seguramente le habló de eso a la mujer, y ella, que estaba sola, lo invitó a sentarse,
quizá creyó que era un cura o un misionero o algo,
es cierto que el hombre que sostenía el timón en el retrato tenía barba de misionero: una espesa barba donde tranquilamente anidaría un ratón,
y como no había otro sitio donde sentarse que en la silla de ruedas, el abuelo Max se sentó ahí, y se quedó hablando con la mujer hasta que ella se aburrió y se fue quedando dormida. Entonces, el abuelo Max se acomodó bien en la silla, puso los pies en los estribos y, preocupándose por la peligrosa comodidad que se sentía en aquel aparato, se echó a rodar:
justo en el momento en que apenas se alejaba de la cama, entró una enfermera a la habitación. El abuelo Max se detuvo y se le quedó mirando a los ojos,
quién sabe cómo es que Amalia Pastor sabía todas esas cosas, o si se las habría inventado,
el caso es que la cara le cambió como si lo abrazara una sombra y de pronto era un hombre enfermo, casi moribundo, al lado de su esposa o su madre o su hermana que se moría sin remedio. Tomó de la mano a la mujer, que era mucho mayor que él, y miraba a la enfermera como si le pidiera ayuda, como si esperara la salvación:
La cara, dijo Amalia Pastor, lo recuerdo muy bien, pero le digo que no hay manera de saber cómo lo supo ella, o si lo inventó, la cara, pues, se le puso gris, con el gesto de un simio viejo que pide perdón, y los ojos, según ella, se le llenaron de lágrimas;
la enfermera se acercó a él, le puso la mano sobre el lomo, y le sobó esa tristeza profunda que era incurable porque no existía. Pero la enfermera no supo esto, y le dijo al abuelo Max que los médicos hacían todo lo posible. Revisó el goteo del suero, las almohadas, el historial clínico y otras cosas y se fue diciendo que volvería luego:
entonces empezó la huida:
el abuelo Max salió de la habitación en su papel de simio lastimado y le pidió a un enfermero, haciendo señas porque no quería hablar, que lo llevara a la entrada. Comprobó que nadie le impediría la salida cuando el enfermero, sin rechistar, lo llevó por pasillos, saludando gente, incluso a la misma enfermera que entró en la habitación, y lo acercó a la puerta principal del hospital,
pero en la entrada había unos doce escalones y ninguna rampa:
así son los hospitales aquí: hay que estar sano para entrar, y muerto para salir, yo lo sé muy bien;
entonces, consciente de que levantarse y cargar la silla no era una opción, el abuelo Max echó su mirada de simio al enfermero y con la ayuda de unos cuantos visitantes del hospital lo cargaron con todo y silla para bajar los doce escalones. Pero hasta ahí llegaba la generosidad del sistema sanitario. Y el abuelo Max se quedó solo a la entrada del edificio;
de ahí en adelante se las arregló para atravesar el calorón de la ciudad. Cruzó calles y avenidas, sorteó baches y desniveles, y dándose cuenta de que la gente le ayudaba, mal que bien, con los obstáculos más complicados, decidió no levantarse de la silla de ruedas y llegar así hasta la casa;
frente al portal, por fin, y aunque la calle estaba atestada de autobuses y coches y personas, se levantó, abrió la puerta y entró la silla;
le dio el aparato al tío Segundo, que en aquel tiempo no era tío de nadie, y se quedó más tranquilo;
ésa es la misma silla con la que estaba retratado, ya viejo, el tío Segundo;
luego me contó la historia del tío Segundo y de por qué estaba retratado con la silla de ruedas. El caso es que en el retrato original no había silla ni nada. El tío Segundo había sido retratado en un sillón de terciopelo verde. Casi todos los que estaban sentados se sentaban en un sillón de terciopelo verde. A saber por qué. Pero cuando el retrato se pintó sobre la pared cambiaron el sillón por la silla de ruedas. Dijo Amalia Pastor que al tío Segundo le volvió un ataque de fiebre reumática y que el sillón verde no era tan cómodo como la silla de ruedas. Además, no era lógico que todos estuvieran sentados en el mismo sillón: en la casa sólo había una butaca como aquélla, y ya estaba asignada a alguien más;
