Algunos le conceden a Gonzalo Arango el único honor de haber sido bondadoso. Uno dijo que si no era un gran poeta, era un poema, macarrónicamente. Pero también fue un artista de la palabra extraordinariamente eficaz, un poeta de un puñado de poemas rotundos, hermosos y significativos, escritos para agradecer y maldecir sus amores, y dedicados a veces a la aparición de los nadaístas en los bares de la cocacolería antioqueña, y a su desastrada gabardina bohemia con manchas de semen y vino y como el “Poema ser” de los comienzos del movimiento. Poemas que abrieron caminos nuevos, inéditos, a una poesía afincada en la realidad, que superara la retórica sentimental y huera del pasado, en una nación dominada por los clérigos y anquilosada en el embeleso por los sonetos de repostería, espolvoreados con ripio de Darío.
González y Gonzalo son, a pesar de todo, escritores que se reeditan constantemente. Aunque sea patrocinados por las universidades, ya que las editoriales comerciales los mantienen al margen. Los dos gozan de un culto merecido entre los jóvenes, lo cual es mucho mejor que los altares tóxicos del Vaticano y que figurar en la lista de los best sellers de los divertimentos de temporada. Es como si los muchachos colombianos necesitaran, antes de comenzar a apropiarse de sí mismos y transitar los caminos de su existencia personal, los vitriolos, las esencias purificadoras y el humor que salva todo, de estos dos espíritus hermanos, con quienes me siento misteriosamente emparentado por el amor y por una identidad secreta: la de la fe en que estamos perdidos en un mundo absurdo e intrincado y condenados sin remedio a buscarle un sentido a la marcha hacia ninguna parte.
El primer libro de Gonzalo Arango fue un drama, HK 111, que publicó la imprenta del departamento de Antioquia, dirigida por Mejía Vallejo, quien perdió el cargo por la osadía de ponerla al servicio del drama existencialista. Después publicó otras obras de teatro, Los ratones van al infierno y La consagración de la nada. La primera antología del nadaísmo es de 1963. En Prosas para leer en la silla eléctrica, de 1966, aparecen algunos de sus textos más celebrados, la “Elegía a Desquite”, el dedicado a Medellín, la novia innominada y un policía, y una evocación de Jesús el Galileo que anuncia Providencia, penúltima etapa de su tránsito, cuando cansado de la cruz del nadaísmo ganada por el comején, recurrió a un cristianismo de pacotilla de corte anglicano inspirado en su última novia. Del cual, además, estaba por evadirse, como prueba su póstumo Fuego en el altar, donde retoma el desasosiego. Pero entonces fue cuando tropezó con un camión en contravía, cargado, según me dijeron, con atados de cebollas de Tota.
En estas Prosas Gonzalo Arango profetiza el resto de su vida, su experiencia todavía por revelar, anticipa la evolución de un hombre que conoció el menosprecio y el fracaso en la lucha, y que sigue siendo tan querido, a ya no sé cuántos años de su ausencia, por todos los que gozamos la gloria de tratarlo y lo seguimos releyendo, siempre con más cariño, como a ese muchacho legendario que al final de la representación de su drama nos descubrió el secreto, quitándose el pellejo del lobo de utilería: era una oveja disfrazada. Una oveja, no un santo para sacar en carnavales, con panderetas y lábaros de cartón, o solo un gran poeta de la palabra y de la vida, que es mucho más y mucho menos que eso.
Y ahora, tan solo espero que mis dioses internos me hayan escuchado y me hayan evitado la vergüenza de ser injusto con una persona que quiero tanto.
Eduardo Escobar San Francisco (Cundinamarca), septiembre de 2020
Prosas para leer en la silla eléctrica aparece en 1966 en Ediciones Triángulo, del desaparecido Hernando Salazar, el visionario que publicara la antología 13 poetas nadaístas en 1963. Con este libro continúa Gonzalo Arango propagando su movimiento nadaísta fundado en 1958, “mi última oportunidad”, según reconoce, y “el camino que no conduce a ninguna parte”, según advierte a sus futuros discípulos.
