—Sócrates —dijo entonces Protágoras—, he aquí una cuestión bien sentada, y me gusta responder a los que las presentan de esta especie. Te digo que Hipócrates no tiene que temer conmigo lo que le sucedería con cualquier otro de los sofistas, porque todos los demás causan un notable perjuicio a los jóvenes en cuanto a que les obligan, contra su voluntad, a aprender artes que no les interesan y que de ninguna manera querían aprender, como la aritmética, la astronomía, la geometría, la música, (y diciendo esto miraba a Hipias) en vez de lo cual, conmigo, este joven no aprenderá jamás otra ciencia que la que desea al dirigirse a mí, y esta ciencia no es otra que la prudencia o el tino que hace que uno gobierne bien su casa, y que en las cosas tocantes a la república nos hace muy capaces de decir y hacer todo lo que le es más ventajoso.
—Mira —le dije—, si he cogido bien tu pensamiento; me parece que quieres hablar de la política, y que te supones capaz para hacer de los hombres buenos ciudadanos.
—Precisamente —dijo él—, es eso lo que forma mi orgullo.
—En verdad, Protágoras —le dije—, vaya una ciencia maravillosa, si es cierto que la posees, y no tengo dificultad en decirte libremente en esta materia lo que pienso. Hasta ahora había creído que era esta una cosa que no podía ser enseñada, pero puesto que dices que tú la enseñas, ¿qué remedio me queda sino creerte? Sin embargo, es justo te diga las razones que tengo para creer que no puede ser enseñada, y que no depende de los hombres comunicar esta ciencia a los demás. Estoy persuadido, como lo están todos los griegos, de que los atenienses son muy sabios. Veo en todas nuestras asambleas, que cuando la ciudad tiene precisión de construir un edificio, se llama a los arquitectos para que den su dictamen; que cuando se quieren construir naves, se hacen venir los carpinteros que trabajan en los arsenales; y que lo mismo sucede con todas las demás cosas que por su naturaleza pueden ser enseñadas y aprendidas; y si alguno que no es profesor se mete a dar consejos, por bueno, por rico, por noble que sea, no le dan oídos, y lo que es más, se burlan de él, le silban, y hasta llega el caso de hacer un ruido espantoso para que se retire, si antes no lo cogen los ujieres y lo echan fuera por orden de los senadores. Así se conduce el pueblo en todas las cosas que dependen de las artes. Pero siempre que se delibera sobre la organización de la república, entonces se escucha indiferentemente a todo el mundo. Veis al albañil, al aserrador, al zapatero, al mercader, al patrón de buque, al pobre, al rico, al noble, al plebeyo, levantarse para dar sus pareceres, y no se lleva a mal; nadie hace ruido como en las otras ocasiones, y a nadie se le echa en cara que se injiera[8] en dar consejos sobre cosas que ni ha aprendido, ni ha tenido maestros que se las hayan enseñado; prueba evidente, de que todos los atenienses creen que la política no puede ser enseñada.
»Esto se ve no solo en los negocios generales de la república, sino también en los asuntos particulares y en todos los casos, porque los más sabios y los más hábiles de nuestros ciudadanos no pueden comunicar su sabiduría y su habilidad a los demás. Sin ir más lejos, Pericles ha hecho que sus dos hijos, que están presentes, aprendan todo lo que depende de maestros, pero en razón de su capacidad política, ni él los enseña, ni los envía a casa de ningún maestro, sino que los deja pastar libremente por todas las praderías, como animales consagrados a los dioses que vagan errantes sin pastor, para ver si por fortuna se ponen ellos por sí mismos en el camino de la virtud. Es cierto que el mismo Pericles, tutor de Clinias, hermano segundo de Alcibíades, aquí presente, temeroso de que este último, mucho más joven, fuese corrompido por su hermano, tomó el partido de separarlos, y llevó a Clinias a casa de Arifrón[9] para que este hombre sabio tuviese cuidado de educarle e instruirle. ¿Pero qué sucedió? Que apenas Clinias estuvo seis meses, cuando Arifrón, sin saber qué hacer de él, le restituyó a Pericles. Podría citar muchos otros, que siendo muy virtuosos y muy hábiles, jamás han podido hacer mejores, ni a sus hijos, ni a los hijos de otros, y cuando considero todos estos ejemplares, te confieso, Protágoras, que me confirmo más en mi opinión de que la virtud no puede ser enseñada; y así es que cuando te oigo hablar como tú lo haces, me conmuevo y comienzo a creer que dices verdad, persuadido como estoy de que tú tienes larga experiencia, que has aprendido mucho de los demás, y que has encontrado en ti mismo grandes recursos. Si nos puedes demostrar claramente que la virtud por su naturaleza puede ser enseñada, no nos ocultes tan rico tesoro, y haznos partícipes de él; te lo suplico encarecidamente.
