Philomena era la asistenta. Como no iba los fines de semana, difícilmente podía ser uno de sus ligues.
–¿Te está dando mucha lata nuestra sobrina? –preguntó esperanzada. Si ya se estaba quejando, no resultaría difícil persuadirlo para que se la cediera.
–Incluso a las mejores madres sus hijos les parecen una lata a veces –replicó con sequedad–. Entra, Roxy, te enseñaré tu habitación. Verás a Emma más tarde. Está dormida y no quiero despertarla sin necesidad.
Roxy se mordió la lengua, tentada de protestar. Hacía bien en no despertar a la niña, aunque su motivo resultara un poco sospechoso.
Mientras cerraba la puerta tras ella Cam examinó su rostro durante unos segundos desconcertantes. Contuvo el aliento mientras le agarraba la barbilla con sus dedos fuertes y tibios para levantarle la cara.
–Es cierto que hicieron un buen trabajo –afirmó con sarcasmo, sin un atisbo de compasión–. Aunque no sé por qué demonios preferiste hacerte la cirugía estética en lugar de estar aquí consolando a tu padre y a la hija de tu hermana. Estoy desconcertado y, sinceramente, disgustado.
–¿Crees que…?
–De acuerdo, estuviste en el hospital por un virus, pero no niegues que aprovechaste la oportunidad para hacerte algunos retoques mientras te recuperabas en aquel hospital de Los Ángeles.
–¿Quién te dijo eso? –consiguió preguntar con la respiración agitada por la furia.
–Tu padre… No, fue Blanche. Blanche interrumpiendo al pobre George, como siempre –contestó. Opinaba lo mismo que ella sobre Blanche–. Me explicó con claridad que te estabas haciendo la cirugía en la cara.
–No me hice la cirugía estética en la cara –protestó malhumorada–. Me hicieron microcirugía para cerrar una herida. Era de esperar que Blanche lo tergiversara todo.
–¿Microcirugía? ¿Una herida? ¿Dónde? –preguntó levantando una ceja. Otra vez tuvo que sufrir su examen.
–En la boca, en el labio inferior. Tropecé con el bordillo de la acera al salir corriendo de un coche para entrar deprisa en una tienda en Los Ángeles. Me caí de cabeza sobre un macetero de hormigón.
–¿Estabas de compras en Los Ángeles después de saber que tu hermana había muerto? –preguntó moviendo la cabeza con una mirada gélida–. Tu padre te envió un fax urgente mientras estabas en el norte de México. ¡Seguramente no tenías ninguna prisa por volver a tu casa!
–¡Recibí el fax de mi padre tres semanas después de que lo mandara! Estaba en un campamento en una zona remota del norte de México en aquel momento. El correo no funciona muy bien en esa parte del mundo. Para entonces ya había sido el funeral. Estaba desolada por no haber podido asistir.
Cam la miró con escepticismo.
–Como total ya te lo habías perdido, decidiste que no había prisa –atacó con un tono hiriente que cortaba como un cuchillo.
–Tenía prisa, ¡ese fue el problema! Un estadounidense de nuestro equipo se ofreció a llevarme hasta el aeropuerto de Los Ángeles. Íbamos de camino hacia allí cuando se me ocurrió parar para comprarle un muñeco a Emma –explicó. Cuando Cam miró el oso de peluche ella meneó la cabeza–. Este lo compré ayer en el aeropuerto de Los Ángeles. Después de mi estúpida caída terminé en el hospital operada de un corte en el labio. Y dos días después me atacó un virus que debía de haber agarrado de México.
Mientras se detenía para respirar advirtió que los ojos de Cam habían perdido el brillo gélido, aunque no del todo. El que hubiera estado fuera tanto tiempo obviamente actuaba en su contra.
–¿Fue tan grave que tuviste que quedarte en el hospital otras tres semanas?
–¡Sí! Me dejó completamente fuera de combate. Tuve una fiebre atroz, estuve delirando durante días y me quedé muy débil durante más tiempo. Y además, por culpa de la operación no podía ni hablar.
–Tus cirujanos son dignos de recomendación –afirmó observándole la boca–. No queda ni rastro de un arañazo o un hematoma. Se diría que nunca te ha pasado nada.
Frunció el ceño. ¿Seguía sin creerla?
–Me operaron por dentro de la boca, por eso no queda ninguna señal. Y la hinchazón y el hematoma tuvieron tiempo de desaparecer gracias a aquel horrible virus. La boca ya está bien. Perfecta. Y yo me siento recuperada.
No quería que creyera que seguía estando débil y que era incapaz de cuidar de su sobrina.
–Sigues estando algo pálida… y muy delgada, pero si ya te sientes bien, fenomenal –concluyó. Agarró la bolsa y se dio la vuelta, librándola al fin de su mirada escrutadora–. Vamos Roxy… Ven a acomodarte.
Capítulo 3
CAM NO habló mientras la guiaba hacia el ala de los invitados. Roxy pensó, dándole el beneficio de la duda, que no quería arriesgarse a despertar a la niña.
Al mirarlo por detrás recordó la primera vez que lo había visto, mientras permanecía ante el altar junto a su hermano esperando a que Serena y la madrina se reunieran con ellos. Roxy había sido la madrina y Cam el padrino.
Solo se les veía la espalda. Cam, el hermano mayor, le sacaba media cabeza al novio y tenía los hombros más anchos que su hermano. Su cabello oscuro y brillante contrastaba con el de Hamish, rojizo y tieso. Al ver al hermano de Hamish, que iba a ser su acompañante aquella tarde, había estado a punto de caerse en mitad del pasillo. Había resbalado ligeramente con aquellos tacones de aguja a los que estaba tan poco acostumbrada.
Había intentado no mirarlo después de aquello, pero su imagen se le había quedado grabada. Había respirado profundamente varias veces preguntándose cómo podía alguien prendarse tanto de un hombre con solo verlo por detrás. Normalmente no sentía más que desprecio por los mujeriegos, como se rumoreaba que era Cam.
Ninguna mujer estaba a salvo con Cam, había bromeado Hamish. Ninguna mujer podía resistirse a él.
¿Ninguna? El reto había estimulado a Roxy.
Cam Raeburn necesitaría algo más que una espalda ancha y un cabello bonito para captar su atención más de dos minutos, había pensado ingenuamente aquella vez.
¡Ja! ¡Había caído como una oveja en el matadero!
No había estado cara a cara con él hasta que habían entrado en la sacristía después de la ceremonia para firmar en el registro.
–Debo decir que eres toda una sorpresa, Roxy.
La mirada cálida de color miel de Cam y su media sonrisa habían amenazado con derretirla allí mismo… hasta que cayó en la cuenta y se puso en alerta. ¿Una sorpresa? ¡Más bien una decepción! Sin duda había imaginado una belleza alta de ojos oscuros como Serena. A no ser que Hamish le hubiera advertido de que era la hermana bajita, un poco masculina y nada elegante; y allí estaba ella, elegante por primera vez en su vida con un vestido tan azul como sus ojos.
Ella lo había observado con frialdad sintiendo que se le nublaba la vista ante el impacto de su mirada. Sus ojos, más oscuros que los de su hermana, eran como ópalos brillantes llenos de fuego y luz. Había tenido que humedecerse los labios antes de examinarlo entero: sus espesas cejas negras, la nariz recta, el seductor hoyuelo en la barbilla, aquella mandíbula cuadrada.
Finalmente pudo hablar, levantando la barbilla para preguntarle con dulzura:
–¿Acaso