Pasamos a un patio típico de letra de tango, con piso de ladrillo y gallinero en el fondo. A un costado estaba el “consultorio”. Al ratito cayo la mujer, preparó la palangana con agua para lavarse después de cada relación y comenzó a atender. Sentados en las sillas de mimbre parecíamos los clientes de una peluquería de barrio un sábado a la tarde. Por eso Joaquín, cuando le tocó el turno, se sacó el saco y dijo:
Bueno, vamos a cortarnos el pelo. Nos reímos, era la figura exacta.
Ese hubiese sido mi debut sexual, pero no lo fue. No quise pasar, yo me había establecido una rígida norma moral: no tendría relaciones con ninguna prostituta que fuese madre de hijos varones. Me veía en el lugar de esos chicos y pensaba como me sentiría yo si mi propia madre hiciese eso, así que preferí aguantarme la calentura y esperar que se diera otra oportunidad.
La militancia
Un proyecto de santo
La culpa fue del cura hijo de puta ese y de mi abuela. Creo que ellos fueron los responsables de que yo, a eso de los 19 años, me metiera a militante revolucionario como quien se mete en un monasterio, dispuesto a sacrificar el resto de su vida y aún la vida misma por una obligación moral de servicio a dios y a la humanidad.
Nunca pensé seriamente en ser cura pero muy lejos no le anduve, a pesar de que el ateísmo en mi casa, acá en La Plata, era casi una religión. Mi madre y mi abuelo por un escepticismo visceral, mi padre por racionalidad matemática y mi abuela por pragmatismo, ninguno creía en dios. Aun así me bautizaron en la catedral, pero después de eso no creo haber pisado una iglesia hasta los cinco años. Esa edad tenía más o menos cuando llegamos por primera vez a Venezuela y mi abuela Amelia me convirtió en una especie de monaguillo “honoris causa”, acompañante de cuanta procesión hubiera en Barquisimeto y alrededores. No sé cómo, pero en poco tiempo despertó en mí un misticismo casi fanático.
Mi abuela Amelia era en realidad mi bisabuela, pero para mi padre era “mi mamá” y profesaba por ella una devoción casi religiosa. La abuela era la matriarca de una familia prolífica y reputada, que había conocido mejores épocas. Mi bisabuelo, un negro emprendedor y autoritario, era dueño de una de las tierras más ricas del Yaracuy, hoy en día convertidas en el embalse por donde cruza indiferente la carretera a Caracas. La pequeña fortuna se completaba con la quincalla más importante de Chivacoa, que convertía a los Asuaje en potentados de aquel pueblucho lúgubre y aburrido; cuyos hombres tenían como únicos motivos de atracción el aguardiente, los gallos y los toros coleados. Las mujeres del pueblo pasaban sus días amasando arepas y maledicencias tras el adobe truculento de las paredes. De vez en cuando salían para ir a misa, a las procesiones o a los entierros. El holocausto de una piara de marranos bien gordos, habría sido la causa de la debacle familiar. Terco, necio, o simplemente desafortunado, el abuelo no hizo caso de las advertencias y se largó con su capital porcino por la serpentina ardiente de la carretera, una culebra polvorienta zigzagueando entre los cañaverales. El sol despiadado del trópico cocinó el cerebro de los pobres animales y convirtió a esa carga de morrocotas de oro en un cortejo agonizante y pestilente. Aquellos proyectos de perniles y jamones suculentos terminaron al anochecer en un ejército de cadáveres hediondos e inservibles, que apestaron al Yaracuy por varios días. Con ellos entró en descomposición la pequeña fortuna de los Asuaje y la familia entera se mudó a Barquisimeto, en busca de nuevos horizontes.
La ciudad de los crepúsculos, cuando llegó la familia, era una apacible capital provinciana, abarrotada de iglesias y arrullada por una serenata sempiterna de violines y de arpas. Una antigua ciudad colonial entre cerros desolados, de casas bajas y zaguanes umbríos junto a un río ceniciento. En sus noches las comadres rezaban ante los altares y las orquestas desgranaban valses, golpes y joropos en las fiestas o al pie de las ventanas de las novias. Allí la abuela Amelia pudo dedicarse intensamente a su vocación religiosa, repartida entre la caridad y las oraciones. Así se fue cubriendo de un aura de santidad que convertía su palabra en una sentencia irrefutable. Dueña de una paciencia inconmovible y una generosidad desbordante, cuando murió el marido se convirtió en el sostén espiritual de los 9 hijos y del nieto, mi padre, a quien había criado como a un hijo más, como más que a un hijo. Porque era su predilecto y ella para él era la persona que más amaba en el mundo. Y nosotros, por ser hijos de él y por venir de tan lejos, nos convertimos rápidamente en su debilidad. En especial yo, por ser el mayor y el que más rápido se adhirió a su catolicismo militante, en un país donde la religión se manifestaba de una manera mucho más vívida que en la Argentina.
