Ante todo, era preciso elegir los navíos. Estaban previstos cinco, de cierto porte, apropiados para un viaje largo por mares difíciles. Ya por entonces las ágiles carabelas, aquellos bellos navíos ligeros que parecían volar sobre las aguas, muy aptos para los primeros descubrimientos, estaban siendo sustituidos por las naos, menos ligeras, pero más sólidas y de mayor capacidad de carga. La era de los descubrimientos estaba siendo sustituida por la era de las conquistas, y lo que más interesaba eran los transportes de hombres y mercancías. De los cinco barcos obtenidos por Magallanes, cuatro por lo menos eran naos; la quinta y más pequeña de las embarcaciones, la Santiago era probablemente una carabela, y sería utilizada para exploraciones por estuarios y estrechos de poco fondo. En general, no llegaban al tonelaje requerido por Magallanes, pero tenían el porte suficiente. He aquí los cinco barcos destinados a la gran aventura:
San Antonio | 120 toneladas |
Trinidad | 100 (según versiones, 110) |
Concepción | 90 |
Victoria | 85 |
Santiago | 75 |
Prescindimos de la diferencia, que muchos señalan, entre toneladas de arqueo y toneladas de desplazamiento. El detalle es interesante para los eruditos y para los especialistas. Con saberlo ahora ganaríamos poco.
Colón, en su primer viaje, hubiera envidiado estas naves. La Santa María —la única nao con que contaba— apenas llegaba al tamaño de la Santiago. Las demás eran bastante más pequeñas. Colón había llevado de 100 a 120 tripulantes; Magallanes de 235 a 250, aparte de una buena carga, artillería y armamento.Fernández Vial, que ha estudiado con detalle todas las embarcaciones, estima que se encontraban en buen estado. Quizá la más vieja era la Concepción, la única que hubo de ser abandonada en la travesía a la altura de Borneo; la más nueva, y la más cara en proporción a su tonelaje era la Victoria: quizá no fue una casualidad que haya sido, de las cinco, la única que logró coronar con éxito la vuelta al mundo. Una pregunta: ¿por qué, si la San Antonio era la nao de más tonelaje, no la escogió Magallanes como capitana, sino la Trinidad, la segunda en envergadura? Sin duda porque la Trinidad era más reciente, tenía un puente de mando más vistoso, y una cámara para el capitán más amplia y casi regia. Un marino dotado de una elevada conciencia de su dignidad, como Magallanes, o como Colón, aprecia estas cosas.
La diferencia fundamental entre una carabela y una nao es que esta última tiene dos castillos, o partes más elevadas y cubiertas, uno a proa y otro a popa, en tanto la carabela no tenía más que un castillo y por lo general poco elevado. La figura de una nao, vista de costado presentaba por consiguiente un aspecto que a un observador de hoy puede extrañar, con una parte delantera y otra trasera notablemente más elevadas que la central. Para acceder al barco hay, naturalmente, que subir por esta parte central. Los castillos sirven para establecer camarotes permanentes para los principales miembros de la tripulación, el capitán, el maestre, el piloto, el capellán cuando lo hay, o el escribano, cuando lo hay también. En los puentes se guardan los instrumentos de navegación, y los útiles de más valor. El resto de los tripulantes dormían en la cubierta principal, por lo general hacinados: todos eran necesarios para las operaciones difíciles del manejo de las velas, pero no había sitio para establecer un habitáculo cómodo para todos. Los marineros acababan acostumbrándose a esta incomodidad. La función de los altos puentes no era solo la de hacer una distinción de jerarquías. Eran necesarios para guardar la brújula, los cuadrantes y demás instrumentos delicados, los tesoros, el dinero o los artículos de valor que se querían transportar y por supuesto para mandar y dirigir la navegación o las maniobras. Puede extrañarnos que el puente de popa sea por lo general más elevado y digno que el de proa, cuando en una embarcación actual es la proa siempre la parte más elevada, la que corta las aguas y puede sentir más fuerte el embate de las olas; y el mismo puente de mando está situado más cerca de la proa que de la popa. Pero es que no se pueden dirigir las maniobras de una nao sin dar órdenes directas al timonel, y el timón, como es bien sabido, ha de ir siempre a popa. Hoy el capitán de un barco dispone de altavoces, teléfonos y todos los medios de comunicación que puede apetecer; pero entonces era preciso comunicar las órdenes a viva voz.
