alguien dijo que era de fiar, y nunca supimos, nunca supo nadie, sólo yo, que era un traidor;
¿Cómo supiste que era un traidor, Juan Pablo?;
En la frontera, ahí todo se revela. El caso es que lo de Hernández Cabello salió mal. O no es que saliera mal, sino que nos estaban esperando, nos habían echado una trampa encima y caímos todos. Yo tuve suerte, porque era el menos experto y me tocó esperar en un sitio donde supuestamente iban a traerlo, pero nunca llegaron, y al día siguiente supe lo que pasó, y por la noche me fui de la ciudad,
mi participación con los Enfermos fue poco trascendental, le dijo Orígenes;
y lo dijo como si le guiñara un ojo, como si alguien los estuviera escuchando y tuviera que mentir o hablar a medias y con parábolas, y como si en el incompleto gesto del ojo mal cerrado se guardara la verdad no dicha de todas las cosas;
¿Fue entonces cuando Pablo Lezama te siguió?;
Fui a buscar a Isidro Levi para que me dijera si sabía algo, para decirle que me iba y para pedirle que cuidara a mi madre, que se estaba muriendo de cáncer. Me dio el libro de Burton, y le hablé del asunto, le dije que no se fiara de nadie, y me fui;
Yo hablé con Isidro Levi, Juan Pablo, y él me dijo que nunca le dio a usted el libro de Robert Burton, y que no conoce ni tiene idea de quién es Pablo Lezama, o de lo que pasó con Hernández Cabello;
¿Y qué querías que te dijera, Salomón?, cuando volví y tuve que convertirme en Pablo Lezama para que no me mataran ¿a quién crees que tenía que vigilar yo? Ellos, los que enviaron a Lezama, ni siquiera le conocían la cara, y me tomaron por él, y sospechaban de Isidro Levi, y tenían razón en sospechar de él, y yo tuve que vigilarlo de cerca y capotear que dos veces, en aquellos años, me ordenaron que lo matara;
empezaba a enredársele otra vez la memoria:
Yo soy yo, decía Orígenes, pero esto es así: yo volví y me confundieron con Lezama, o yo me hice pasar por él, y me dijeron: Lezama, tienes que hacerte pasar por Juan Pablo Orígenes, que era un Enfermo, y vigilar a Isidro Levi, que está entre los líderes de la Liga Comunista; y yo, Salomón, me hice un enredo: ahora era yo haciéndome pasar por otro que se hace pasar por mí pero que no soy yo, ¿usted entiende?, ¿cómo quiere que no se me confundan las cosas si he tenido que ser dos hombres toda la vida?; pero Isidro Levi sabe que yo no soy Pablo Lezama, y que mientras duró aquello yo tenía que cumplir y mandar informes sobre él y sobre todo lo que pasaba en la ciudad para que no nos mataran;
¿Quién los iba a matar, Juan Pablo?;
Ellos, ¿quién más?, pero no nos mataron, o a Eliot Román sí, y a muchos otros, creo que a Virgilio Bátiz, y a los hermanos Santos, y sin duda mataron a Anistro Guzmán; a ellos los mataron, pero como yo me busqué la manera de sobrevivir metiéndome en la boca del lobo, entonces pude salvarme la vida;
Salomón sabía que aquello era ya el desvarío total, la fantasía más amplia de la vida de Orígenes:
ser, él mismo, su propio perseguidor,
pero ya sabía Salomón que aquello no era sino el delirio, la distorsión, la memoria envuelta en los pliegues del olvido, desplegada en forma de olvido: ante el vacío, la conspiración; y Orígenes había consolidado en su memoria la conspiración nacional de una histeria que ordenaba los islotes que la memoria le iba dejando;
otra vez:
La memoria es la isla sin orillas, había escrito Orígenes;
y Estiarte Salomón, que ya sabía de alguna manera cómo funcionaba la memoria de Orígenes, o el olvido, o la memoria nueva que le hacía el olvido, supo que era el momento, como hubo antes muchos otros, de seguir el trazado de ese olvido memorioso, el rumbo que el propio Orígenes se planteaba sin voluntad, o con la voluntad ingobernable del desespero:
