El escritor comido. Sergio Bizzio. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sergio Bizzio
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412327007
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drogas.

      Fue un período breve, un año, quizá menos, durante el que aspiró una cantidad enorme de cocaína mientras gastaba una cantidad igualmente enorme de dinero en psicoterapia. En determinado momento, sin ningún motivo –el temor a la muerte era una trivialidad a esa altura de su vida–, dejó las drogas. Ya le había pasado. El milagro, otra vez. Pero volvió a fumar. Y seguía bebiendo. Creyó que no había caso. Reemplazaba una adicción con otra (cuando no venían de a dos, e incluso de a tres). Lo único que no había cambiado, lo único que se había mantenido siempre en su lugar, con drogas o sin ellas, con alcohol o sin él, a veces fumando, a veces no, a veces en un diván, era el sexo, su promiscuidad.

      Saupol no era –no lo había sido ni lo sería nunca– un tipo buenmozo, al contrario, era decididamente feo. Ni siquiera hablaba bien. ¿Qué tenía? Era horrible, alcohólico, drogadicto, fumaba, no tenía plata, no sabía tocar, y salía a la calle y le iba bien. Las mujeres que se le ofrecían eran cada vez más, y cada vez más bellas. Para ser capaz de disfrutarlas –desde la publicación de su primera novela hacían cola en la puerta de su casa–, moderó dramáticamente, a veces incluso mordiendo una toalla, la ingesta de drogas y de alcohol. Siguió bebiendo, drogándose y fumando, sí, pero menos, un menos considerable. Las mujeres, para él –en un momento como ese, de lucha contra sus adicciones–, no eran la mejor compañía: apenas entraban a su casa prendían un cigarrillo, pedían algo para tomar y preguntaban si había drogas.

      Lo dejó todo cuando se enamoró de Ingrid. Dejó incluso el sexo: Ingrid venía del área del mundo hindú, comía arroz, bebía grandes cantidades de agua mineral, nunca había fumado y en la cama no iba más allá de la masturbación. Saupol la amaba locamente. Con ella hacía yoga, daba largas caminatas, aspiraba, espiraba, respiraba. Ya no fumaba ni se drogaba, era fiel y feliz, y se alimentaba con semillas, como un pájaro. Sí: Ingrid había sido el motor de un cambio radical.

      No podía creer que lo engañara. Saupol no podía creer que lo engañara y que ahora mismo, en lugar de llorar su muerte, estuviera de duelo con Tom.

      Al día siguiente volvió del ciber desolado: en los diarios no se decía una palabra sobre él. ¿Qué era peor, ser engañado y no poder hacer nada o descubrirlo y estar muerto? Se encerró en su habitación, encendió el televisor y bebió una tras otra y sin pausa todas y cada una de las botellas de cerveza y miniaturas de whisky, de ron y de vodka del frigobar y se fue a la playa. Ir a la playa era de pronto lo único que podía hacer.

      En el hall discutió brevemente con el hombre de la remera de Erasure cuando este le dijo que no estaba permitido andar descalzo por el hotel. Saupol, molesto, hizo girar como molinetes las ojotas enganchadas en los dedos de las manos, pasó por entre un grupo de albañiles que acababan de arrancar la puerta para poner otra y, ya en la calle, se las calzó y siguió adelante en zigzag, mareado. “Lo único que no tengo que hacer es estar al sol y meterme en el mar”, se dijo. Tenía resaca. “Lo único que no tengo que hacer es estar al sol y meterme en el mar”. Hacía años que no se emborrachaba. “Ni achicharrarme ni ahogarme”.

      Esta vez la playa estaba llena. Fue una sorpresa, porque el día anterior, si no recordaba mal, el cien por ciento de los veraneantes llevaba su biografía bajo el brazo, y ahora lo más parecido a la literatura que veía eran las inscripciones de una tabla de surf. Se hizo un hueco entre dos sombrillas, echó la toalla del hotel sobre la arena y, segurísimo de que nadie lo reconocería con esa barba y esos anteojos, y mucho menos todavía después de que se hubieran enterado, apenas cuatro días atrás, de su muerte –desde entonces no había ocurrido nada más importante, aunque ahora mismo nadie lo mencionara–, se acostó boca arriba y abrió las piernas y los brazos con toda claridad.

