—Ha querido decir malo.
—He aquí, mi querido Pródico, por qué Simónides reprende tanto a Pítaco, por haber dicho que es difícil ser virtuoso, como si hubiera querido decir que es malo ser virtuoso.
—¿Piensas, Sócrates —me respondió Pródico—, que Simónides quiso decir otra cosa, y que su objeto no fue echar en cara a Pítaco que no conocía la propiedad de los términos, y hablaba groseramente como un hombre nacido en Lesbos, acostumbrado a un lenguaje bárbaro?
—Protágoras, ¿entiendes lo que dice Pródico? ¿Tienes algo que responder?
—Estoy muy lejos de tu opinión, Pródico —dijo Protágoras—, y tengo por cierto que Simónides no entendió por la palabra difícil más que lo que todos nosotros entendemos, y que no ha querido decir que es malo, sino que no es fácil, y que no se puede conseguir sino con mucha dificultad.
—A decir verdad, Protágoras —le dije—, no dudo en manera alguna, que Pródico no esté muy bien enterado del sentimiento de Simónides, pero hasta cierto punto se burla de ti y te tiende un lazo para provocarte y ver si tienes valor para sostener tu pensamiento. Que Simónides, por otra parte, no quiere decir con la expresión difícil lo que es malo, he aquí una prueba incontestable, cuando en seguida e inmediatamente añade: «Y solo Dios posee este precioso tesoro».
»Si hubiera querido decir que es malo ser virtuoso, no hubiera añadido que solo Dios posee la virtud, y se hubiera guardado bien de hacer semejante presente a la divinidad. Si lo hubiera hecho, Pródico no hubiera dejado de llamar a Simónides impío, lejos de llamarle un ciudadano de Ceos.[23] Pero por poca que sea tu curiosidad de saber si yo estoy versado en lo que llamas lectura de los poetas, voy a darte una explicación del sentido de este pequeño poema de Simónides, y si gustas tú darla, te escucharé con el mayor placer.
Protágoras entonces dijo:
—Como quieras, Sócrates.
Pródico e Hipias y todos los demás me suplicaron que hiciera la relación.
—Trataré —les dije— de explicaros lo que pienso sobre esta pieza de Simónides.
»La filosofía es muy antigua entre los griegos, sobre todo en Creta y en Lacedemonia. Allí hay más sofistas que en ninguna otra parte, pero se ocultan y figuran ser ignorantes, como los sofistas de que Protágoras ha hablado, para que no se crea que superan a todos los demás griegos en habilidad y en ciencia, y solo quieren que se les considere como hombres bravos, que están por encima de todos los demás por su valor. Porque están persuadidos de que si fuesen conocidos tales como ellos son, todo el mundo se aplicaría a la filosofía. De esta manera, ocultando su habilidad, engañan a todos aquellos griegos que se jactan de seguir las costumbres de los lacedemonios, como que la mayor parte, para imitarles, se cortan las orejas, ciñen su cuerpo solo con cuerdas, se entregan a los ejercicios más duros, y gastan vestidos muy cortos, porque están persuadidos de que, merced a estas austeridades, los lacedemonios superan en fama a todos los demás griegos. Pero los lacedemonios, cuando quieren conversar con sus sofistas en plena libertad, y están fastidiados de verlos solo a hurtadillas, arrojan todas estas gentes que les estorban, es decir, todos los extranjeros que se encuentran en sus ciudades, y así conversan con sus sofistas, sin admitir a ningún extranjero. Tampoco permiten que los jóvenes viajen por las demás ciudades, por temor de que olviden lo que han aprendido, como se practica en Creta. Entre estos sabios, no solo se cuentan hombres, sino también mujeres, y una prueba infalible de que os digo verdad y de que los lacedemonios están perfectamente instruidos en la filosofía y en la elocuencia, es que, si alguno quiere conversar con el más miserable de ellos, al pronto le tendrá por un idiota, pero después, en el curso de la conversación, este idiota hallará medio de soltar a tiempo una frase corta, viva, llena de sentido y de fuerza, que lanzará como un rayo, de suerte que el que tan mala opinión había formado de él, se