Legalidad e Imaginación. Daniel Alejandro Muñoz Valencia. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Daniel Alejandro Muñoz Valencia
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587904987
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escribía a Stefan Zweig: “No puedo mortificarme en lo literario sin entregarme al vicio en lo corporal” (2014, p. 41). Atormentado de manera permanente por la falta de dinero, el emperador de la desdicha nunca tuvo una casa: desde los diez y ocho años malvivió en hoteles. Tuvo el don del infortunio, el don del sufrimiento.

      Pero ese montón de escombros creó a Mendel Singer y a Andreas Pum, a Franz Tunda y a Andreas Kartak, entidades ficticias que, sin embargo, ruedan todos los días por las calles efectivas de nuestra vida. Un alcohólico creando seres marginales, desprovistos de cualquier consuelo. Roth necesitaba el placer corporal para poder atormentarse fabulando. El alcohol, en su caso, no era la causa, sino la consecuencia. Era noble y generoso: “Cuando alguien se encuentra en estado de extrema necesidad (le escribía en julio de 1934 a Zweig), soy presa del mayor de los pánicos, que Dios me perdone decirlo y hasta escribirlo: el 50% de mis deudas las he contraído por otros, del mismo modo que la mitad de mi vida pertenece a los demás” (2014, p. 171). La expresión que más aparece en su correspondencia con Zweig, a partir de 1933, es esta: “me hundo”. Así transcurrían sus días en octubre de 1935, cuatro años antes de su muerte:

      Trabajo todas las tardes de 2 a 8. Después voy a otro café. A las 12 vuelvo a casa. Me acuesto. Tengo sueños terribles. Me despierto entre las 6 y las 7. Vomito bilis. Me acuesto. No duermo. Me tiembla el corazón. Me levanto. Me siento, como un tullido, en un sillón, dos horas, embobado y distraído. Poco a poco empiezo a pensar. Me visto. Voy abajo y evito al propietario del hotel. Se ha ido, respiro aliviado. Voy al bistró. Bebo para volver en mí. Comienzo poco a poco a escribir. Así es mi vida (2014, p. 231).

      Sólo se sentía seguro después de haber bebido. El alcohol lo conservaba, porque impedía la muerte inmediata. Concebía la escritura como un quehacer terrenal, que, por eso mismo, no podía distinguirse de hacer zapatos. Creía que el aguardiente lo volvía sabio y productivo. Tenía un olfato infalible para la desgracia. Escribía para perderse en destinos inventados: el de los Trotta, el de Gabriel Dan, el de Adam Fallmerayer, el de Menuchim, el de Nikolaus Tarabas, el de Arnold Zipper. A partir de 1936 sus pies empezaron a hincharse y, por lo tanto, no podía calzarse los zapatos. Deploraba la propensión a la ilusión y a las esperanzas indeterminadas, aunque sus personajes marginales siempre esperaban un azar benefactor. Afirmaba que la suya no era una dependencia del alcohol, sino una “dependencia esplendorosa del alcohol”. A Roth, como a Kafka, tampoco lo redimió la escritura, tampoco lo salvó la ficción.

      Cálido refugio o antro insoportable, la ficción, con su efecto persuasivo, no deja de movernos a actuar de cierta manera, y justamente por esto no quisiera poner en tela de juicio la utilidad de la imaginación literaria en la vida pública: las ideas objetivadas en las obras literarias nutren nuestras discusiones con los otros. Los códigos penales indican cuáles son los delitos, pero Jean Valjean nos muestra las causas de la rebelión del malestar contra el bienestar. Como individuo, pero también como miembro de una comunidad, el lector encuentra en la ficción recursos para entenderse en su faceta privada y en su presencia pública. Al respecto, Vargas Llosa observa lo siguiente: “Ella [la ficción] es más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad general y cuántos más sean, a lo largo del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen, en esos contrabandos filtrados a la vida, los oscuros demonios que los desasosiegan” (1990, p. 8). A continuación voy a precisar esta idea desde una perspectiva ironista.

      Acostumbramos enfrentar nuestros deseos personales, privados, con los fines que socialmente, en la vida pública, encontramos valiosos. Hay, al parecer, una pugna insalvable entre esos dos ámbitos: la creación de sí mismo y la vida comunitaria. Rorty, un pragmatista norteamericano, cree que no es necesario postular esa tensión. Es dable luchar por nuestros fines privados, por nuestra autonomía, y, a la vez, pugnar por la reducción del sufrimiento, de la crueldad. No hay que quedarse sin sesos, parece insinuar, tratando de hacer coincidir los deseos privados con las necesidades públicas. Cuando esas coincidencias, accidentalmente, se presenten, simplemente hay que darles la bienvenida. Es posible, en últimas, ser ironista y, a la vez, liberal.

