San Pablo es aventajado altavoz. Incontables hagiógrafos de fundadores se han empeñado en igualar a sus promotores con el de Tarso. Comienzan los seguidores del nazareno siendo judíos de una nueva tendencia y es en Antioquía (Siria) donde los miembros de aquella nutrida comunidad son denominados cristianos. Colisionan a boca de jarro con la idolatría al emperador. La negativa a adorar al gerifalte de turno provoca atroces persecuciones, como las de Nerón (68) y Domiciano (81-96).
Los modos en los que los seguidores llevan a la práctica el mensaje son polifacéticos. ¿Quién puede señalar con precisión cuáles son más correctos o menos certeros? Sorprende, por poner un solo ejemplo, la originalidad de Roberto Abrissel, que fundó en 1099 la Orden de Fontevrault. Se trataba de monasterios dobles, uno masculino y otro femenino. Una abadesa dirigía ambos. No alcanzaría repercusión y desaparecería en la Revolución francesa sin ser luego renovada, pero es significativo tenerlo en cuenta en un entorno como el actual en el que el feminismo, a veces sensato y otras con tintes patológicos, penetra hasta el último rincón.
El liderazgo de servicio calará a lo largo de los dos milenios transcurridos. El capítulo IV de la primera regla de los Frailes Menores redactada por san Francisco de Asís asevera: «Todos los frailes que son constituidos ministros y siervos de los otros frailes en el nombre del Señor, distribúyanlos por las provincias y lugares donde moran y visítenlos y amonéstenlos, y espiritualmente los conforten. Y todos los otros mis benditos frailes con diligencia les obedezcan en todo lo que pertenece a la salud del alma y en lo que no fuere contrario a nuestra vida. Y hagan los frailes entre sí como dice el Señor: ‘Lo que queréis que los hombres hagan con vosotros, aquello haced con ellos’ (Mateo, VII,12); y ‘lo que no queréis que hagan con vosotros, no lo hagáis con otros’ (Tobías, IV, 15). Y acuérdense los ministros y siervos que dice el Señor: ‘No vine a ser servido, sino a servir’ (Mateo, XX, 28). Y que les han confiado el cuidado de las almas de los frailes, de las cuales, si alguna se perdiese por su culpa y mal ejemplo, en el día del juicio habrán de dar cuenta delante de Nuestro Señor Jesucristo». San Francisco subraya en otro momento: «Quienes ejercen autoridad sobre otros gloríense tanto de su prelacía como si les encargasen lavar los pies de los frailes, y cuanto más se turbaren de que se les quite la prelacía que del oficio de lavar los pies, tanto mayores supercherías y asechanzas fabrican para peligro de su alma».
Pocas veces se menciona en el Evangelio a Cristo irritado. No le pasa desapercibido a san Francisco. En el capítulo V del texto aludido se señala: «Guárdense todos los frailes, así ministros y siervos como los otros, que no se turben y enojen por el pecado o mal ejemplo de otro, que eso quiere el demonio, con el pecado de uno dañar a muchos; mas, espiritualmente como pudieren, ayuden al que pecó, porque ‘no ha menester médico el sano mas el enfermo’». (Mateo, IX, 12). En el capítulo IX se incide en la austeridad, tan bienquista por Jesucristo: «Todos los frailes procuren seguir la humildad y pobreza de Nuestro Señor Jesucristo y acuérdense de que ninguna otra cosa nos es necesaria de todo el mundo, sino que, como dice el Apóstol, teniendo qué comer y con qué cubrirnos, con esto nos contentemos (I Timoteo, VI, 8)».
Asumir las correcciones es otro reto. Lo plasma el de Asís: «Bienaventurado el siervo que sufre con tanta paciencia la enseñanza, acusación y corrección de otro como si él mismo se la hiciera». En otro lugar: «Quien tiene poder de mandar y es tenido como mayor procure hacerse menor y siervo de los demás hermanos y use de tanta misericordia para con cada uno de sus súbditos, cuanta él quisiera que usasen los otros con él si fuese súbdito. Por la falta de un hermano no se irrite contra él, sino amonéstele benignamente y súfrale con toda paciencia y humildad (…). Nunca debemos desear sobresalir entre los otros; al contrario, procuremos con empeño ser siervos y estar sujetos a toda criatura humana por amor de Dios».
