FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Luego hay cosas sobre las que todo el mundo conviene, y otras sobre las que todo el mundo disputa.
FEDRO. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Cuáles son las materias en que más fácilmente podemos extraviarnos, y en las que la retórica tiene la mayor influencia?
FEDRO. —Evidentemente en las cosas inciertas y dudosas.
SÓCRATES. —El que se propone abordar el arte oratorio, deberá haber hecho antes metódicamente esta distinción, y haber aprendido a distinguir, según sus caracteres diferentes, las cosas sobre las que fluctúa naturalmente la opinión del vulgo, y sobre las que la duda es imposible.
FEDRO. —El que sepa hacer esta distinción será un hombre hábil.
SÓCRATES. —Hecho esto, yo creo que antes de tratar un objeto particular, debe ver con ojo penetrante, y evitando toda confusión, a qué especie pertenece este objeto.
FEDRO. —Sin dada.
SÓCRATES. —Y el amor ¿es de las cosas sujetas a disputa o no?
FEDRO. —Es de las cosas disputables, ciertamente. De no ser así, ¿hubieras podido hablar como hablaste, sosteniendo tan pronto que el amor es un mal para el amante y para el objeto amado, como que es el más grande de los bienes?
SÓCRATES. —Perfectamente. Pero dime (porque en el furor divino que me poseía he perdido el recuerdo), ¿comencé mi discurso definiendo el amor?
FEDRO. —¡Por Zeus!, sí; no pudo ser mejor la definición.
SÓCRATES. —¿Qué dices?, las ninfas hijas de Aqueloo y Pan, hijo de Hermes[23] ¿son más hábiles en el arte de la palabra que Lisias, hijo de Céfalo? ¿O bien yo me engaño, y Lisias, comenzando su discurso sobre el amor nos ha precisado a aceptar una definición a la que ha referido toda la trabazón de su discurso y la conclusión misma? ¿Quieres que volvamos a leer el principio?
FEDRO. —Como quieras. Sin embargo, lo que buscas no se halla allí.
SÓCRATES. —Lee sin parar. Quiero oírle no obstante.
FEDRO. —«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como provechosa a ambos.
»No sería justo rechazar mis votos, porque no soy tu amante. Porque los amantes, apenas se ven satisfechos, cuando sienten ya todo lo que han hecho por el objeto de su pasión».
SÓCRATES. —Estamos muy distantes de encontrar lo que buscábamos. No comienza por el principio, sino por el fin, como un hombre que nada de espaldas contra la corriente. El amante, que se dirige a la persona que ama, ¿no comienza por dónde debería concluir, o me engaño yo, Fedro, mi muy querido amigo?
FEDRO. —Ten presente, Sócrates, que no ha querido hacer más que el final de un discurso.
SÓCRATES. —Sea así; ¿pero no ves que sus ideas aparecen hacinadas confusamente? Lo que dice en segundo lugar, ¿debe estar en el punto que ocupa, o más bien en otro lugar de su discurso? Yo, si bien confieso mi ignorancia, creo, que el autor, muy a la ligera, ha arrojado sobre el papel cuanto le ha venido al espíritu. ¿Pero tú has descubierto, en su composición, un plan, según el que ha debido disponer todas las partes en el orden en que se encuentran?
FEDRO. —Me haces demasiado favor al creerme en estado de penetrar todos los artificios de la elocuencia de un Lisias.
SÓCRATES. —Por lo menos me concederás, que todo discurso debe, como un ser vivo, tener un cuerpo que le sea propio, cabeza y pies y medio y extremos exactamente proporcionados entre sí y en exacta relación con el conjunto.
FEDRO. —Eso es evidente.
SÓCRATES. —¡Y bien!, examina un poco el discurso de tu amigo, y dime si reúne todas estas condiciones. Confesarás que se parece mucho a la inscripción que dicen se puso sobre la tumba de Midas, rey de Frigia.
FEDRO. —¿Qué epitafio es ese, y qué tiene de particular?
SÓCRATES. —Helo aquí:
Soy una virgen de bronce, colocada sobre la tumba de Midas;
Mientras las aguas corran y los árboles reverdezcan,
De pie sobre esta tumba, regada de lágrimas,
Anunciaré a los pasajeros que Midas reposa en este sitio.[24]
Ya ves que se puede leer indiferentemente esta inscripción, comenzando por el primer verso que por el último.
FEDRO. —Tú te burlas de nuestro discurso, Sócrates.
SÓCRATES. —Dejémosle, pues, para que no te enfades, aunque en mi opinión encierra gran número de ejemplos útiles, que deben estudiarse, para huir a todo trance de imitarlos. Hablemos de los demás discursos. En ellos encontraremos enseñanzas, que podrán aprovechar al que quiera instruirse en el arte oratorio.
FEDRO. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Estos dos discursos se contradicen; porque el uno tendía a probar que se deben conceder sus favores al hombre enamorado, y el otro al no enamorado.
FEDRO. —El pro y el contra son sostenidos con calor.
SÓCRATES. —Creía que ibas a usar de la palabra propia que es «con furor». Ésta es la palabra que yo esperaba; ¿no hemos dicho, en efecto, que el amor era una especie de furor?
FEDRO. —Sí.
SÓCRATES. —Hay dos especies de furor o de delirio: el uno, que no es más que una enfermedad del alma; el otro, que nos hace traspasar los límites de la naturaleza humana por una inspiración divina.
FEDRO. —Conforme.
SÓCRATES. —Hemos distinguido cuatro especies de delirio divino, según los dioses que lo inspiran, atribuyendo la inspiración profética a Apolo, la de los iniciados a Dionisio, la de los poetas a las Musas, y en fin, la de los amantes a Afrodita y a Eros; y hemos dicho, que el delirio del amor es el más divino de todos. Inspirados nosotros por el soplo del dios del amor, tan pronto aproximándonos como alejándonos de la verdad, y formando un discurso plausible, yo no sé cómo hemos llegado a componer, como por vía de diversión, un himno, decoroso sí, pero mitológico al Amor, mi dueño, como lo es tuyo, Fedro, que es el dios que preside a la belleza.
FEDRO. —Yo estuve encantado al oírlo.
SÓCRATES. —Sirvámonos de este discurso para ver cómo se puede pasar de la censura al elogio.
FEDRO. —Veamos.
SÓCRATES. —Todo lo demás no es en efecto más que un juego de niños. Pero hay dos procedimientos que la casualidad nos ha sugerido sin duda, pero que convendrá comprender bien y en toda su extensión al aplicarlos al método.[25]
FEDRO. —¿Cuáles son esos procedimientos?
SÓCRATES. —Por lo pronto deben abrazarse de una ojeada todas las ideas particulares desparramadas acá y allá, y reunirlas bajo una sola idea general, para hacer comprender, por una definición exacta, el objeto que se quiere tratar. Así es como dimos antes una definición del amor, que podrá ser buena o mala, pero que por lo menos ha servido para dar a nuestro discurso la claridad y el orden.
FEDRO. —¿Y cuál es el otro procedimiento?
SÓCRATES. —Consiste en saber dividir de nuevo la idea general en sus elementos, como otras tantas articulaciones naturales, guardándose, sin embargo, de mutilar ninguno de estos elementos primitivos, como acostumbra un mal cocinero cuando trincha. Así es como en nuestros dos discursos dimos primeramente una idea general del delirio; en seguida, a la manera que la unidad de nuestro cuerpo comprende bajo una misma denominación los miembros que están a la izquierda y