le preguntó entonces:
¿Cómo mataste a Isidro Levi, Juan Pablo?;
y Salomón sabía que todo esto era mentira, y le pareció que enunciarlo era meterse en un ramal de la memoria demasiado peligroso, que todo lo construido sobre la intención de descubrir la verdad de la vida de Juan Pablo Orígenes pendía del hilo de aquel juego con la mentira ya enunciado y que no podía, quizá, revirarse y corregirse, y esperaba el desmoronamiento de la historia, el absurdo de la memoria del escritor, pero lo que no esperaba era lo que finalmente pasó, la revelación de que algunas cosas de la memoria de Orígenes, en algún recodo eléctrico de su cerebro, seguían intactas:
Nunca pude matarlo, le dijo, porque siempre tuve la sospecha de que, si lo mataba, entonces yo ya no era imprescindible, y tuve miedo, Salomón, de que todo se terminara. Así que seguí enviando informes, falsos siempre, y decía que no podía matarlo a Isidro porque me iba a conducir a los líderes ocultos de la Liga Comunista, porque me inventé que los peces gordos del movimiento estaban metidos ya en el gobierno, infiltrados, preparando el derrumbe del sistema, me inventé una cosa que se llamaba Ensayo de Resurrección, y me lo creyeron; pero entonces un día dejé de recibir órdenes, o mejor dicho, Pablo Lezama dejó de recibir órdenes: habían pasado muchos años, muchísimos años, lo de Hernández Cabello quedó atrás, los muertos y los desaparecidos ya no salían en los diarios, los presos salieron de las cárceles, domados y apaciguados, y la ciudad se ocupó de otras cosas.
¿QUÉ RECUERDAS DE NORMA CARRASCO, Juan Pablo?;
Tenía el pelo largo y negro, una melena como un trapeador de petróleo que cuando yo era niño mi madre usaba para sacar brillo al piso, era un piso de baldosas rojas y brillaban como una ciruela roja cuando mi madre pasaba aquella melena negra y grasosa por el suelo,
tenía los ojos oscuros, no alcanzo a ver en el recuerdo si eran negros como su pelo o de otro color nocturno, pero brillantes, muy brillantes,
era muy pálida, casi siempre parecía que estaba enferma, que tenía anemia, que le faltaba sangre, pero yo la tocaba y siempre tenía la piel caliente,
una vez nos escondimos en la Botica Nacional, en la calle Andrade, usted sabe, donde mataron a Eliot Román; habíamos andado por el centro de la ciudad haciendo grafitis, a veces era más como un juego, y con ella casi todo se parecía a un juego, pero luego se volvió muy seria; llevaba unos pendientes con una piedra verde, una turquesa o algo así, sonreía poco, pero abría mucho los ojos y cruzaba las manos sobre los muslos cuando se sentaba; a veces, si yo la estaba viendo fijamente, como ahora que la recuerdo, muy fijamente, y nadie más ponía atención, se levantaba un poquito la falda y me enseñaba los muslos, pálidos, con las venas turquesas como los pendientes, y la falda casi siempre era oscura, y tenía una mirada como de atravesarle el cuerpo a uno, fija y honda, y un collar con otra turquesa que hacía que uno le prestara atención al surco de las clavículas como si aquello fuera una cenefa bien cincelada,
el pelo largo y negro, volvió a decir Orígenes;
y parecía que iba a empezar otra vez toda la descripción de Norma Carrasco, la tía Norma de Eliot Román, pero entonces Salomón, que lo percibió al poeta con la vista muy fija, con la atención bien clavada en algo que había a sus espaldas, con un atisbo tembleque y desconfiado se dio la vuelta, queriendo dejar un ojo que vigilara a Orígenes y el otro para ver hacia atrás, por si las dudas, pero lo que hizo fue girar rápidamente y volver la vista al escritor y en ese instante logró divisar, sobre el estante de la librería de la casa de Orígenes, un marco de madera con la fotografía