FEDRO. —Me uno a ti, mi querido Sócrates, para pedir a los dioses que sigan ambos tu consejo por ellos y por mí. Pero en verdad, yo no puedo menos de alabar tu discurso, cuya belleza me ha hecho olvidar el primero. Temo que Lisias parezca muy inferior, si intenta luchar contigo en un nuevo discurso. Por lo demás, ahora, recientemente, uno de nuestros hombres de estado le echaba en cara, en términos ofensivos, el escribir mucho, y en toda su diatriba le llamaba fabricante de discursos. Quizá el amor propio le impedirá responderte.
SÓCRATES. —Yaya una idea singular, mi querido joven; poco conoces a tu amigo, si crees que se asusta con tan poco ruido. ¿Has podido creer que el que así le criticaba hablaba seriamente?
FEDRO. —Las trazas eran de eso, Sócrates, y tú mismo sabes, que los hombres más poderosos y de mejor posición en nuestras ciudades se avergüenzan de componer discursos y de dejar escritos, temiendo pasar por sofistas a los ojos de la posteridad.
SÓCRATES. —No entiendes nada, mi querido Fedro, de los repliegues de la vanidad; y no ves que los más entonados de nuestros hombres de estado son los que más ansían componer discursos y dejar obras escritas. Desde el momento en que han dado a luz alguna cosa están tan deseosos de adquirir aura popular, que se apuran a inscribir en su publicación los nombres de sus admiradores.
FEDRO. —¿Qué es lo que dices?, yo no te comprendo.
SÓCRATES. —¿No comprendes que a la cabeza de los escritos de un hombre de estado aparecen siempre los nombres de los que les han prestado su aprobación?
FEDRO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —El senado o el pueblo o ambos, en vista de la proposición de tal… han tenido a bien… Y aquí se nombra sí mismo, y hace su propio elogio. En seguida, para demostrar su ciencia a sus adoradores, hace de todo esto un largo comentario. Y, dime ¿No es éste un verdadero escrito?
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Si triunfa el escrito, el autor sale del teatro lleno de gozo; si se le desecha, queda privado del honor de que se le cuente entre los escritores y autores de discursos, y así se desconsuela y sus amigos se afligen con él.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Es evidente que, lejos de desdeñar este oficio, le tienen en gran estimación.
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Pero qué, cuando un orador o un rey, revestido del poder de un Licurgo, de un Solón, de un Darío, se inmortaliza en un estado, como autor de discursos, ¿no se mira a sí mismo, como un semidiós durante su vida, y la posteridad no tiene de él la misma opinión, en consideración a sus escritos?
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Crees tú, que ningún hombre de estado, cualesquiera que sean su carácter y su prevención contra Lisias, pretenda hacerle ruborizar por su título de escritor?
FEDRO. —No es probable, conforme a lo que dices, porque sería a mi parecer difamar su propia pasión.
SÓCRATES. —Por lo tanto, es evidente que nadie puede avergonzarse de componer discursos.
FEDRO. —Conforme.
SÓCRATES. —Pero, en mi opinión, lo vergonzoso no es el hablar y escribir bien, sino el hablar y escribir mal.
FEDRO. —Es claro.
SÓCRATES. —¿Pero en qué consiste el escribir bien o el escribir mal? ¿Deberemos, mi querido Fedro, interrogar sobre esto a Lisias o a alguno de los que han escrito o escribirán sobre un objeto político o sobre materias privadas en verso, como un poeta, o en prosa, como el común de los escritores?
FEDRO. —¿Es posible que me preguntes si debemos? ¿De qué serviría la vida, si no se gozase de los placeres de la inteligencia? Porque no son los goces, a los que precede el dolor como condición necesaria, los que dan precio a la vida; y esto es lo que pasa con casi todos los placeres del cuerpo, por lo que con razón se les ha llamado serviles.
SÓCRATES. —Creo que tenemos tiempo. Lo que me parece es que las cigarras, que cantan sobre nuestras cabezas, y conversan entre sí, como lo hacen siempre con este calor sofocante, nos observan. Si nos viesen en lugar de mantener una conversación, dormir la siesta como el vulgo, en esta hora del mediodía al arrullo de sus cantos, sin ocupar nuestro entendimiento, se reirían de nosotros, y harían bien; creerían ver esclavos que habían venido a dormir a esta soledad, como los ganados que sestean alrededor de una fuente. Si por el contrario, nos ven conversar y pasar cerca de ellas, como el sabio cerca de las sirenas, sin dejarnos sorprender, nos admirarán y quizá nos darán parte del beneficio que los dioses les han permitido conceder a los hombres.
FEDRO. —¿Qué beneficio es ese? Me parece que nunca he oído hablar de él.
SÓCRATES. —No parece bien que un amigo de las musas ignore estas cosas. Se dice que las cigarras eran hombres antes del nacimiento de las musas. Cuando éstas nacieron, y el canto con ellas, hubo hombres, que de tal manera se arrebataron al oír sus acentos, que la pasión de cantar les hizo olvidar la de comer y beber, y pasaron de la vida a la muerte, sin apercibirse de ello. De estos hombres nacieron las cigarras, y las musas les concedieron el privilegio de no tener necesidad de ningún alimento, sino que, desde que nacen hasta que mueren, cantan sin comer ni beber; y además de esto van a anunciar a las musas cuál es, entre los mortales, el que rinde homenaje a cada una de ellas. Así es que, haciendo conocer a Terpsícore los que la honran en los coros, hacen que esta divinidad sea más propicia a sus favorecidos. A Eratón dan cuenta de los nombres de los que cultivan la poesía erótica; y a las otras musas hacen conocer los que las conceden la especie de culto que conviene a los atributos de cada una; a Calíope, que es la de mayor edad, y a Urania, la de menor, dan a conocer a los que dedicados a la filosofía cultivan las artes que les están consagradas. Estas dos musas, que presiden a los movimientos de los cuerpos celestes y a los discursos de los dioses y de los hombres, son aquellas cuyos cantos son melodiosos. He aquí materia para hablar y no dormir en esta hora del día.
FEDRO. —Pues bien, hablemos.
SÓCRATES. —Nos propusimos antes examinar lo que constituye un buen o mal discurso, escrito o improvisado. Comencemos este examen, si gustas.
FEDRO. —Muy bien.
SÓCRATES. —¿No es necesario para hablar bien conocer la verdad sobre aquello de que se intenta tratar?
FEDRO. —He oído decir con este motivo, mi querido Sócrates, que el que ha de ser orador no necesita saber lo que es verdaderamente justo, sino lo que parece tal a la multitud encargada de decidir; ni tampoco lo que es verdaderamente bueno y bello, sino lo que tiene las apariencias de la bondad y de la belleza. Porque es la verosimilitud, no la verdad, la que produce la convicción.
SÓCRATES. —No hay que desechar las palabras de los sabios,[18] mi querido Fedro, pero también es preciso examinar lo que ellas significan. Y lo que acabas de decir debe llamar toda nuestra atención.
FEDRO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Procedamos de esta manera.
FEDRO. —Veamos.
SÓCRATES. —Si yo te aconsejase que compraras un caballo para servirte de él en los combates, y ni tú ni yo hubiéramos visto caballos, pero supiese yo, que Fedro llama caballo al que mejor oído tiene entre los animales domésticos…
FEDRO. —Quieres reírte, Sócrates.
SÓCRATES.