El escritor comido. Sergio Bizzio. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sergio Bizzio
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412327007
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una tarde en la que Tom, que no hablaba nunca, comentó de pronto, y sin que viniera al caso, que daría la vida por tener una cabaña frente al mar, con voz de flauta de bambú, y la sonrisa de oso panda de Ingrid al escucharlo; la cena del último cumpleaños de Ingrid, a la que habían invitado a los Morelo y a los Amado y a la que solo asistió Tom, agitando entusiasmado una serpiente de plata en el fondo de una botella de tequila. ¿Por qué habían faltado los Morelo y los Amado, sus dos matrimonios amigos? Porque no aceptaban ser cómplices del engaño, que obviamente ya conocían. ¿Qué otra razón podían tener, sino esa? Pero Ingrid… Dios ¿Ingrid era capaz de ser tan cruel? A Saupol le vino a la memoria un pasaje de su último libro, en el que aseguraba que sí, aunque no se refería específicamente a Ingrid, desde luego: el pasaje hacía referencia a la mujer en general, como si él fuera un hombre particular. ¿Podía ser engañado así? ¿Y el dolor? ¿Dónde estaba su dolor? Sufrió un desmayo tan ligero que no tuvo ni tiempo de caer. Al contrario, se levantó, se desmayó otra vez y al volver en sí se encontró de nuevo sentado en la cama.

      Salió al patio del hotel y orinó las flores del jardín. La luz del sol lo hizo llorar mientras dirigía el chorro hacia un agujerito en la tierra que imaginó repleto de insectos en armonía. ¿Cómo era posible que la sinceridad y fidelidad con la que la había amado, con la que aún la amaba, fuera también un puñal destinado a darle muerte, después de muerto? Sus ojos “se cansaron de llorar”, como decía Sandro en una de sus canciones preferidas. ¿Cómo te diré (mi amor) que ya no hay leña en el árbol de la fe?”. La música llegaba desde la ventana de Conserjería, que el hombre con la remera de Whitesnake acababa de entreabrir. Saupol se abotonó rápidamente la bragueta y se inclinó sobre las flores orinadas, fingiéndose interesado en ellas. Después dio media vuelta y volvió a la habitación.

      Llamó a su casa. Dejó que el teléfono sonara tres veces y cortó. Volvió a llamar. Cortó antes de discar el número completo. Se quedó un buen rato inmóvil, tratando de pensar. Pero en su mente, casi siempre nublada, ahora nevaba. Marcó el número del celular de Ingrid. Cortó. Marcó de nuevo. Volvió a cortar. Llamó al Conserje y le pidió algo para comer. El hombre con la remera de Whitesnake le dijo que la cocina estaba cerrada. La hora del desayuno había pasado y el almuerzo empezaba a servirse a las once. Eran las diez.

      —¡Pero la concha de la lora! —exclamó Saupol—. ¿Puede ser tan difícil comer acá?

      Agarró una cerveza del frigobar, bebió media botella de un trago y el resto a sorbitos, mientras se llenaba la bañadera. Agarró otra cerveza y un paquetito de maníes, se desnudó, se acostó en el agua y bebió y comió mirándose una herida recién descubierta por encima del ombligo. No le dolía; era un tajo (ya seco) de cinco centímetros de largo, en forma de búmeran, rodeado de pelos.

      “Si no encuentran el cuerpo…”, pensó (¿y cómo lo iban a encontrar, si ahora mismo estaba en la bañera de un hotel?), “siempre puedo decir que estuve perdido”. Pero eso no tenía lógica y lo pasó por alto. “Pensemos, pensemos”, se dijo y cambió de tema. El Conserje no lo había reconocido. La marca “Saupol” no le había dicho nada al anotarlo en el registro del hotel, quizá porque su barba, sus ojeras, su hambre y su palidez impactaban más que su fama, o porque su muerte era una noticia indiscutible, sobre la que no se podía dudar, o porque el hombre no leía ni el diario.

      Salió del agua y se paseó a un lado y a otro mojando adrede el piso de la habitación, que odiaba. Encendió el televisor y se vistió mirando de reojo un programa cultural conducido por un calvo muy gracioso y una mujer joven, escotada, monomaníaca, teñida por la ambición. Después bajó al comedor.

      No había nadie. Se sentó a una mesa y llamó al Conserje. Esta vez el hombre de la remera de Whitesnake no estaba, así que vino el Conserje en persona. Era un hombre ancho y a la vez muy flaco, de modales refinados y manos callosas, una contradicción ambulante vestida de gris. El Conserje se paró a su lado y le dijo, muy amablemente, que la cocina abría en una hora y que, mientras tanto, “si lo deseaba”, podía traerle algo para tomar.

