PROTARCO. —Es igual para todos los tiempos.
SÓCRATES. —¿No hemos dicho antes que los placeres y las penas de alma preceden a los placeres y a las penas del cuerpo, de suerte que sucede que nos regocijamos y nos entristecemos antes con relación al porvenir?
PROTARCO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —Esas letras y esas imágenes, que antes hemos supuesto que se escribían y pintaban dentro de nosotros mismos, ¿solo tienen lugar respecto al pasado y al presente, y de ninguna manera respecto al porvenir?
PROTARCO. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —¿Quieres decir que todo esto no es más que la esperanza con relación al porvenir, esperanza que nos alimenta toda la vida?
PROTARCO. —Sí, eso mismo.
SÓCRATES. —Ahora, además de lo que acaba de decirse, respóndeme a lo siguiente.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —El hombre justo, piadoso y bueno en todos conceptos, ¿no es querido por los dioses?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No sucede todo lo contrario con el hombre injusto y malo?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Todo hombre, como dijimos antes, está lleno de esperanzas.
PROTARCO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —Y lo que llamamos esperanzas son los razonamientos que cada uno se hace a sí mismo.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Y también las imágenes que se pintan en el alma; de manera que muchas veces se imagina tener gran cantidad de oro y con el oro placeres en abundancia. Más aún; se ve dentro de sí mismo, como si estuviera en el colmo de los goces.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Aseguraremos, por lo tanto, que entre estas imágenes, las que se presentan a los hombres de bien son verdaderas en su mayor parte, porque son amadas por los dioses; y que comúnmente sucede lo contrario respecto a las que se presentan a los malos. ¿No sucede así?
PROTARCO. —No puede ser dudosa la respuesta.
SÓCRATES. —¿No es cierto que las imágenes de los placeres aparecen también en el alma de los hombres malos, pero que estos placeres son falsos?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Los malos, de ordinario, solo gustan de placeres falsos, y los hombres virtuosos de placeres verdaderos.
PROTARCO. —Es una conclusión necesaria.
SÓCRATES. —Por lo tanto, según lo que acabamos de decir, hay en el alma de los hombres placeres falsos, que imitan ridículamente a los placeres verdaderos; y otro tanto digo de las penas.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿No puede suceder que al mismo tiempo que se tenga realmente una opinión, sea objeto de esta opinión una cosa que no exista, que no ha existido, y algunas veces que no existirá jamás?
PROTARCO. —Conforme.
SÓCRATES. —Esto es, a mi parecer, lo que hace que una opinión sea falsa, y que se formen falsas opiniones.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Y bien, ¿no debe reconocerse en los dolores y los placeres una manera de ser que corresponda a la de las opiniones?
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Diciendo que cualquiera que sea el objeto, aun siendo vano y fantasioso, puede suceder que realmente cause regocijo, por más que sea una cosa que ni esté presente, ni haya existido jamás, y muchas veces, quizá las más, aunque no haya de existir nunca.
PROTARCO. —Es una necesidad, Sócrates, que así suceda.
SÓCRATES. —¿No diremos asimismo, con respecto al temor, a la cólera y a otras pasiones semejantes, que son falsas algunas veces?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿podemos suponer otra causa de las malas opiniones que la falsedad?
PROTARCO. —Ninguna otra.
SÓCRATES. —Tampoco podemos concebir, a mi entender, que los placeres puedan ser malos de otra manera que porque son falsos.
PROTARCO. —Lo que dices, Sócrates, es muy diferente. Ordinariamente no es la falsedad la que decide si los dolores y los placeres son malos, sino otros grandes vicios a los que están sujetos.
SÓCRATES. —Dando por sentado esto, hablaremos más adelante de los placeres malos, y que lo son por cualquier otro vicio, si insistimos en esta opinión. Al presente, es preciso hablar de los placeres falsos que se encuentran y se forman de otra manera en nosotros frecuentemente y en gran número. Esto nos servirá quizá para el juicio que deberemos formar.
PROTARCO. —¿Cómo podemos menos de hablar de ellos, si es cierto que hay tales placeres?
SÓCRATES. —Pues los hay, Protarco, según mi opinión; y, si la admitimos, es imposible dejar de examinarla.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Así pues, abordemos esta cuestión, y probemos en ella nuestras fuerzas como atletas.
PROTARCO. —Abordémosla.
SÓCRATES. —Hemos dicho un poco más arriba, si mal no recuerdo, que cuando existe en nosotros lo que se llama deseo, las afecciones que experimenta el cuerpo nada tienen de común con las del alma.
PROTARCO. —Me acuerdo; así se dijo.
SÓCRATES. —¿No es cierto, que quien desea una manera de ser opuesta a la del cuerpo es el alma, y que el cuerpo es el que recibe el dolor o el placer, como consecuencia de la acción que experimenta?
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Atiende ahora a lo que en tal caso sucede.
PROTARCO. —Habla.
SÓCRATES. —Sucede, pues, que el dolor y el placer están presentes en nosotros a la vez, y que el alma experimenta al mismo tiempo las sensaciones opuestas de estas afecciones que se combaten. Todo esto ya lo hemos visto.
PROTARCO. —Sí, en efecto.
SÓCRATES. —¿No hemos dicho también otra cosa en la que estamos acordes?
PROTARCO. —¿Cuál?
SÓCRATES. —Que el dolor y el placer admiten el más y el menos, y que pertenecen a la especie del infinito.
PROTARCO. —Así lo hemos dicho.
SÓCRATES. —¿De qué medio nos valdremos para juzgar con acierto sobre esto?
PROTARCO. —¿Por dónde y cómo?
SÓCRATES. —¿No queremos, en esta clase de cosas, juzgar ordinariamente por comparación cuál es la más grande y la más pequeña, la más fuerte y la más débil, oponiendo dolor a placer, dolor a dolor, placer a placer?
PROTARCO. —Sí, éste es efectivamente el objeto de todo juicio.
SÓCRATES. —Pero, con relación a la vista, la distancia demasiado grande o demasiado pequeña impide conocer la verdad de los objetos, y nos obliga a juzgar falsamente; ¿no sucede lo mismo respecto al placer y al dolor?
PROTARCO. —Mucho más aún, Sócrates.
SÓCRATES. —En este caso sucede todo lo contrario de lo que decíamos antes.
¿De qué hablas? Más arriba eran las opiniones las que, siendo en sí mismas falsas o verdaderas, comunicaban estas cualidades a los dolores y