Despedida hasta la eternidad
La Felipa se estacionó arriba de la vereda, como si fuera a entrar en el garage, o mejor dicho a ese intento de garage que habíamos hecho, derribando desprolijamente la parecita de ladrillos del frente. No recuerdo exactamente todo lo que nos dijimos, pero creo que no fue mucho, casi nada; la noche flotaba en una ansiedad desesperada que lo envolvía todo; las calles desiertas esperaban el amanecer destilando en la madrugada el silencio solemne que se apodera de los soldados en la antesala de la batalla. La noche no parecía de primavera, ni de invierno, ni de nada, parecía un puente infinito que arrancaba en un lugar de la historia y se extendía incierto y vertiginoso hacia el futuro.
El motor quedó regulando un ratito, con esa cadencia cansina de los Ford T, y nos dijimos “chau, loco, hasta mañana”, o algo parecido, pero con un gesto que más que un gesto fue un presentimiento. Fue como despedirnos para siempre pero sellando tácitamente en esa despedida el compromiso de seguir juntos el mismo camino, más allá de la vida y de la muerte. Habíamos estado toda la noche en la Modelo, en una de las mesas que dan a la 54, discutiendo con Julio sobre cual debía ser la actitud correcta de un revolucionario en ese momento. No nos pudimos poner de acuerdo. Pero hablar con Joaquín era, de alguna forma, no estar tan lejos de la historia, que a esas horas ya había empezado a caminar rumbo a Ezeiza, desde toda la república y desde Roma: el avión de Alitalia ya habría decolado y estaría cruzando el océano. Todo el país sabía que a partir de la llegada de aquel avión grandes cosas iban a pasar. No se sabía bien qué, pero los peronistas, los antiperonistas, los independientes y hasta los indiferentes sabían que el país iba a ser otro. Aquel 17 de noviembre para algunos era el día de la llegada de Jehová y para otros la del Diablo.
Las imágenes de Perón y de Evita habían sobrevivido a 18 años de proscripción en los ranchos misérrimos, en ajadas fotografías que mostraban al general en su caballo manchado y a Eva con su rodete, alumbrados por velas, como las que se le ponen a los santos; o a los dioses de un culto inconfesable que no puede profesarse en la indiscreción de los templos sino en la secreta penumbra de los alteres domésticos. Aquella noche, en todos los hogares donde durante 18 años se había orado y se había soñado con su regreso, el amanecer era esperado como una bendición.
La tarde del 16 me fui caminando por calle 7 para el lado de 40, hasta la casa de los Poce, después de haber estado charlando un rato largo con Joaquín. Con una remera blanca y un pantalón azul yo era un adolescente de 18 años que cruzaba Plaza Italia arrastrando las ganas y la confusión de una generación que desde el Cordobazo intentaba escribir, ella también, la historia de la Argentina. Aquella tarde de noviembre, estaba como para sentarse en el bar Astro, en la París, en el Costa o en cualquiera de los lugares donde se reunían (y se reúnen todavía) los varones de esa precaria imitación de oligarquía que tenemos en La Plata. Era una tarde para mirar a las chicas de los colegios religiosos y a las que no eran tan chicas ni tan religiosas, mostrando sus culos portentosos embutidos en pantalones de todos los colores. Pero algunos estábamos erotizados por una sensación mucho más fuerte, por eso me fui a la casa de Julio.
Y Julio no tenía respuestas en su pieza abarrotada de obras de Lenín aquella tarde del 16. Hacía meses veníamos discutiendo textos teóricos; en el fondo, eso no implicaba ningún compromiso y era una forma elegante, para la conciencia, de ir postergando una definición. Era una forma de no participar directamente pero sin sentirse tan inútil. La historia, sin embargo, no estaba dispuesta a esperar que uno terminase de leer las obras completas de Marx y de Engels y todos los documentos de los burós políticos de organizaciones con más obreros en el nombre que en las filas. La historia hacía muchos siglos que estaba en marcha y nos amenazaba con pasar al otro día frente a nuestras narices dejándonos como espectadores estériles. “¿Y si mañana hay una insurrección, nosotros que vamos a hacer?”. Julio no me contestó nada. Allí me di cuenta que nunca iba a encontrar la respuesta. A esa hora, mientras nosotros discutíamos, la gente se había empezado a juntar en las unidades básicas. “Era un momento de efervescencia, recuerda el Negro Gonzalo, en poco tiempo la Juventud Peronista había crecido una enormidad. Desde el 71 el “Luche y Vuelve” se había extendido por todo el país y la gente de los barrios empezó a participar masivamente, pululaban las unidades básicas, reabiertas después de 18 años. Pero ese día la gente desbordó todas nuestras expectativas. Empezó a aparecer gente que nunca habíamos visto, mujeres con chicos, viejas, viejos, que se acercaban porque querían ir a recibir a Perón y no sabían como…”
Esa parte oculta y relegada del país real, que no aparecía en las categorías de análisis ortodoxos, emergió nuevamente esa tarde como lo había hecho 27 años antes para demostrar que su identidad política estaba tan vigente como su sudor, como su sufrimiento. Y que la experiencia de aquellos años, en los que había conocido ese sentimiento invalorable que es la propia dignidad, era mucho más concreta que todas las promesas de felicidad recibidas desde los distintos rincones políticos e ideológicos. Y que las luchas por no perder las conquistas sociales y gremiales logradas habían estampado una conciencia de clase imposible de cincelar con ningún libro.
Si bien las posibilidades de consumo de cualquier trabajador de entonces eran muy superiores a las actuales, e incluso los obreros especializados podían aspirar a comprarse en unos años un 0 kilómetro, sabían bien que sus recibos de sueldo eran sólo migajas de los balances anuales de las grandes empresas.
A principios de los 70 había en el país más de 10 fábricas de autos (¿cuántas hay hoy, llegan a cinco?), la industria textil abastecía a la de la confección y la metalúrgica era la más poderosa de América Latina, lo mismo que muchas de la otras ramas de la producción. No era tanto el hambre desesperado de pan lo que movilizaba las voluntades, sino la sed incesante de justicia.
Esos días, entre los hechos de Trelew y la vuelta del General, fueron de movilización constante. Ya nadie quería a la dictadura y las expectativas de un cambio social profundo se esparcían como el viento. Perón le puso un nombre a ese cambio: Socialismo Nacional. Tras esa consigna logró unificar a los sectores políticos más heterogéneos. Todo esto pertenece a la historia, y hay más, mucho más por supuesto; pero a la noche, mientras nosotros nos adentrábamos en la discusión sobre profundidades de la estrategia, la enorme columna de peronistas de La Plata, Berisso y Ensenada ya había llegado en tren a Turdera.
Cuando Joaquín dio marcha atrás y la Felipa encaró por la diagonal 74 hacia el centro, la columna de La Plata ya era una procesión de sombras entre la sombra espesa de la noche. No eran hombres ni mujeres ni niños, eran ánimas caminando entre las chapas y el cartón nocturno, de donde otras ánimas salían para elevarse en una marcha triunfal hacia la gloria de la esperanza. Horacio Chávez, el padre de Gonzalo, en su penúltima vida, encabezaba ese ejército de ilusiones con la convicción que no le pudieron arrancar con el fusilamiento frustrado del 56 ni el del 74, el que no tuvo postergación.
Hace poco en la casa del Piraña vi una foto, que él había logrado rescatar después de muchos años, allí aparece con pose de cantante de rock empapado por la lluvia, con pantalón vaquero, camisa colorida y cinturón ancho; en el fondo hay una barricada que dice: “Zona Liberada, Prohibido Pasar, Far-Descamisados”. Debe