En aquellos días, Manchester era una ciudad industrial, de clase trabajadora, y Gran Bretaña un lugar para bandas de rockeros machotes. Sin embargo, queríamos hacer algo más interesante. Ese mismo día, por la mañana, [Johnny Marr] se había cortado el pelo a lo Roger McGuinn, a lo tazón; sin embargo, sobre el escenario de La Hacienda apareció con un tupé a lo Elvis. Morrissey se puso una camisa de Evans de talla grande de mujer […]. El público estaba un poco incómodo al principio […] [Morrissey] se agachaba, lanzaba sus piernas al aire… Tenía bastante de teatro y de ballet. Sin embargo, nada de esto había sido ensayado. Recuerdo las caras del público justo enfrente de mí. «¿Qué diablos es esto?», parecían preguntarse. Morrissey tenía gladiolos en el bolsillo en ese primer concierto, si no recuerdo mal. Cuando tocamos un par de semanas más tarde [el segundo concierto fue realmente varios meses después, el 7 de julio], había muchas más flores. Para el tercer concierto en La Hacienda [sería el 24 de noviembre de 1983] recuerdo que Interflora trajo 30 cajas de gladiolos. Todo el lugar apestaba. Al final del concierto fuimos asaltados. La altura del escenario era perfecta para que la gente subiera. Recuerdo a Tony Wilson diciendo: «Jamás había sucedido algo así en La Hacienda. Esta es la primera vez». Fue absolutamente una locura[4].
Morrissey lo había presagiado en febrero: «somos The Smiths, no somos Smiths». Y lo que media entre ambas expresiones, lo que habita el límite discursivo que ya estaba en 1983 presente, es lo que vamos a tratar de dibujar en estas páginas. Todo sucedió muy rápido, decía Rourke, y sin embargo, estas cosas llevan tiempo. The Smiths construye su propio límite, pero sobre todo su propia respuesta al nihilismo heredado del punk, una respuesta, al mismo tiempo, de un nihilismo elevado.
El visionado/escucha de estos tres conciertos de The Smiths puede llevarnos, con todas las cautelas necesarias, a pensar en ellos como caso desde el cual estudiar una serie de mutaciones y desplazamientos culturales y, por tanto, tratar de ver en la banda de Manchester algo más que un gesto o una puesta en escena. Quizá no sea demasiado arriesgado sostener que The Smiths trató de construir algo así como un disenso o desvío en ciertas maneras de hacer, lo que conllevó, implícitamente, una diferencia en la manera de ver. Generar un desplazamiento, un lugar de enunciación, para generar un nuevo discurso. The Smiths produjo, o al menos lo intentó, un discurso propio a partir de los restos del naufragio del punk (y en medio, no deberíamos olvidarlo, del desarrollo de la música electrónica). Y ahí está, por ejemplo, la presencia de New York Dolls frente al punk de Sex Pistols, y cómo de los primeros tomaron (sobre todo Morrissey) la necesidad de generar un discurso de desidentificación con respecto a la relación rock y género, que será marca de la casa, la desidentificación con respecto al esquema macho del rock y, al mismo tiempo, la identificación (a distancia, es cierto) con el relato de la clase trabajadora. Y es en este proceso donde se hace fuerte la perspectiva romántica y desoladora de cierto nihilismo desesperado.
¿Se trata, por lo tanto, de un discurso nihilista lo que vemos tras The Smiths? Tal vez la expresión discurso dentro de este marco de análisis sea excesiva, pero nos puede servir para acceder a algunas de las cuestiones sobre las cuales me gustaría tratar en adelante: cómo el modelo cultural del nihilismo sirve de arrastre para componer una forma determinada de presentar un contexto histórico-político de cambio. Es evidente, al mismo tiempo, que, si hablamos de nihilismo en este caso, este irá vinculado a un discurso ingenuo y rompedor o de una ingenuidad rompedora, como fue el Romanticismo, y que hallamos en la escritura de Keats o de Novalis (salvando las distancias). Y eso es «These Things Take Time», una forma ingenua de nihilismo y de experiencia desesperada: «But I can’t believe that you’d ever care / And this is why you will never care / But these things take time / I know that I’m / The most inept / That ever stepped»[5]. Aquel concierto –y, en general, aquel 1983– visibilizó el camino que iba a abrir The Smiths.
MANCHESTER
Trazar una línea y, tras ella, dibujar un sentido es sumamente complicado. El sentido es un efecto y no una causa. Cuando The Smiths dibuja sobre el suelo de Manchester su camino, no prefigura nada más que su deseo de permanecer como relato de un presente. Y es que Manchester parece contener en un determinado momento de su historia un fuerte deseo de permanencia. El pesado cielo de Manchester con su paisaje gris nos lleva a reconfigurar la vieja pregunta que en los sesenta se hiciese Robert Smithson: «¿Habrá sustituido Manchester a Roma como ciudad eterna?». Ahora bien, todo deseo de permanencia, como bien sabían los románticos, conlleva el peso de la contradicción, del choque entre lo fugaz y lo permanente, el peso, en definitiva, de su particular autodestrucción. Y, para llegar a este punto, una parte de ese Manchester tuvo que llevar a cabo una mutación, una mutación consistente en el desarrollo de un relato de la música basado en su relación con el espacio y el territorio. No se trata de hacer de Manchester un lugar idílico sino de mostrar sus entrañas. Y en esa mutación The Smiths desempeña un papel central (lo veremos también en Joy Division). O, parafraseando a Heidegger, ¿por qué Manchester en lugar de nada? La pregunta, torpemente planteada de este modo, tiene que ver con la reconstrucción del paradigma nihilista del punk en las manos de The Smiths. En esta mutación trataremos de ahondar. Y sobre ella insiste Morrissey en el inicio de su autobiografía: «Mi infancia son calles y calles y calles y calles. Calles que te definen, calles que te oprimen». E insistirá en esa desesperación (marcada desesperación), que sin duda se alía con el espacio, con el territorio: «La herencia arquitectónica de Manchester es la demolición». Y en otro momento: «Los pájaros se abstenían de cantar en el Manchester industrial de la posguerra, los sesenta no hicieron bailar a nadie y los locales eran lo contrario de habladores»[6]. Y Jon Savage, en su relato «Morrissey, el escapista», lo expresa magistralmente: «A mediados de los setenta, el Nuevo Brutalismo arquitectónico, un jefe de policía represivamente religioso y la concentración de la riqueza habían convertido el centro de Manchester en una ciudad fantasma por las noches»[7]. Ahora bien, tal vez fue esta situación de asfixia, de carencia de una salida efectiva, lo que provocó, según Savage, que «Manchester fue[se] central en la expansión del punk en Gran Bretaña».
EXISTO, LUEGO NO HAY FUTURO
La fuerza de subversión de los años sesenta (el esplendor de los sesenta lo denominó Thomas Crow[8]) se transformó, en el avance de la década siguiente, en un marcado nihilismo que tuvo al punk como etiqueta. Si bien los setenta arrancaban con las esperanzas puestas en una transformación social y política procedente del espíritu del 68, su desarrollo concluyó con un mundo más cerrado y conservador. Y, sin embargo, de esas cenizas nace el punk. El punk recogió la energía depositada por el espíritu de los sesenta y la extremó hasta el punto de transformar (o destruir) todo lo que podía aún ser sólido. El punk propuso, en efecto, la escenificación del fin como única etiqueta del presente y para el presente. De esta forma vino a desvanecer las esperanzas de una juventud redentora. En su lugar puso sobre el escenario la imposibilidad de concebir al ser como un sujeto cerrado, comprensible, pensable