      Por la conversación de los de al lado supo que el día anterior la playa había estado vacía porque todo el mundo había ido a un festival de samba no muy lejos de allí. Ya le parecía a él, mientras miraba pasar a su lectora, e incluso mientras aguantaba la respiración bajo el agua hirviente del mar, que oía un chingui chingui a la distancia… ¿Por qué había dejado la música? ¿Había dejado la música porque los números no le daban, o porque escribiendo podía al fin hacer algo sin saber adónde iba? No, sí, lo sabía muy bien, escribía para que lo encuentren, y la gente se perdía en masa en sus ficciones; no tenía nada de qué quejarse. Nada. Abrió los ojos. Volvió a cerrarlos. La cabeza le daba vueltas.

      Se incorporó, se apoyó sobre los codos y trató de hacer foco en el mar. Estaba en eso cuando una mujer que caminaba por la orilla giró bruscamente, dejando escapar un grito; había recibido las salpicaduras heladas de un chico que intentaba mojar a otro, pero el malentendido se disparó por la playa en efecto dominó. Desde todas direcciones empezó a correr gente hacia allí. Nadie sabía qué pasaba, motivo más que suficiente para ir; y sin embargo el malentendido señalaba una verdad: alguien se ahogaba.

      Saupol oyó a sus espaldas la fricción de unos pies veloces sobre la arena, se dio vuelta para ver qué era y un joven atleta en slip le saltó por encima, aterrizó cinco metros más allá, se impulsó de nuevo hacia adelante y se clavó de cabeza en el mar. Segundos después el guardavidas ya había agarrado al inconsciente por el cuello y lo arrastraba hacia lo playo. Por lo que alcanzaba a verse desde la orilla, el inconsciente era más joven aún que el guardavidas, e igual de fuerte, y se resistía; al parecer había algo que lo molestaba todavía más que la posibilidad de ahogarse… El guardavidas no tuvo más remedio que darle un fuerte puñetazo en el mentón. Pero el inconsciente se lo devolvió. La gente en la orilla se miraba desconcertada. Apenas eran las diez de la mañana y ya nadie entendía nada. El guardavidas lo golpeaba a repetición, tratando de desmayarlo para que no se ahogaran los dos, pero el inconsciente seguía firme y le devolvía los golpes uno por uno.

      Las olas rompían sobre ellos, los cubrían de espuma. Y ellos reaparecían golpeándose uno al otro con ferocidad. Ya hacían pie y aun así no dejaban de golpearse. En la breve pausa entre una ola y otra sus caras se llenaban de sangre. ¿Qué pasaba? El desconcierto de la multitud en la orilla era enorme, nadie había visto nunca un rescate semejante. Algunos llamaban a los gritos a los amigos o familiares que seguían en las sombrillas, ajenos al suceso: no se lo podían perder. El guardavidas, que era más alto, tiraba los golpes desde arriba, y el otro se los devolvía desde abajo al mismo ritmo y tan furioso que la altura del otro ya no era una ventaja.

      Finalmente dos burgueses de Bahía se metieron al agua y los separaron. El guardavidas salió con la nariz rota, chorreando sangre y sal, y se apartó de la multitud con un gesto de desprecio, como si acabara de enterarse de un engaño. El inconsciente quedó tendido boca arriba en la arena, resoplando con fastidio. No respondió a ninguna de las preguntas que le hicieron. Estaba agotado. Harto y agotado. Incluso se llevó una mano a la entrepierna y se sacudió el bulto cuando alguien le preguntó si se sentía bien.

      Enseguida todo el mundo volvió de nuevo a su inactividad original.

      Saupol se dejó caer de espaldas sobre la toalla y en el acto se quedó dormido.

      Los albañiles soldaban la nueva puerta del hotel. Saupol zigzagueó por entre tablas y baldes y clavó un dedo en el botón del ascensor. Mientras esperaba, observó las huellas que había dejado en la capa de polvo que cubría el hall, finísima; si no hubiera caminado sobre ella, no la vería. ¿Qué dirían los albañiles, o el hombre con la remera de Erasure, que apareció de pronto empujando un escobillón, si supieran que estaba muerto?

      Se dio una ducha, se envolvió en una toalla y miró televisión (nada sobre él) hasta que tuvo hambre. Entonces bajó al comedor.

      Ocupó una mesa en un rincón y miró otra vez sus huellas, ahora violáceas a la luz de un tubo de neón sobre el espejo. Las huellas se cruzaban a mitad de camino con las de un hombre de barba rosa que leía el diario sentado a una mesa al lado de la ventana. El comedor olía a hueso hervido, a nervio frito. Sonaba una música neutra que parecía aindiarse, montada a la sucesión de imágenes de un televisor sin sonido en el que de pronto apareció Hermeto, su agente. Saupol dio un salto, agarró el control remoto de encima del televisor y subió el volumen al máximo. El hombre de barba rosa levantó la vista. Corte. Nada. Tarde. Dejó el volumen como lo había encontrado, volvió