Las naos arbolaban tres mástiles gruesos, trinquete, mayor y mesana, prolongados por masteleros más finos, y cruzados por vergas que sostenían las velas. Una buena nao tiene tres «pisos» o niveles de velas, las mayores de las cuales son las más bajas, y las más altas, por regla general, las más pequeñas. Una nao tiene más velas, por lo general, que una carabela, y con su mayor superficie de trapo compensa en parte su mayor pesadez. La vela de mesana, la más trasera, suele ser única y triangular, más fácil de volver de un lado a otro. Las otras son velas «cuadras», cuadradas o rectangulares, que también pueden girar para que den cara al viento. Se comprende el esfuerzo que requiere izar, arriar y mover, junto con sus vergas, aquellas masas enormes de lona, y de aquí la necesidad de una tripulación numerosa. Los palos servían de algo más. Desde lo alto se divisa un horizonte más dilatado que desde cubierta, o desde el nivel del mar. El secreto de este mayor alcance se debe, como casi todo el mundo sabe, a la curvatura de la Tierra, y de niños se nos enseñaba con dibujos prácticos que desde lo alto del palo de un barco se ve mucho más lejos, e igualmente, que desde la costa solo se ven los palos de la nave que se aproxima, hasta que, a menor distancia, se distingue toda su estructura. Cuando se navega en una pequeña embarcación por el Mediterráneo, a la altura de Málaga o incluso de Fuengirola, el Peñón de Gibraltar, si la visibilidad lo permite, se ve como una isla, y hubiéramos jurado que la salida al Atlántico se encuentra al norte, que no al sur de aquel peñón. ¡Qué útil es un mástil para distinguir a distancia! Los marinos, aparte de poseer una especial destreza para mantenerse en pie desafiando los más fuertes bandazos y cabeceos de la nao, poseían una gran agilidad para trepar por los palos. Para ello se pintaban solos los grumetes, muchachos jóvenes, a veces adolescentes, capaces de sostenerse sobre la cofa o simplemente sobre una cruceta. Las cofas, plataformas o especie de semihuevos abiertos en la . parte alta de los palos, estaban casi siempre servidas por vigías, serviolas o jóvenes grumetes. Casi siempre el emocionante grito de «¡Tierra!» no venía de la proa, sino de arriba.
Por lo que se refiere a la tripulación, estaba previsto que embarcaran 235 hombres. Según las fuentes más inmediatas, fueron 237; para algunos llegaron a 250, parte de los cuales pudieron subir en Sanlúcar o en Canarias. Es difícil conocer el número exacto de tripulantes, porque siempre en estas aventuras se cuelan algunos. Para una misión difícil y arriesgada como la que Magallanes se proponía emprender, era preciso escoger hombres no solo valerosos, sino avezados a la vida de la mar, a sus exigencias, a las maniobras, a la capacidad de aguante, un día tras otro, de navegación de altura, a la dureza de los más fuertes temporales. Eran hombres duros, en efecto, pero habían de ser también disciplinados. En alta mar no existe una jerarquía de autoridades a la que pueda recurrirse conforme a las leyes para evitar o castigar desmanes. Es el comandante quien ha de establecer los reglamentos, obligar a cumplirlos y castigar las faltas. La propia dureza de la mar conduce a veces a motines, riñas, embriagueces (los marinos consumían más cantidad de vino por día que el resto de los mortales). El hecho es humanamente explicable, pero es que además existía la creencia de que el vino aporta fortaleza y aguante. Se comprende que un capitán necesite poseer una autoridad indiscutible, y que los castigos a la indisciplina fueran más duros en los barcos incluso que en la milicia. Magallanes, que había empezado su vida como militar y la estaba consumando como marino, fue especialmente exigente, a veces particularmente duro, a la hora de ejercer su papel como «capitán general» de la flota. Lo comprobaremos con frecuencia.
Lo que más sorprende es la cantidad de extranjeros que se enrolaron en la misión, cuando lo normal era reclutar casi exclusivamente españoles. También es difícil precisar cifras, porque entonces las nacionalidades eran