En 1228, se alzó la Sexta. El objetivo, de nuevo Jerusalén. La meta se logró, a la vez que también se liberaron Nazaret, Jaffa y Belén. Fue promovida a espaldas del papa. La motivación última era que Federico II había maridado con Yolanda de Jerusalén en 1225. Aspiraba por eso al trono de la Ciudad Santa. Dos guerras civiles sincrónicas, una entre cristianos partidarios del papado y del imperio y otra entre los musulmanes del sultán al-Kamil contra los de al-Naser, permitieron que Federico II se hiciera con el trono. Para remediar problemas europeos, Federico II regresó y en 1244 la ciudad de Jerusalén cayó de nuevo en manos musulmanas.
El último que izó bandera de Cruzadas fue el rey de Francia, que llegó a ser canonizado, Luis IX (1214-1270). La primera iniciativa entre 1248 y 1249 y la segunda en 1270, año en el que pereció. Conquistada Daimeta en 1248, fue apresado de camino a El Cairo. Tuvo que devolver la ciudad y desembolsar una exorbitante reparación. Permaneció años en Tierra Santa favoreciendo a los estados cristianos de Akon, Jaffa, Sidón y Cesarea. En 1254 regresó a Europa. En julio de 1270, en compañía de tres vástagos y de los reyes de Navarra y Sicilia, atacó Túnez. La peste zanjó la vida de uno de sus hijos, la del legado pontificio y la del monarca.
Las Cruzadas manifestaron la alta capacidad de motivación de los ideales espirituales. Muchos dieron lo mejor de sí mismos en aquellas guerras, incluida la propia vida. No faltaron atroces turbiedades. Desde un punto de vista geopolítico supusieron el baluarte por el que se difirió la embestida de los musulmanes a Europa. Facilitaron también la interconexión cultural entre Bizancio y Occidente que, desde la caída del Imperio romano en el 476, habían vivido de espaldas.
Al margen de las Cruzadas en suelo de lo que hoy conocemos como Oriente Próximo, cabe mencionar la librada en suelo francés, en el Languedoc, para neutralizar la herejía cátara, originaria de Bulgaria con la religión practicada por los bomilos. Se basaba en dos principios: el del bien, generador del espíritu; y el del mal, creador de la materia. Cristo no habría sido hijo de Dios, sino mero recadero. Por tanto, ni habría muerto en la cruz el hijo de Dios, ni habría instituido los sacramentos. Se abstenían de comer carne, productos lácteos y juzgaban que sacrificar animales era pecado porque podía tratarse de cuerpos para la reencarnación. Consideraban preferible el amor libre al matrimonio; con este se institucionalizaban relaciones íntimas, percibidas como infamantes.
Entre los denominados cátaros descollaban los perfectos, receptores del espíritu; y los creyentes, que lo albergarían en su momento. Los primeros debían ser austeros, vegetarianos y no practicar sexo. La ceremonia de referencia era el Consolamentum, mediante la cual se recibía la imposición de las manos de un perfecto y alcanzaban excelencia. La primera condena formal de excomunión partió del Concilio de Tolosa, en 1119. En 1145, Eugenio III envió al mismísimo Bernardo de Claraval, pero sin éxito. Luis VII buscó la ayuda del papa Alejandro III para controlar la herejía. Fue el artífice de las severas medidas adoptadas por Concilio de Lyon, en 1163, aunque antes se intentó una vía pacífica a través del predicador Enrico d’Albano, que resultó infructífera. El Concilio Lateranense III decretó la confiscación de bienes de los apóstatas.
Incongruentemente, Pedro el Católico, rey de Aragón, se alineó con los cátaros hasta que murió en la batalla de Muret, en 1213. Raimundo IV, con la ayuda de Jaime I, el Conquistador (hijo de Pedro), reconquistó Toulouse para los cátaros. En 1240, el Languedoc se alzaría por última vez. El reducto definitivo fue Móntsegur, rendido el 2 de marzo de 1244. El 16 de ese mes fueron inmolados en la hoguera doscientos cinco perfectos frente al castillo, conocido desde entonces como El llano de los Quemados. Fue una Cruzada propia de una mentalidad aparentemente lejana e incomprensible, de la que queda una frase de Arnaldo Almaric: «¡Matadlos a todos! ¡Dios reconocerá a los suyos!», dudosamente pronunciada durante el sitio de Béziers.
