2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Javier Fernández Aguado
Издательство: Bookwire
Серия: Directivos y líderes
Жанр произведения: Зарубежная деловая литература
Год издания: 0
isbn: 9788418263545
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la dirección de Pedro Bernardo de Pisa.

      No le faltaron disgustos, incluida la traición de algunos discípulos. Una dolorosa fue la de Nicolás, ex cluniacense que había sido acogido en el Císter. Explotando la confianza que se le concedió como secretario de Bernardo envió documentos desvirtuados empleando el sello del reformador. Así escribiría Bernardo al papa: «Debo manifestaros que me veo actualmente expuesto al golpe de falsos hermanos; muchas son personas que han recibido como mías cartas que yo no había escrito y que están selladas con mi escudo falsificado. Lo que más me apena es que, según me aseguran, también a vuestra Santidad le llegó alguna de esas cartas apócrifas. Me he visto forzado, con este motivo, a dejar mi antiguo sello y mandarme hacer este otro nuevo que habréis visto en la presente, donde se han grabado mi imagen y mi nombre. No reconozcáis como auténticas las cartas que os lleguen selladas de otra forma».

      Por otro lado, Hugo, antiguo monje de Claraval y abad de Tres Fuentes (Champaña), fue elevado a cardenal y obispo de Ostia a la vez que seguía dirigiendo Tres Fuentes. Hubo conflicto por el nombramiento de sucesor. Bernardo quería a Turoldo, que había sido abad; y Hugo, a Nicolás. En carta al nuevo cardenal, respetuosa pero clara, se sinceraba asegurando que en su carne estaba aprendiendo a no poner nunca la esperanza en los hombres, pues se sentía engañado por su antiguo discípulo.

      La expansión del Císter fue, en fin, notable. En parte porque Bernardo siempre recordó su compromiso con aquella visión que, para excitar su responsabilidad, le preguntaba, Bernarde, ad quid venisti?, Bernardo, ¿a qué has venido? San Bernardo dejó al final de su vida (1153) ciento sesenta conventos asociados. En 1200 sumaban mil ochocientos. En el capítulo general de 1152 se habían prohibido nuevas fundaciones y también la gestión de canonizaciones, para que «por su gran número no resulten como envilecidos los santos de la orden». En esa época, componían el Císter trescientas cuarenta y tres abadías; dos siglos más tarde, a pesar de la normativa restrictiva dictada, setecientos siete, otros novecientos de monjas y catorce prioratos.

      Lo había logrado en buena medida aplicando los principios de gestión arriba mencionados y que pueden de algún modo recapitularse en las siguientes expresiones: Pax in cella: foris autem plurima bella. Audi omnes, paucis crede. Omens honora; encontrarás la paz en tu celda. Fuera te esperan dificultades sin cuento. Presta atención a todos. Cree a pocos. Honra a todos. Noli credere omnia quae audis. Noli iudicare omnia quae vides. Noli facere omnia quae potes. Noli dare omnia quae habes. Noli dicere omnia quae scis; no creas todo lo que oyes. No juzgues todo lo que ves. No hagas todo lo que crees que puedes hacer. No te desprendas de todo lo que posees. No digas todo lo que sabes.

      Algunas enseñanzas

       Cercenar la exigencia es tendencia en cualquier colectivo

       Con frecuencia, el motivo de desatender el servicio a los demás procede de la preocupación excesiva por el propio patrimonio

       Es precisa la presencia de personas de valía para relanzar los proyectos

       Los valladares son de ordinaria administración

       La envidia es una carcoma que roe y consume las entrañas

       Ser consistente en el fondo no debe implicar barbarie en las formas

       Cada fundador trata de marcar características específicas

       El riesgo de la petulancia está siempre presente, más específicamente en quienes no han asimilado bien una formación superior

       Ante una misma circunstancia compleja puede reaccionarse con deseos de aportar o de desprestigiar

       Tres claves para un buen gobierno: saberlo todo, fingir mucho, echar pocos rapapolvos

      La prepotencia mata las organizaciones

      Los Templarios (1118-1307)

      Jacques de Molay, s. XIX. Fuente: Biblioteca Nacional de Francia.