      —Escuchame —le dijo Saupol inclinándose hacia adelante—: algo debe haber. ¿O me vas a decir que acá lo hacen todo en el momento? Yo comí en los restaurantes más caros del mundo y te puedo asegurar que es todo refrito, rápido y fácil.

      El Conserje enderezó la espalda.

      —Tengo hambre. Hace dos días que estoy acá y lo único que comí fue un sándwich. ¿Qué pasa, no vino el cocinero? ¡Cocino yo! No me vas a decir que se necesita un chef para poner un plato en el microondas con los restos de anoche y apretar un botón. Mientras tanto, si querés, traeme una cerveza. Pero acordate de esto —agregó, extendiendo sobre la mesa un billete de 100 dólares recién planchado—: algo debe haber.

      El Conserje agarró el billete y se fue. Un minuto después volvió empujando un carrito con una pechuga de pollo, ala incluida, arroz y una botella de vino, además de la cerveza.

      —Invita la casa —dijo destapando la botella.

      —Gracias —Saupol agarró la pechuga con la mano y le dio un mordisco—. ¿Pan no hay?

      —Enseguida —asintió el Conserje. Nunca un hombre tan odioso le había pagado tan bien.

      Mientras comía, Saupol se preguntó qué habrían dicho los Morelo. ¿Y los Amado? ¿Y sus pobres, impacientes editores? Silencio, masticación. Comió hasta que abrió la cocina. Entonces pidió el almuerzo. Después, achispado por la cerveza y el vino, se dijo: “Sí, me voy a la playa”, como quien dice encogiéndose de hombros: “Me olvido de todo”. En un local de baratijas pegado al hotel compró unos anteojos de sol, un bermudas con arabescos amarillos sobre fondo verde, unas ojotas y un gorrito y bajó por una calle angosta en dirección al este. Una hora de caminata después, ni un minuto más ni un minuto menos, empezó a sospechar que la ciudad no tenía playa, pero eso era algo que no podía preguntarle a nadie (“¿Hay playa por acá?”), pensarían que estaba loco. Tomó un taxi y volvió al hotel.

      El Conserje lo vio entrar y le preguntó si había ido a la playa. Saupol lo miró como si hubiera escuchado un ruido, girando rápidamente la cabeza, y subió a su habitación. Espió lo que quedaba de un noticiero y volvió a bajar. Ahora el Conserje no estaba; en su lugar estaba el hombre de la remera de Whitesnake, que esta vez llevaba una de Erasure. Saupol le preguntó qué dirección debía tomar para ir a la playa. El hombre señaló hacia adelante con un dedo.

      Les gustaba la misma música, pero tenían modales de lo más opuestos.

      La playa estaba desierta y el mar caliente. Sentado en la orilla, Saupol observó largo rato el horizonte. “Es todo tan repugnante que ya ni dar vuelta la cara vale la pena”, se dijo. Hasta que una mujer le pasó al lado con un ejemplar de su biografía en la mano. A Saupol se le erizaron los pelos. Se vio en la foto de tapa, muy sonriente, en blanco y negro, con las uñas comidas de la mujer sobre la cara, y el horizonte se puso a ondular. Qué ironía, esa mujer ya sabía todo (o casi todo) lo que él mismo había inventado sobre sí, pero ignoraba que había pasado a su lado. ¿Por qué capítulo iría?

      Ahora que estaba muerto sus libros debían venderse mucho más. De hecho, había una sola persona en la playa y tenía su biografía. Era un promedio excelente. Se levantó y se tiró de cabeza al mar.

      De joven había integrado una banda punk. Vivía drogado y borracho. Una tarde, saliendo de una disquería, tropezó y cayó en el interior de un cochecito de bebé. El bebé tenía dos o tres semanas de vida y tuvieron que internarlo. (Se salvó). Esa misma noche, aturdido por la culpa, pero aun más por los excesos, empezó a escribir El heredero, su primera novela (silencio, un plano fijo, un desierto de arena, y de pronto algo que se mueve). Dejó las drogas. Fue sorpresivo para todos, incluso para él. Ahora fumaba tres paquetes de cigarrillos diarios. Con eso también tenía que hacer algo.

      Fumó hasta que El heredero se convirtió en un éxito. Lo invitaban a tantos cócteles y a tantas fiestas que el tabaco lo terminó por asquear, pero bebía más que nunca. Desde los nueve años, cuando su padre le hizo probar cachaza, no había