—No te lo ocultaré —dijo— pero escoge; ¿quieres que te haga, como buen anciano que se dirige a jóvenes, esta demostración por medio de una fábula[10], o que haga un discurso razonado?
Al oír estas palabras, la mayor parte de los que estaban sentados exclamaron que él era el jefe y que se le dejase la elección.
—Supuesto eso —dijo—, creo que la fábula será más agradable.
»Hubo un tiempo en que los dioses existían solos, y no existía ningún ser mortal. Cuando el tiempo destinado a la creación de estos últimos se cumplió, los dioses los formaron en las entrañas de la tierra, mezclando la tierra, el fuego y los otros dos elementos que entran en la composición de los dos primeros. Pero antes de dejarlos salir a luz, mandaron los dioses a Prometeo[11] y a Epimeteo que los revistieran con todas las cualidades convenientes, distribuyéndolas entre ellos. Epimeteo suplicó a Prometeo que le permitiera hacer por sí solo esta distribución, «a condición», le dijo, «de que tú la examinarás cuando yo la hubiere hecho». Prometeo consintió en ello; y he aquí a Epimeteo en campaña. Distribuye a unos la fuerza sin la velocidad, y a otros la velocidad sin la fuerza; da armas naturales a estos y a aquellos se las rehúsa; pero les da otros medios de conservarse y defenderse. A los que da cuerpos pequeños les asigna las cuevas y los subterráneos para guarecerse, o les da alas para buscar su salvación en los aires; los que hace corpulentos en su misma magnitud tienen su defensa. Concluyó su distribución con la mayor igualdad que le fue posible, tomando bien las medidas, para que ninguna de estas especies pudiese ser destruida. Después de haberles dado todos los medios de defensa para libertar a los unos de la violencia de los otros, tuvo cuidado de guarecerlos de las injurias del aire y del rigor de las estaciones. Para esto los vistió de un vello espeso y una piel dura, capaz de defenderlos de los hielos del invierno y de los ardores del estío, y que les sirve de abrigo cuando tienen necesidad de dormir, y guarneció sus pies con un casco muy firme, o con una especie de callo espeso y una piel muy dura, desprovista de sangre. Hecho esto, les señaló a cada uno su alimento; a estos las hierbas; a aquellos los frutos de los árboles; a otros las raíces; y hubo especie a la que permitió alimentarse con la carne de los demás animales; pero a ésta la hizo poco fecunda, y concedió en cambio una gran fecundidad a las que debían alimentarla, a fin de que ella se conservase. Pero como Epimeteo no era muy prudente, no se fijó en que había distribuido todas las cualidades entre los animales privados de razón, y que aún le quedaba la tarea de proveer al hombre. No sabía qué partido tomar, cuando Prometeo llegó para ver la distribución que había hecho. Vio todos los animales perfectamente arreglados, pero encontró al hombre desnudo, sin armas, sin calzado, sin tener con qué cubrirse.
Estaba ya próximo el día destinado para aparecer el hombre sobre la tierra y mostrarse a la luz del sol, y Prometeo no