      Usamos dos léxicos distintos: uno privado y otro público. El primero es inadecuado para la argumentación, para la deliberación pública, mientras que el segundo es apto para esos ejercicios. El primero nos auxilia en la creación de nosotros mismos, nos ayuda a forjar nuestra autoimagen privada, nos permite entregarnos a la fantasía. El segundo es empleado para pronunciarnos sobre nuestras relaciones con los otros, para hablar sobre la justicia y sobre la solidaridad. A juicio de Rorty, es posible alcanzar la solidaridad por medio de la imaginación: sólo la capacidad imaginativa nos permite ver a los extraños como compañeros en el sufrimiento, como seres con los que compartimos la constante exposición al dolor.

      Aunque no se nota mucho, es posible advertir que en el curso de nuestras vidas paulatinamente dejamos de emplear ciertas palabras y a la vez adquirimos la costumbre de emplear otras. “Lo que los románticos expresaban al afirmar que la imaginación, y no la razón, es la facultad humana fundamental era el descubrimiento de que el principal instrumento de cambio cultural es el talento de hablar de forma diferente más que el talento de argumentar bien” (RORTY, 2001, p. 27). De esta suerte, nuestra historia atestigua varias pugnas entre léxicos alternativos. Unos establecidos, que en determinado momento se convierten en un estorbo, y otros nuevos, un tanto rudimentarios, que, con todo, prometen grandes cosas. Esto pasa en el caso de las ciencias, en el de las artes, en el del pensamiento moral y político. En cada uno de esos campos hay gente con talento para la descripción. Gente que nos descuella con la explicación de un fenómeno físico, que nos conmueve con una pintura o con un poema, que nos invita a la acción con su peculiar forma de entender las relaciones humanas.

      El que tiene talento para la descripción es el que no se empeña en negar su contingencia. La reconoce y ve en ella una fuente inagotable de ventajas, nunca una tragedia. El poeta se apropia de su propia contingencia. El poeta es alguien “que hace con marcas y sonidos lo que otras personas con sus cónyuges e hijos, sus compañeros de trabajo, las herramientas de su oficio, las cuentas de sus negocios, las posesiones que acumulan en sus casas, la música que escuchan, los deportes que ejercitan o de los que son espectadores, o los árboles frente a los cuales pasan cuando van a su trabajo” (RORTY, 2001, p. 56). Todas esas cosas hacen parte de las contingencias en virtud de las cuales generamos descripciones de nosotros mismos. A partir de ellas vamos formando nuestra identidad.

      Rorty afirma que las personas tienen un “léxico último”. Último en el sentido de que las personas no pueden defenderlo mediante “recursos argumentativos que no sean circulares”. Lo describe de esta forma:

      Todos los seres humanos llevan consigo un conjunto de palabras que emplean para justificar sus acciones, sus creencias y sus vidas. Son ésas las palabras con las cuales formulamos la alabanza de nuestros amigos y el desdén por nuestros enemigos, nuestros proyectos a largo plazo, nuestras dudas más profundas acerca de nosotros mismos, y nuestras esperanzas más elevadas. Son las palabras con las cuales narramos, a veces prospectivamente y a veces retrospectivamente, la historia de nuestra vida (2001, p. 91).

      A quienes dudan permanentemente de su “léxico último” y, por otra parte, advierten que esas dudas no pueden ser resueltas en ese léxico y, además, admiten que con esa forma de hablar no están más cerca de la realidad que sus vecinos (personas que, a su vez, usan léxicos distintos), Rorty los llama ironistas. La elección de un léxico, para el ironista, no es el resultado de una apreciación objetiva, neutral.

      En la creación de sí mismo, el ironista no enfrenta lo esencial y lo accidental, lo real y lo ilusorio: enfrenta lo viejo y lo nuevo, el pasado y el futuro. “Mientras el metafísico considera a los europeos modernos como particularmente idóneos para el descubrimiento de cómo son las cosas, el ironista los considera particularmente rápidos en el cambio de la imagen que tienen de sí mismos, en la recreación de sí mismos” (RORTY, 2001, p. 96).

      El ironista es alguien que practica la autonomía, a la que se llega mediante el expediente de fabricar