PROTARCO. —Hay otra especie de placer y de dolor, en los que el cuerpo no tiene parte, y que el espectáculo solo del alma hace nacer.
SÓCRATES. —Has comprendido muy bien. En cuanto yo puedo juzgar, espero, que en estas dos especies puras y sin mezcla de placer y de dolor veremos claramente si el placer, tomado totalmente, es digno de ser buscado, o si es preciso atribuir esta ventaja a cualquier otro de los géneros de los que hemos hecho mención precedentemente; y si con el placer y el dolor sucede como con lo caliente y lo frío y otras cosas semejantes, que unas veces se buscan y otras se desechan, porque no son buenas por sí mismas, y que solamente algunas, en ciertos casos, participan de la naturaleza de los bienes.
PROTARCO. —Dices con razón que por este camino es por donde debemos marchar para el descubrimiento de lo que buscamos.
SÓCRATES. —Hagamos, pues, en primer lugar la observación siguiente. Si es cierto, como dijimos antes, que cuando la especie animal se corrompe siente dolor, y placer cuando se restablece, veamos con relación a cada animal, cuando no experimenta alteración, ni restablecimiento, cuál será en esta situación su manera de ser. Estate muy atento a lo que habrás de responder: ¿no es de toda necesidad que durante este intervalo el animal no sienta dolor ni placer alguno, ni pequeño ni grande?
PROTARCO. —Es una necesidad.
SÓCRATES. —He aquí, pues, un tercer estado para nosotros, diferente de aquel en que se tiene placer, y de aquel en que se experimenta dolor.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Adelante; haz el mayor esfuerzo para acordarte; porque importa mucho tener presente en el espíritu este estado, cuando se trate de decidir la cuestión sobre el placer. Si te parece bien, digamos aún algo más.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —¿Sabes que nada impide que viva de esta manera el que ha abrazado la vida sabia?
PROTARCO. —¿Hablas del estado que no está sujeto al goce ni al dolor?
SÓCRATES. —Hemos dicho, en efecto, en la comparación de los géneros de vida, que el que ha escogido vivir según la inteligencia y la sabiduría, no debe gustar nunca ningún placer, ni grande ni pequeño.
PROTARCO. —Es cierto; lo hemos dicho.
SÓCRATES. —Este estado, pues, es el suyo, y quizá no sería extraño que de todos los géneros de vida fuese el más divino.
PROTARCO. —Siendo así, hay trazas de que los dioses no estén sujetos a la alegría, ni a la afección contraria.
SÓCRATES. —No solo hay trazas, sino que es cierto, por lo menos, que hay un no sé qué de rebajado en una y otra afección. Pero examinaremos por extenso más adelante este punto, si conviene para nuestra discusión, y tendremos cuenta de esta ventaja para el segundo puesto en favor de la inteligencia, si no podemos arribar al primero.
PROTARCO. —Muy bien dicho.
SÓCRATES. —Pero la segunda especie de placeres, que solo el alma percibe, como lo hemos dicho, debe enteramente su origen a la memoria.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Me parece que es preciso explicar antes lo que es la memoria, y antes de la memoria, lo que es la sensación, si queremos formarnos una idea clara de la cosa de que se trata.
PROTARCO. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —Da por sentado como cierto que entre las afecciones que nuestro cuerpo experimenta ordinariamente, unas se extinguen en el cuerpo mismo antes de pasar al alma, y la dejan sin ningún sentimiento; otras pasan del cuerpo al alma, y producen una especie de conmoción, que tiene alguna cosa de particular para el uno y para la otra, y de común a las dos.
PROTARCO. —Lo supongo.
SÓCRATES. —¿No tendremos razón para decir que las afecciones que no se comunican a los dos escapan al alma, y que las que van hasta ella las percibe?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuando digo que escapan al alma, no se crea que quiero hablar aquí del origen del olvido; porque el olvido es la pérdida de la memoria, y en el caso presente la memoria no tiene cabida; y es un absurdo decir que se puede perder lo que no existe, ni ha existido. ¿No es así?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Cambia en algo los términos.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —En vez de decir que cuando el alma no siente las conmociones ocurridas en el cuerpo, estas conmociones se le escapan, llama insensibilidad a lo que llamabas olvido.
PROTARCO. —Entiendo.
SÓCRATES. —Pero cuando la afección es común al alma y al cuerpo, y ambos son conmovidos, no te engañarás en dar a este movimiento el nombre de sensación.
PROTARCO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —¿Comprendes ahora lo que entendemos por sensación?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero si se dice que la memoria es la conservación de la sensación, se hablará con exactitud, por lo menos a juicio mío.
PROTARCO. —Así lo pienso yo.
SÓCRATES. —¿No decimos que la reminiscencia es diferente de la memoria?
PROTARCO. —Quizá.
SÓCRATES. —¿Esta diferencia no consiste en lo siguiente?
PROTARCO. —¿En qué?
SÓCRATES. —Cuando el alma sin el cuerpo, y retirada en sí misma, recuerda lo que ha experimentado en otro tiempo con el cuerpo, llamamos a esto reminiscencia. ¿No es así?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y cuando habiendo perdido el recuerdo, sea de una sensación, sea de un conocimiento, lo reproduce en sí misma, llamamos a todo esto reminiscencia y memoria.
PROTARCO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Lo que nos ha comprometido en todo este pormenor es lo siguiente.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Es concebir de la manera más perfecta y más clara lo que es el placer, que el alma experimenta sin el cuerpo, y al mismo tiempo lo que es el deseo; porque lo que se acaba de decir nos da a conocer lo uno y lo otro.
PROTARCO. —Veamos, Sócrates, lo que viene detrás.
SÓCRATES. —Según las apariencias, nos veremos obligados a entrar en la indagación de muchas cosas, para llegar al origen del placer y a todas las formas que él toma. En efecto, nos es preciso explicar antes lo que es el deseo, y cómo se forma.
PROTARCO. —Examinémoslo, que en ello nada perderemos.
SÓCRATES. —Por el contrario, Protarco, cuando hayamos encontrado lo que buscamos, desaparecerán nuestras dudas sobre estos objetos.
PROTARCO. —Tu réplica es justa, pero sigamos adelante.
SÓCRATES. —Hemos dicho que el hambre, la sed y otras muchas afecciones semejantes son especies de deseos.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Qué vemos de común en estas afecciones tan diferentes entre sí, que nos obliga a darles el mismo nombre?
PROTARCO. —¡Por Zeus!, quizá no es fácil explicarlo, Sócrates; es preciso, sin embargo, decirlo.
SÓCRATES. —Para eso tomemos el punto de partida desde aquí.
PROTARCO. —Si quieres, dime desde dónde.
SÓCRATES. —¿No se