La primera víctima de la epidemia fue abatida en la Brigada J, del sector 6. Era una mujer. Había caído en convulsiones, arrojó una baba morada, y luego se quedó quieta.
Su compañero nos dio la noticia. No parecía tener miedo de la peste. Su voz era triste, pero serena. Quizás no le importaba morir, pues el corazón humano se endurece en el contacto con un dolor tan bruto. Seguramente ya no creía que la muerte era una desgracia. Yo no pensaba lo mismo. Si era verdad que la peste había llegado, pronto estaríamos todos muertos, y esto me asustó como el demonio.
Desde ese momento algo cambió en mí, no sé qué, mi feroz instinto de vivir.
A partir de entonces nuestra misión era mortal, equivalente al suicidio. Porque nosotros teníamos que remover los muertos en busca de los que aún tenían fuerzas para el dolor, y así no podíamos escapar a la contaminación.
Mi hermano calculó en cien los que aún podíamos rescatar para la vida. De regreso de la colina me detuve y solté la camilla que hirió a mi hermano en el tobillo. Me senté en el pasto seco, mudo como una roca, y medité.
Mi hermano chilló por el dolor, y me insultó porque yo era un exacto y cochino bruto, pero luego me divisó allí muy abatido y sudando perlas como un condenado, y me preguntó con ternura si al fin me había conquistado la maldita peste bajo su protección.
No contesté.
Mi hermano miró al sector con sombría desesperación, pensando en las víctimas que pedían socorro con gritos miserables o aullidos.
Finalmente se enfureció con mi lejanía, y me instó a patadas a que marcháramos, pero no me moví. Entonces me definió como un bárbaro sin corazón que me dedicaba al ensueño mientras otros esperaban aplastados o muertos, y declaró que Nuestro Señor Jesucristo me castigaría por mi impiedad.
—Me voy, no quiero morir.
—¿No estás oyendo los gritos?
—Sí, los oigo, no es culpa mía, que los salve el cielo. Yo me largo.
—Piensa que cien vidas dependen de ti, piénsalo dos veces.
—Solo mi vida existe. No la quiero perder por nada.
—¿Es que cien te parecen nada, maldito degenerado?
Me precipité en la ruta que va a las montañas, allá donde el aire es puro y azul el horizonte. Escalé la colina en minutos huyendo de Alción que me perseguía con un garrote para matarme, pero yo trepaba como un rayo, veloz como el remordimiento tras la culpa.
Como era imposible alcanzarme, Alción desistió y se puso a maldecir con los puños, invocando la ira del cielo, calificándome de hijo de perra, desalmado y otras inmundicias que me traía el viento apestoso de Leteo.
Lo último que oí fue una maldición que me perseguiría hasta la muerte, y que se convertiría en el signo de mi predestinación:
—¡No vuelvas a Leteo, maldito bastardo, porque te convertirás en un pez!
Luego me alejé hasta perder el eco fraternal de un amargo llanto de dolor, ira o desamparo. En todo caso no me importó que llorara, ni que se lo tragara la tierra. Allá él. Mi deserción me llevaría lejos de la angustia y la cólera, hacia las regiones puras del sol, hacia la vida.
El sol estaba en su fina, muy agobiador, y el aire seguía saturado de corrupción. Coroné la colina y me hundí en una torrentera de montañas donde el mundo parecía terminar en un abismo. Pero el mundo empezaba por todas partes donde el sol nacía, y más allá del crepúsculo estaba la noche cósmica con sus vientos, el canto de los pájaros y la soledad eterna de las piedras.
Ya era de noche cuando escalé la cima más alta, de donde se divisaba un Leteo remoto que semejaba la camisa rota de un fusilado. Respiré sobre una roca un aire sin lamentaciones, sin hedor, y claro de luna.
Como ya podía estar contaminado me hundí en una laguna de aguas bucólicas donde la luna rielaba sobre unos lotos, y bañaba de oro el corazón de la noche misteriosa.