A diferencia de Sexo y saxofón, su anterior colección de cuentos, contenía este manual de la angustia rabiosos textos políticos, donde ponía de presente sus relaciones con la revolución socialista y su percepción comprensiva de oscuros protagonistas de la violencia (“Una coliflor para el idiota”, “Elegía a Desquite”, “Águila Negra”), escritos programáticos donde emergía el martillo del panfletista (“Terrible 13 manifiesto nadaísta”, “El striptease de lo prohibido”, “Manifiesto poético”, “El nadaísmo es una hecatombe”, “Manifiesto nadaísta al Homo sapiens”, “Testamento”), cantos de amor a las ciudades con toda la potencia de su lirismo de lodo (“Medellín a solas contigo”, “Arcano amor a Cartagena”, “La ciudad y el poeta”, “Noche de neón y niebla”), retazos autobiográficos (“Confesiones de un seductor”, “Mi vida en el arte”), inauditos coqueteos humanistas con el crucificado (“Un Cristo para la nueva ola”) y un cuento que amaba sobre todas las cosas (“El pez ateo de tus sagradas olas”). Textos del en que trataba de interrelacionar los géneros –ensayo, cuento, poema, crónica– e imponer la naditación.
Para la juventud que lo seguía, era este libro la biblia de la rabia y el desasosiego. Si la bomba atómica gravitaba sobre nuestras cabezas, ningún acto tenía sentido. La única fe posible era la poesía, para dar testimonio de la masacre. Cuarenta y dos años han pasado desde que Gonzalo fundara el nadaísmo, y si la guerra atómica que temía y predijo no se cumplió, más atómica resultó la guerrilla, y la parafernalia de militares, paramilitares y narcotráfico, que han convertido a Colombia en un valle de lágrimas sin retorno ni redención.
El nadaísmo se nutrió de contradicciones. Los nadaístas, que unas veces aparecían como “monjes”, más tarde resultaban graduados de “comandantes”. Si bien unos miembros de la capilla se inclinaban por el zen-budismo y Krishnamurti, otros lo hacían por Trotsky y el tío Ho. En todo caso, en un país cerrado a todo soplo de modernismo, abrieron las compuertas para que la vanguardia hiciera su entrada. En ese sentido, Gonzalo Arango, más que un certero profeta, fue un adelantado. Un enviado. Uno de los grandes iniciados occidentales.
Todavía en Prosas para leer en la silla eléctrica Gonzalo Arango maldecía. Pero explicaba: “Si para algunos mi literatura es maldita, yo la bendigo porque es mi vida, es parte de mí mismo en otra dimensión de mi ser, pues para mí es igualmente sagrado el canto que la blasfemia, como ser ateo equivale a creer en Dios con una fe sin esperanza”. Tiempo después, al encontrar el amor en la figura caminante de la inglesa Angelita, buscaría un nuevo lenguaje para anunciar un reino florido, que solo vino a encontrar en su tumba.
Pertenecen a esta etapa de converso los libros Providencia, Fuego en el altar, Adangelios y Todo es mío en el sentido en que nada me pertenece. Sin embargo, en el volumen póstumo Oleajes de la sangre, recopilación de cartas a su familia durante los primeros años del nadaísmo, se muestra como un cristiano primitivo, dispuesto a reivindicar la figura de Cristo desvirtuada por el Vaticano.
En 1971, a los 13 años de fundado, y luego de una desgarradora crisis de conciencia, Gonzalo Arango hace de nuevo tabla rasa con su pasado y renuncia al nadaísmo, “para no seguir conduciendo a su generación al desfiladero”. Muere poco después, en 1976, en accidente de tránsito. Su capilla le sobrevive.
Jotamario Arbeláez
A Moira Noyores
Penétrate de esta idea: el mundo es un montón de basuras. Sobre estas basuras los hombres representan sombras, sobras, cáscaras de huevo, andrajos, restos de zanahoria