Esta es la descripción de un CEO realizada por Tomás de Celano (1200-1260) sobre san Francisco, y que cuadra a la letra con el prototipo que hubiera deseado el nacido en Belén: «Debe ser de vida austerísima, de gran discreción, de fama intachable. Un hombre que carezca de amistades particulares, a fin de que, amando más a este que a aquel, no produzca escándalo en la colectividad (…). Debe estar en público a disposición de todos, para responderles y proveerles con mansedumbre. Debe ser un hombre que no haga aborrecibles distinciones y acepción de personas, que tenga igual cuidado de los pequeños y sencillos que de los mayores y sabios. Un hombre que, aunque le sea concedido aventajar a los demás en ciencias, destaque más por la mayor sencillez en las costumbres y por el adorno de las virtudes. Un hombre que abomine el dinero, nefanda corruptela de nuestra profesión y perfección; cabeza de una orden pobre, que dando ejemplo a los demás en qué imitar jamás abuse del dinero (...). Un hombre que consuele a los afligidos, siendo el último refugio para los atribulados, no sea que, si en él falta el remedio, para recobrar la salud no acometa a los débiles la enfermedad de la desesperación. Para reducir a mansedumbre a los protervos, humíllese a sí mismo, ceda algo de su derecho a fin de ganar el alma para Cristo».
Humildad que algunos más cercanos a nosotros en el tiempo, como san Juan Pablo II, asumieron en plenitud. Predicaba el día de su elección: «¡Alabado sea Jesucristo! Queridísimos hermanos y hermanas, todavía estamos afligidos después de la muerte de nuestro amadísimo papa Juan Pablo I. Y ahora los eminentísimos cardenales han llamado a un nuevo obispo de Roma. Le han llamado de un país lejano, pero siempre tan cerca por medio de la comunicación en la fe y la tradición cristianas. No sé si puedo explicarme bien en vuestra… nuestra lengua italiana. Si cometo un error, vosotros me corregiréis. Y así me presento ante vosotros para confesar nuestra fe común, nuestra esperanza, nuestra confianza en la Madre de Cristo y de la Iglesia, y también para empezar a andar de nuevo por este camino de la historia y de la Iglesia, con la ayuda de Dios y con la ayuda de los hombres». Fue el fecundo pontificado del diálogo con el islam, de la reconciliación con el pueblo judío, la entrada expansiva del cristianismo en el tercer milenio o la caída del comunismo.
La predicación de Jesucristo sigue manifestándose en múltiples modos a lo largo y ancho del planeta. Quienes gozan de la fe saben que es el Hijo de Dios. Los carentes de esa luz lo vislumbran como un sabio que exteriorizó la más sublime antropología para un mundo ahíto de complejidades. Su figura ofrece consuelo y esperanza. Imaginemos el poder de sus bizarras palabras en un entorno donde la existencia era generalmente corta y cruel. Alguien habla por y para quienes no tienen voz, les hace valiosos solo por existir, diferenciándolos como individuos y convirtiéndolos en parte de una valiosa comunidad. Y paga el más alto precio por ello. Su paradigma es tan poderoso e inagotable que sigue influyendo en individuos que no creen en su divinidad. Es un mensaje que no caduca. Atañe a lo que somos.
Jesucristo conocía la escritura –durante la petición de la lapidación de la adúltera consigna en la arena algo que borra (Juan VIII, 1-11.)–, pero no redactó sus hechos. Los apóstoles universalizan su mensaje. Plasmaron el mensaje por escrito, en una sociedad donde aún pervivía la oralidad por los incontables analfabetos y por cuyas trochas, como hoy, deambulaban demasiados iluminados.
Ha sido inaugurada una historia apasionante en cuyos hontanares vamos a aprender. San Pablo, tras su conversión es el mejor director comercial que cualquier organización podría apetecer. Recorre el mundo notificando su tránsito de perseguidor a predicador.
Algunas enseñanzas
El ejemplo habla más alto que ningún discurso
Una vida modélica arrastra a la munificencia
El coach escucha antes de hablar. Evita ser dicharachero
Las personas son lo primero
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