Mientras esperaba a que Bowie regresara, Dillon se cruzó de brazos y se apoyó sobre la furgoneta, disfrutando de la fragancia del jazmín que había en la casa de al lado, escuchando el sonido de los grillos y el ruido del ventilador de María. Estaba demasiado furioso todavía para entrar dentro y sabía que, si lo hacía, las paredes se le echarían encima.
Al ver que Rebecca Blake había conseguido encontrarlo, se sentía furioso y confundido. Nadie en Resolute ni en ninguno de los otros lugares en los que Dillon había vivido en los últimos dieciséis años sabía nada sobre su pasado. Era así como quería que fuesen las cosas, y así pretendía mantenerlas.
Al parecer, se había confundido al pensar que Peter estaba detrás de todo eso. Como albacea de la herencia de William Blackhawk, Peter Hansen era el único que sabía cómo contactar directamente con Dillon. En varias ocasiones, aparecía alguno de los ayudantes de Peter requiriendo su firma y aprobación para algunas de las inversiones y transacciones.
Pero Peter nunca había enviado a una mujer. Y, desde luego, nunca había enviado a alguien capaz de hablarle a Dillon de sus padres.
Incluso la noticia de la muerte de William Blackhawk le había llegado a Dillon por correo certificado después de que un detective privado lo hubiera localizado. Peter, a su manera pragmática y eficiente, simplemente había escrito:
Dillon, lamento informarte de que te padre murió hace dos días en un accidente de avión en Nuevo México. El funeral será el jueves a la una en la iglesia de Wolf River. Mi más sentido pésame.
Peter Hansen, Albacea de Empresas W.B.
Dillon no había asistido al funeral, pero Peter le había enviado las últimas voluntades que aparecían en el testamento de William Blackhawk, así como su herencia: cincuenta mil acres, que comprendían el rancho Circle B en el condado de Wolf River, junto con otras fincas en Texas, California y Nuevo México. Acciones y bonos del estado. Fondos de pensiones. Cuentas de ahorro. Todo por un valor de cuarenta millones de dólares. Todo para Dillon.
Él no había aceptado ni un centavo.
Circle B llevaba cerrado desde la muerte de su padre y Peter supervisaba las propiedades de Dillon. Ninguna de esas cosas, ni el dinero, ni las tierras, significaban algo para Dillon.
Pero era evidente que, para la señorita Rebecca Blake, sí significaba algo.
La visita de aquella mujer tenía que formar parte de alguna estratagema. Tres primos que resucitaban milagrosamente. Todos vivos y ansiosos por reunirse con el primo al que apenas conocían. Todos reunidos emotivamente mientras los pájaros cantaban y las flores florecían.
Menuda tontería.
Aunque admiraba a la señorita Blake. Desde luego, había hecho los deberes. Lo de su perro y su pie roto había sido interesante pero, si hubiera indagado más, habría descubierto que, seguramente, quedaría aún algunas personas que trabajaban para su padre en el rancho cuando Dillon era pequeño. Era fácil comprar información.
¿Cómo podía esa mujer, o cualquier persona en su sano juicio, esperar que fuese a creerse semejante mentira sobre sus primos? Él había estado allí. No era más que un niño, pero había visto con sus propios ojos las cinco tumbas abiertas, los cinco ataúdes descender hacia la tierra aún húmeda por la tormenta que se había llevado a Jonathan y a Norah Blackhawk junto con sus tres hijos.
Elizabeth, de apenas tres años, había sido el ataúd más pequeño de todos. Dillon aún podía recordar a su madre apretándole la mano con fuerza, podía oír sus sollozos mientras aquel pequeño ataúd blanco descendía hacia la tierra.
Varios metros más allá, William Blackhawk de pie como una estatua, vestido de negro, con los brazos cruzados y los ojos ocultos tras las gafas de sol. Llorando, Dillon soltó a su madre y salió corriendo hacia su padre, rodeándole la cintura con los brazos. Pero su padre no reaccionó. Ni siquiera miró hacia abajo y, un instante después, su madre lo apartó de allí para llevárselo al coche.