eso dijo;
y también que cuando el tío Segundo se aliviara de la fiebre lo pondrían en un sitio distinto, pero que a él le gustaba la silla de ruedas, y que había que agradecer el esfuerzo del abuelo Max: esa silla no podía estar por ahí arrumbada,
y por eso hubo que hacerle algunas reparaciones: una capa de pintura, una rueda nueva, el respaldo y el asiento necesitaban remiendos y se le agregó un cojín más cómodo;
me dijo que ella también había tenido fiebre reumática, pero que luego del episodio del nervio ciático ya no tuvo más problemas con aquello. Luego hizo una lista larguísima de padecimientos suyos: se curaba de una enfermedad con otra. Me ofreció otra taza de té y se fue a la cocina, allá en el fondo de la casa, y ya no volvió. La esperé casi una hora antes de irme. Empezaba a oscurecer, y pensé que la puerta estaría cerrada con llave,
lo recuerdo perfectamente, como si fuera ayer:
tuve la sensación de que había alguien más en la casa:
me pareció que alguien estaba respirando trabajosamente detrás de la puerta de una de las habitaciones. Escuchaba, entre los sonidos de la calle y los pájaros que bajaban al patio interior de la casa, un cuerpo que se movía apenas sobre una cama: los ruidos de un viejo colchón, el roce de una tela o de un muslo contra otro muslo, o de una mano contra un muslo, yo qué sé;
me puse nervioso,
muy nervioso, como si no fuera a salir de ahí nunca, y mire usted, años después estoy aquí otra vez, porque me fui un tiempo, a mí lo que me importaba de verdad era Lida, y cuando dejé de verla dejé de venir, pero luego me di cuenta de que también me interesaban las pinturas y los enfermos, por aquello de que una vez quise ser médico, pero yo odio a los médicos, no sabe usted cuánto;
lo cierto es que en aquel momento me inquietaba ir a ver si la puerta estaba cerrada:
pensé de verdad que la puerta estaba cerrada,
que me había engañado, que el agua del té estaba podrida, que iba a volver con un palo o con otra taza de té o con un jarrito de leche para el té, porque me lo había ofrecido antes, pero yo nunca le pongo leche al té, yo nunca tomo té, ¿verdad?;
o pensé que podía volver con las llaves para abrir la puerta, o con un perro, porque se escuchaban ladridos, y pensé que iba a venir con un perro y me lo iba a echar encima y hasta creo que la escuché llamarme, desde el otro lado de la casa, pidiéndome que fuera, que la ayudara en alguna cosa, a abrir un frasco de mermelada o a abrir la puerta del patio para echarme los perros y hasta llegué a pensar que iba a estar en la cama, desnuda, pidiéndome que le hiciera algo: pensé que los ruidos de antes eran sus ruidos desnudándose: creo que escuché el sonido de un vestido al caer al suelo;
tuve miedo, y no sé bien por qué;
pero ella no volvió, y yo me fui:
y la puerta no estaba cerrada.
Eso fue lo último que transcribió Salomón:
se quedó pensando en los enfermos de Amalia Pastor, que ahora eran los enfermos de Lida Pastor y que nada tenían que ver con los Enfermos de Juan Pablo Orígenes y Eliot Román;
se quedó pensando en Macedonio Bustos, en el accidente, en la mano como una cabeza de conejo, en las palabras que el boticario atribuyó a Lida Pastor:
A mi madre la perdí hace mucho tiempo;
se quedó pensando Estiarte Salomón en todas las cosas que se pierden y que también son parte de la historia:
La trama absurda y necesaria, escribió otra vez.