      Concluido el Imperio romano de Occidente con el envío de los símbolos imperiales por parte de Odoacro a Constantinopla, en el 476 comienza en Europa la Edad Media. Ese periodo, tan rico en sucesos como en propuestas intelectuales, se alargó hasta mediados del XV. El año 1453 marca para muchos el final de la etapa. Es el año de la caída de Constantinopla y en el que concluye la Guerra de los Cien Años. Los más avispados proponen que la Iglesia católica, gracias a sus escuelas catedralicias, universidades, monasterios, etc. debe ser calificada como el Silicon Valley de esos siglos, el ámbito en el que se produjeron los mejores desarrollos intelectuales, se promocionó la innovación y se formó a las cabezas más notorias.

      Entre los fenómenos que surgieron se encuentra el islam. En el 621, tras una experiencia mística, Mahoma (575-632) ordenó a sus seguidores rezar a diario orientándose hacia Jerusalén. Transcurrido un trienio cambió de opinión y puso como referente la Meca. Sin embargo, muchos de sus partidarios fijaron Jerusalén como al Quds, el lugar santo. En el 638, tropas del califa Omar conquistaron esa ciudad. Se construyó una mezquita en el monte del Templo de David, decisión cuyas consecuencias alcanzan a nuestros días. Años después, entre 688 y 691, en ese mismo emplazamiento sería levantada la Cúpula de la Roca, centro de peregrinación a la memoria de Mahoma.

      Durante tiempo, fieles del judaísmo, del cristianismo y musulmanes rezaron en los que cada una de las religiones consideraba sus lugares sagrados. Décadas después, y aplicando principios propuestos por Mahoma, fueron desarrollándose cuatro tipos de jihad (o guerra santa). La de la mano, para realizar buenas acciones, fundamentalmente actos de caridad; la de la boca, para proclamar la fe; la del corazón implica una transformación para hacer de Dios el centro de la realidad; y por último la de la espada, defender el islam como soldados de Dios o mujahidin. La secta de los sufíes elenca también una quinta: la del alma o proceso para alcanzar mística unión con el Creador.

      De la radicalidad de los principios del islam y de sus aplicaciones da fe el Tratado sobre las leyes, escrito por un teólogo musulmán del siglo X, Ibn Abi Zayd al-Karawani: «Es mejor no iniciar hostilidades con el enemigo antes de invitarle a abrazar la religión de Dios, salvo que el enemigo ataque primero. Este ha de poder elegir entre convertirse al islam o pagar un tributo. Si no acepta lo uno o lo otro, se le ha de declarar la guerra (…). No existe prohibición alguna que impida matar a blancos de origen distinto al árabe que hayan caído prisioneros. Pero no se debe matar a nadie que disfrute de ‘aman’ (promesa de protección) (…). No se debe acabar ni con las mujeres ni con los niños, y se han de evitar las muertes de monjes y rabinos, salvo que hayan tomado parte en la batalla. A las mujeres que hayan luchado también se las ha de ejecutar». De acuerdo con la doctrina islámica más común, la guerra es inevitable, un acto de piedad irrenunciable.

      Como sucede en la mayor parte de los proyectos que tienen visos de futuro consistente, los orígenes de los templarios no fueron sencillos. Irrumpir en un mercado es algo siempre costoso. Como cualquier institución, algo trataba de feriar. En este caso, servicio de protección a los peregrinos cristianos que acudían a Tierra Santa. Posteriormente abarcaron cuestiones como la banca o la gestión inmobiliaria.

      Los valores fundamentales que movieron a los templarios, y a las Cruzadas en general, eran de carácter espiritual. Ese aspecto se encuentra incesablemente presente. He aquí, por ejemplo, la llamada que Gregorio VIII (1110-1187) realizó para que la Tercera Cruzada partiera hacia Tierra Santa. El texto, como es habitual en los documentos papales, es conocido por las dos primeras palabras del texto en latín Audita tremendi: «Hemos escuchado sucesos tremendos acerca de la severidad con que la mano divina ha castigado la tierra de Jerusalén (…). Hemos de tener en cuenta que no solo han pecado los habitantes de Jerusalén, sino también nosotros, al igual que todos los pueblos de Cristo (…). Todos tenemos que meditar al respecto y actuar en consecuencia; corrigiendo de manera voluntaria nuestros pecados podemos regresar a nuestro señor Dios. Primero tenemos que reconocer lo pecadores que somos y entonces centrar nuestra atención en la ferocidad y la malicia