–Debemos dejar a tu padre solo, Dillon –dijo ella.
Por aquella época, Dillon no entendía todo lo que significaba la muerte.
–¿Por qué se queda de pie ahí? –preguntó Dillon a través de la ventanilla del coche sin comprender nada.
Su madre miró por la ventanilla a su marido y contestó:
–Porque está muy triste.
A Dillon no le parecía que su padre estuviese triste sino, más bien, enfadado.
–Tienes que ser fuerte por él ahora mismo –dijo Mary Blackhawk–. Y por mí.
–Soy fuerte –dijo Dillon levantando la barbilla–. Ayer monté a Attilla yo solo.
Pero, cuando Dillon volvió a mirar a las tumbas, no se sintió fuerte. Estaba asustado. Hacía sólo un año su abuelo había muerto. Ahora sus tíos y sus primos. ¿Y si sus padres también muriesen? ¿Quién cuidaría de él? ¿Dónde viviría?
–Estoy muy orgullosa de ti –dijo Mary dándole un abrazo–. Prométeme que nunca me abandonarás.
–Nunca.
Entre los brazos de su madre, Dillon olvidó su miedo. Incluso vestida de negro y con el pelo recogido, pensaba que su madre era la mujer más guapa del mundo. Sus ojos eran incluso más brillantes que los de él. Su pelo liso y negro como el carbón le llegaba hasta la mitad de la espalda y tenía los mismos pómulos altos que él, pero sus rasgos eran suaves y delicados. Cuando lo arropaba por las noches, siempre le estiraba las sábanas y le daba un beso en la mejilla.
Esa noche le diría que ya era demasiado mayor para que lo arropase. Esa noche, comenzaría a ser fuerte y valiente.
El sonido de un perro ladrando devolvió a Dillon al presente. Silbó a Bowie y, por un segundo, mientras el perro regresaba corriendo por la oscuridad, no fue a Bowie a quien Dillon vio. Era otro perro, un collie blanco y negro que había dormido a los pies de su cama durante doce años.
Con la misma rapidez con que había aparecido, la imagen desapareció y fue Bowie el que se acercó corriendo.
Dillon frunció el ceño. Rebecca Blake no sólo había mentido, sino que había despertado en él recuerdos que creía olvidados. Recuerdos que era mejor dejar enterrados.
Y eso era imperdonable, pensó mientras se apartaba de la furgoneta y se dirigía adentro.
En el último de los treinta y dos pisos de aquel bloque de apartamentos de lujo, el hombre estaba de pie junto a la ventana observando la oscuridad. Tras él, Las Cuatro Estaciones de Vivaldi sonaban en el equipo de música. Delante de él, la luz de la luna jugaba con el océano, iluminando el puerto. Su pequeño estaba amarrado allí abajo. El Island Dream. Ciento veinticuatro pies, todo hecho a medida. Seis cabinas, un salón y un comedor, salsa de televisión por satélite, jacuzzi. Le había llevado tres años construirlo como quería y, en dos semanas, se retiraría allí. A sus cincuenta y seis años, no lo consideraba exactamente un retiro sino, más bien, un cambio de dirección.
Un cambio permanente.
Podría ir a donde quisiera, cuando le diera la gana. No tendría que rendir cuentas a nadie. Le había llevado casi treinta años conseguir su sueño pero, en exactamente una semana, levaría anclas.
Sonriendo ante la perspectiva, dio un sorbo al vaso que tenía en la mano y disfrutó del intenso sabor de aquel whisky escocés de doce años. Una semana y no tendría que volver a mirar por encima del hombro. Nunca tendría que volver a comprobar si había ocultado su paradero lo suficientemente bien. Nunca más tendría que volver a cambiar su nombre, su residencia ni su oficina. Ni su apariencia.
No era que no le gustara su nueva nariz ni su mandíbula. Pensaba que su cara le proporcionaba un aire de elegancia y sofisticación. Incluso un aire noble. Las mujeres nunca se quejaban.