encontrará rebajado como un chiquillo. Así es que muchos de nuestro tiempo y muchos de los anteriores siglos han comprendido que laconizar es mucho más filosofar que ejercitarse en la gimnasia, por estar muy persuadidos, y con razón, de que solo un hombre muy instruido y bien educado puede tener semejantes arranques. De este número han sido Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Bías de Priene, nuestro Solón, Cleóbulo de Lindos, Misón de Quena[24] y Quilón de Lacedemonia, el séptimo sabio. Todos estos sabios han sido sectarios de la educación lacedemoniana, como lo prueban esas lacónicas sentencias que se conservan de ellos. Habiéndose encontrado cierto día todos ellos juntos, consagraron a Apolo, como primicias de su sabiduría, estas dos sentencias que están en boca de todo el mundo y que hicieron que se fijaran en la portada del templo de Delfos: Conócete a ti mismo y Nada en demasía.[25]
»¿Por qué os he referido todo esto? Es para haceros ver que el carácter de la filosofía de los antiguos consistía en cierta brevedad lacónica. Una de las mejores frases que ha sido atribuida a Pítaco, y que más han alabado los sabios, es justamente esta: es difícil ser virtuoso. Simónides, como émulo de Pítaco en la sabiduría, comprendió que si podía echar abajo esta expresión y triunfar de un atleta de tanta reputación, adquiriría una nombradía inmortal. así es que esta expresión es la que quiso y tuvo designio de destruir, y para este objeto compuso todo este poema; por lo menos yo lo creo así. Examinémoslo juntos, para ver si tengo razón. Ante todo los primeros versos de este poema serían insensatos, si en lugar de decir simplemente, que es difícil hacerse virtuoso, el poeta hubiese dicho: «es difícil, yo lo confieso, hacerse virtuoso»; porque esta palabra, «lo confieso», sería puesta sin razón que la justificara, si se supone que Simónides tuvo intención de atacar la expresión de Pítaco. Habiendo dicho Pítaco que es difícil ser virtuoso, Simónides se opone a ello, y corrige este principio, diciendo que es difícil hacerse o devenir virtuoso, y que esto es verdaderamente difícil; porque observad bien que no dice que es difícil hacerse virtuoso verdaderamente, como si entre los virtuosos pudiera haberlos que lo fuesen verdaderamente, y otros que lo fuesen sin ser verdaderamente; éste sería el discurso de un extravagante y no de un hombre sabio como Simónides. Es preciso que haya en este verso una trasposición, y que la palabra verdaderamente se la saque de su sitio para responder a Pítaco; porque es como si tuviera lugar una especie de diálogo entre Simónides y Pítaco en esta forma: dice Pítaco: «Amigos míos, es difícil ser virtuoso»; Simónides responde: «Pítaco, lo que tú dices es falso; porque no es difícil ser virtuoso, pero es difícil, te lo confieso, hacerse virtuoso, cuadrado de pies, de manos y de espíritu, y formado sin la menor imperfección; he aquí lo que es difícil verdaderamente». De esta manera se ve que esta palabra «lo confieso» está colocada con razón, y que la palabra «verdaderamente» está bien colocada al final. Todo el giro que lleva el poema, prueba que éste es su verdadero sentido, y sería fácil hacer ver que todas sus partes concuerdan, que están perfectamente compuestas, y que tienen tanta gracia como elegancia, tanta fuerza como sentido; pero si las hubiéramos de recorrer todas, iríamos demasiado lejos. Contentémonos con examinar la idea del poema en general y el objeto que se propuso el poeta para hacer ver que todo su poema solo se propone rebatir esta sentencia de Pítaco. Es esto tan cierto, que un poco más adelante, como para dar razón de lo que ya ha dicho, que hacerse virtuoso es una cosa verdaderamente difícil, añade: «Eso es posible por algún tiempo, pero persistir en este estado después que uno se ha hecho virtuoso, como tú dices, Pítaco, es imposible, porque está por encima de las fuerzas del hombre; este dichoso privilegio solo pertenece a Dios, y no es humanamente