En agosto de 1255 tuvo lugar la batalla de Queribus, también en Francia; y dos años más tarde fueron capturados en Sirmione (Italia) ciento setenta herejes más, que fueron condenados en Verona. El último albigense ajusticiado fue Guillermo Bélibaste, en 1321, en Pamiers (Francia).
Cruzadas oficiales
Cruzada | Año de comienzo | Promotor y principales participantes |
I | 1095 | Urbano II, Godofredo de Bouillon |
II | 1145 | Eugenio III, Luis VII de Francia, Conrado III de Suabia |
III | 1187 | Federico Barbarroja, Felipe Augusto, Ricardo Corazón de León |
IV | 1202 | Inocencio III |
V | 1215 | Andrés de Hungría, Juan de Brienne |
VI | 1223 | Honorio III, Federico II Hohenstaufen |
VII | 1248 | Luis IX de Francia, el Santo. |
VIII | 1268 | Luis IX de Francia muere en Túnez (1270) |
Algunas enseñanzas
Juzgar decisiones ajenas, con más motivo en otros momentos históricos, es sumamente temerario
Realidades que fueron pacíficamente asumidas en un periodo, en otros se tornan aberraciones, y viceversa
Aegroto, dum anima est, spes est, o aunque uno esté enfermo, mientras hay vida hay esperanza
Siempre que sea posible, es mejor aplicar la fuerza de la razón que la razón de la fuerza
Hay creencias pacíficas y otras que generan agresividad
Un ejemplo local no siempre es extrapolable al ámbito global
El éxito lo cubre todo; cuando algo triunfa todo el mundo se apunta a corearlo
El fracaso lo descubre todo; quien más quien menos critica aquello que por un motivo u otro acaba mal
El amasijo de intenciones rectas y adulterinas permea cualquier iniciativa
Alieni appetens, sui profusus, o quien busca lo de los otros pierde lo propio
Maestro de maestros
San Bernardo y el císter (1098)
San Bernardo de Claraval. Fuente: Wellcome Library, Londres.
La necesidad de evolución, como de intento, he reiterado está presente en la historia de cualquier organización y de la Iglesia en su conjunto. El ensayo de Cluny quedó en buena medida diluido por la metamorfosis de frailes en apoderados de las propiedades que habían recibido. Roberto, abad de los benedictinos de Molesmes, creyó llegado el momento, a finales del siglo XI, de poner en marcha una renovación. Acompañado por veinte monjes imbuidos de idéntica ilusión se dirigió a Citeaux (Císter) para arrancar con exigencias disipadas por el tiempo. Parafraseando al Apocalipsis, aspiraban regresar al fervor de la primera caridad. Para marcar distancias se impuso el hábito blanco como símbolo de jovialidad, frente al negro de los cluniacenses.
Los monjes de Molesmes, que prometieron le estarían sometidos sin reclamar cesiones, y una orden perentoria del papa lograron el regreso de Roberto. Falleció en 1111 como benedictino de Molesmes. El Císter le debe los cimientos.
Alberico le sucedió con la meta igualmente definida de reimplantar la regla originaria. El papa Pascual II (1050-1118) le concedió absoluta independencia. Alberico fue sucedido por el británico Esteban Harding. Este combinó con acierto la jerarquía con cierta democracia. De un lado había visita por parte del abad del monasterio a las casas dependientes, pero por otro la reunión en Cîteaux de los abades en el capítulo general permitía consensuar. Se pretendía una interrelación, ciertamente pragmática, entre gestión exigente y razonable autonomía. Bajo su mandato, en 1113 se incorporó el más adelante conocido como Bernardo de Claraval, apodado el Doctor melifluo, nacido en 1090. Lo hacía tras haber puesto en marcha en Chatillón, con un grupo de amigos y parientes, una iniciativa de frugal vida común de oración. Cuando supieron de los Caballeros de Cristo, como se titulaban a sí mismos los primeros cistercienses, se pusieron en camino hacia el Císter. Sus padres, Tescelin de Fontaines y la beata Alice de Montbar, también se incorporaron.
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