ley de Salarios Mínimos) y otras regulaciones laborales, como la jornada laboral de ocho horas, las vacaciones pagadas y la baja por maternidad. Se trata de una iniciativa alentadora, aunque los mecanismos de implementación todavía no están claros.
No obstante, este tipo de proyectos sigue ubicando el trabajo de crianza en el interior de cada hogar y deja a la criada a merced de cada empleador individual. ¿Por qué no diseñar una legislación que haga que la provisión de guarderías sea una responsabilidad de los lugares de trabajo? Así, los cuidadores de niños serían empleados de las empresas o del Gobierno, del mismo modo que lo son los padres, se generaría empleo, aumentaría la productividad y los niños y las niñas estarían a una distancia segura de sus padres y madres. Por supuesto, las feministas tendríamos que formular entonces otra pregunta: ¿qué pasa con los hijos y las hijas de estos cuidadores? En otras palabras, lo que se necesita son redes cada vez más amplias de cuidados de niños y niñas. Esta es una responsabilidad social: no debería ser una responsabilidad de cada mujer, ni siquiera de cada familia3.