El final de los años setenta trajo consigo la desmitificación total de ese progreso (kantiano) hacia un mundo mejor. Y tal vez Manchester, una ciudad marcada por la clase trabajadora, era especialmente sensible a las transformaciones socio-económicas, y, por extensión, sus jóvenes sujetos lanzados a cuestionar el relato dominante del progreso, el relato del capitalismo, y su construcción de lo verdadero como destino. No en vano, el concierto de Sex Pistols en junio de 1976 será fundamental para el propio discurso alternativo de la ciudad. Ahí está, en definitiva, el punk como forma de despertar del sueño de la contracultura hippie de los sesenta. Y ahí está el punk, por ejemplo, para luchar frente al auge del neoliberalismo que poco después será representado por Margaret Thatcher, aunque de esta historia –la de Thatcher como fetiche– hablaremos más adelante. Detengámonos ahora un momento en esta presencia del punk.
ESTÁN TODOS ATRAPADOS
En el ya clásico libro Por favor, mátame de Legs McNeil y Gilliam McCain, Ed Sanders, líder de The Fugs, expresó certeramente este tránsito de los sesenta a los setenta:
El problema de los hippies fue que la propia contracultura desarrolló una hostilidad interior entre los que contaban con el equivalente a un fondo de depósito y los que tenían que ingeniárselas para sobrevivir. Es cierto que los negros, por ejemplo, sentían un resentimiento hacia los hippies en el Verano del Amor, en 1967, porque percibían que aquellos chicos que dibujaban amebas en sus libretas de Sam Flax, quemaban incienso y tomaban ácido, podrían salir de aquello en el momento en que quisieran.
Podrían volver a casa. Podrían llamar a su mamá y decirle: «Sácame de aquí». Mientras que alguien que se ha criado en las viviendas subvencionadas de Columbia Street y se mueve por los límites del parque de Tomkins Square no tiene escapatoria. Esos chicos no tienen ningún sitio a donde ir. […] Están todos atrapados.
Así se desarrolló otro tipo de hippie, más lumpen. Gente que procedía realmente de una infancia llena de abusos, de unos padres que los odiaban, que los echaban de casa. […] Y esos chicos fermentaron en una especie hostil y callejera. Punks[10].
Ed Sanders sintetiza muy bien el problema bajo el rótulo «están todos atrapados». Es ese encierro, sin ir más lejos, el relatado por Rourke y Joyce, y sobre el que volverá una y otra vez Morrissey. Escribe: «Suena dramático, pero hasta cierto punto pensaba que posiblemente no podría abandonarla nunca [su habitación], parece que todo lo que soy fue concebido allí. Solía tener un terrible complejo territorial, despreciaba a cualquier criatura que hubiera traspasado el umbral de mi habitación o mirase mis libros o sacase algún disco. Hervía de ira»[11]. El mismo Morrissey, en otra ocasión anterior, había señalado: «A menudo cuento historias muy enfermizas. Pero es que no puedo recordar cosas como revolcarse en la paja o estar en el campo dibujando caballos. Únicamente recuerdo estar sin un penique en calles muy oscuras»[12]. Se trataba de jóvenes que formaban parte de una clase trabajadora, donde los problemas cotidianos podían llegar a tomar cualquier forma indeseable, que trataban de hallar su propio relato de la diferencia, y, cuando este llegó, tomó la forma concreta de la música. Baste el ejemplo de Johnny Marr. Tras una fuerte pelea con su padre, abandona el instituto y encuentra un trabajo como vendedor de ropa en la tienda X Clothes: de esa primera vida adolescente de la que sale expulsado, tan sólo conserva su Les Paul y unos discos. Y cada día que pasa bordea más los límites de la ley: «Tuvo [Johnny Marr] extrañas relaciones con unos ladrones de joyas –recuerda Luis Troquel– y le cogieron con unos dibujos de Lowry robados. Completó su pequeño pero distinguido currículum delictivo con alguna que otra andanza ilegal más»[13].
Es esa imposibilidad de sentido, esa fractura de un ideal superior, lo que provoca la ambivalencia destructiva del punk y su marca de nihilismo, que será seña de identidad del punk, pero, sobre todo, habitará en sus consecuencias (como en The Smiths). Porque The Smiths, como bien supo ver Morrissey, recoge el testigo del punk para extremar una de sus formas de nihilismo (la de su ingenuidad destructiva). No es la música lo que heredan del punk, obviamente, sino el relato. Ahora bien, colgar la etiqueta de nihilismo no tranquiliza ni aclara el problema. Es decir, que el punk conlleve el sello del nihilismo genera más problemas de los que aclara. ¿Qué nihilismo? ¿Cuál es esa marca? Estar atrapados, sí, pero ¿dentro de qué? He ahí una de las preguntas clave. Podemos suponer que dentro de una tendencia progresiva y discursiva. Pero sobre todo podemos suponer que dentro de un sistema socio-político descarnado. Y así es: el punk no sólo escenifica una fractura hacia dentro sino también hacia fuera. Dicho en otros términos: el punk destruye el espíritu del progresismo historicista. He ahí el relato. El punk, así, descubre en su crudeza que va más lejos que muchas de las filosofías de la historia al considerar que el futuro no es más que un fetiche para comercializar. Basta recordar las palabras de Terry Eagleton (quien, dicho sea de paso, quedó deslumbrado por la autobiografía de Morrissey[14]): «La escatología socialdemócrata vende a la clase obrera un futuro que nunca será realizado porque existe para reprimir el pasado, robándole a esta clase su odio al sustituir la memoria de los ancestros esclavizados por sueños de nietos liberados»[15]. La toma de conciencia de esa venta (escatológica) de un futuro inapropiable (e imposible) es la que permanece en la base del punk y también, veremos, en The Smiths. Morrissey lo tuvo claro desde el principio:
Nuestro público pertenece a una nueva generación que no ha estado nunca expuesta a la franqueza. Nuestro éxito se debe principalmente al clima económico, cada vez peor y deprimente. Desde el comienzo de los años ochenta no ha habido la menor consideración hacia los seres humanos, y eso se refleja en la música popular. Con la llegada de los sintetizadores se perdió la sensibilidad y los textos perdieron importancia. Para nosotros, la música popular no es una cosa fabricada, ni es el glamour ni son las modas pasajeras. Somos cuatro almas desnudas delante del mundo. La gente que nos escribe lo comprende muy bien. Nosotros somos reales, simplemente. Nadie nos manipula[16].
Se trata de una toma de conciencia de vivir en un contexto de compleja mutación en las formas de sentir.
CUANDO EL ARGUMENTO SE ROMPE
El punk es la afirmación de la deriva. Y, en este sentido, New York Dolls (mucho más que los Sex Pistols) sería un modelo exacto y complejo al mismo tiempo. Así lo recuerda David Johansen, voz de los Dolls, en Por favor, mátame:
La gente que venía a ver a los Dolls decía: «Cualquiera puede hacer esto». Creo que la contribución de los Dolls al punk fue que demostramos que cualquiera podía hacerlo. Cuando éramos pequeños, las estrellas de rock and roll solían ir del palo: «Llevo un traje de satén, soy muy cool. Vivo en una jaula dorada y conduzco un Cadillac rosa». Los Dolls terminan por desenmascarar esos mitos y ese tipo de sexualidad. Éramos básicamente unos chicos de Nueva York que escupíamos y nos tirábamos pedos en público, éramos maleducados y nos reíamos de todo. Lo que estábamos haciendo era evidente: devolver la música a la calle[17].