La vieja casa de la carrera dieciocho, era, en vida de ella, una especie de sucursal de la catedral de Barquisimeto. En una de las paredes la imagen del Sagrado Corazón de Jesús tenía sus velas siempre encendidas; en la otra la Virgen María custodiaba una totuma repleta de medios y de lochas para entregar a los mendigos que acudían incesantemente. Mi madre siempre recuerda la vez que atendió ella el llamado del timbre y depositó, como la cosa más natural del mundo, una moneda de un Bolívar en la mano del menesteroso. El hombre miró la moneda y la miró a ella como no pudiendo creerlo. Era mucha plata para un pordiosero: la caridad tenía límites muy precisos, y muy estrechos. El objetivo no era que los pobres dejaran de serlo, sino que siguieran existiendo, para que los buenos católicos pudiesen ganarse el cielo practicando su cotidiano acto de beneficencia.
Obviamente, yo no estaba para cuestionamientos ideológicos en ese tiempo. Estaba deslumbrado por Jesucristo, el hijo de dios, que siendo padre vive y reina y bajó a la tierra para salvarnos del fuego eterno y la virgen María que sin pecado concibió y que es la madre del hijo que es también el padre y que es tan buena y que cocina hayacas para su hijo en Navidad, que no es su hijo porque es el hijo de dios y que no son hayacas porque eso allá no existía pero no importa, eso culpa de Colón que se tardó tanto en descubrirnos y por eso el niños Jesús se privó de comer hayacas el día de su nacimiento y que es pecado mortal matar y mentir y no se cuantas cosas más y que por eso dios lo va a castigar a uno, pero que si uno se porta bien y va a misa y reza sus padrenuestros y sus avemarías y se confiesa y toma la comunión y no comete pecados mortales, entonces uno se salva y se va al cielo que es lo que vale la pena y que mire Jorgito, que cuando se vaya para la Argentina no se olvide de rezar siempre y de pedir por su papá y que bendición abuela y que dios me lo bendiga y me lo favorezca. Y ahí yo, ayudándola a prenderle velas a los santos, rezando con ella en la iglesia, acompañándola a las procesiones. De las procesiones, precisamente, tengo un recuerdo vago y vívido que perdura con la fuerza de una sensación indeleble y reaparece de tanto en tanto en los momentos más impensados. Es la tarde moribunda del trópico, ahogándose en un anochecer de velas ardientes y en la penumbra de las viejas casas de barro, con ventanas ínfimas y sombras profundas, de calvario, de juicio final, de melancolía infinita.
La vocación mística que la abuela me había inoculado estalló un tiempo después en alta mar. Fue tras el primer retorno a la Argentina, del que guardo también un manojo de recuerdos intermitentes: la cena de la última noche en un restaurante chino en Caracas, en la terraza de un edificio que, se me ocurre, quedaría por Altamira; las camas de un hotel por Sabana Grande; la partida en plena madrugada hasta Maiquetía y el fuselaje plateado de un cuatrimotor destellando en la pista, entre las densas sombras del Caribe. De ese vuelo nocturno no guardo otra memoria. Fue unos meses antes de que naciera Alejandro y de que yo me enamorara perdidamente de una nena de primer grado en la escuela número diez, que si mal no recuerdo se llamaba Mabel. Esa fue mi primera experiencia en la escuela primaria, de la que hay algunas fotos todavía: mi madre con Alejandro en brazos, Guillermo al lado y yo de guardapolvo blanco.
Como los animales, mi madre había venido buscando un refugio acogedor para parir: el mismo hospital donde habíamos nacido sus dos primeros hijos (el Instituto Médico Platense) y la casa paterna, la de cuarenta y nueve entre diecinueve y veinte. Pero al tiempo ya estábamos viajando otra vez, con Alejandro incluido, en un enorme trasatlántico rumbo a Francia.
Ese viaje si fue largo. Y resurge entonces aquella mañana en Montevideo y el SIMCA Arianne del taxista sobre el empedrado del puerto, los mareos inevitables por el zarandeo del barco a la altura del golfo de Santa Catalina, el oleaginoso calor del puerto