Unos pájaros modularon cantos enigmáticos, y estremecieron la oscuridad con aletazos que desplumaban al vuelo la dorada luz lunar. Mi corazón latía con una dicha cruel y violenta.
Me sentí solo y feliz como Dios.
Una nube errante tapó el disco de la luna. Unas aves apocalípticas aprovecharon la pausa de negrura para emitir extraños cantos desapacibles, que tal vez eran cantos felices en su corazón de pájaros nocturnos.
Escalé un árbol de madroños y calmé el hambre y la sed. Entre las ramas me sentí a salvo de todo lo misterioso y fugitivo que encierra la noche, no solo de las almas de Leteo vagando vengativas, sino del viento oscuro y de los formidables aleteos de los avestruces del cielo.
Ahora que estaba solo, exiliado de una humanidad en la que ya no había sitio para mí, el gran bastardo sin porvenir y sin Dios, ahora entonces empecé a sentirme hijo del sol, alma del viento, fruto del Árbol de la Vida, sueño y olvido…
El sol de la mañana doró mi cuerpo y mi sonrisa, desnudo y enlazado a las ramas como un mico. Entonces comprendí que mi reino era ese, el reino puro y verde de los seres sin pensamiento, un átomo de luz en la radiante energía del Cosmos.
Noté que mi sexo se puso tenso por la alegría de mi alma, y mi alma se estremeció con la dicha salvaje de mi cuerpo, cuyas ondas hacían crujir las ramas con la marea de la plenitud. Una colmena de angelitas suspendida en lo alto chorreó unas gotas de miel.
Ya sin conciencia y sin remordimientos, olvidé la triste historia de Leteo, apestada y vencida por la muerte, como una miserable ciudad de la Humanidad.
Más allá del horizonte me esperaban las ciudades del sol. Evidentemente no se trataba de números: uno contra cien. Se trataba, eso sí, de mi vida en el tiempo, y del tiempo en la misteriosa eternidad.
Descendí del árbol y eché una mirada al pasado. Luego me alejé sin nostalgias, sin esperanzas, ¡hacia la tierra que amaba!
II
Leteo no fue más una ciudad. Un jardín de ortigas creció sobre las ruinas. Con los años, la ambición y la sed del mar la invadieron. En esta forma, la ciudad quedó sumergida y olvidada.
Cuentan los marinos que sobre esas aguas oscuras se oyen lamentos y un rumor de progreso. La ciencia y la poesía no descartan la posibilidad de que Leteo haya iniciado allá en el fondo una nueva faz de vida submarina.
La fantasía de unos pescadores relata que una mañana llegó a la costa un vagabundo. Lucía barba y cansancio de profeta, y estaba desnudo como un tronco viejo lleno de raíces. Al pie de las olas miraba en las direcciones del horizonte, como si buscara algo que había perdido su mirada o la memoria.
Cuando los pescadores pasaron echando sus redes, se le acercaron. Uno le preguntó de dónde venía.
—Vengo de las ciudades del sol –contestó el vagabundo.
—Y, ¿dónde están esas ciudades, padrecito?
—Allá lejos –dijo el vagabundo tratando de dar con la mirada una idea del Infinito.
—Y, ¿qué vienes a buscar a estas playas, padrecito?
—Vengo a buscar mi ciudad… Díganme, pescadores, ¿no estaba fundada aquí la ciudad de Leteo?
—Eso fue hace mucho tiempo, nosotros no habíamos nacido. Dicen que la destruyó un terremoto y que nadie quedó vivo. ¿Acaso conociste a Leteo, padrecito?
—Así es. Nací aquí, o donde sea que ahora esté la ciudad, porque la ciudad tiene que estar en alguna parte, así sea en la memoria de uno que nació en ella.
—¿Por qué te viniste del Sol, padrecito, acaso hacía mucho calor?
—No