–Tengo una empresa minera, no una joyería –dijo Richard mientras tomaba nota de la plata que adornaba la oreja izquierda de Challis, y el aro que colgaba de la derecha–. Parece que te gusta parlotear; pero he retrasado una reunión para venir aquí. No puedo perder el tiempo –añadió con un tono hostil al que no estaba acostumbrada la locutora.
–Bueno, ¿a qué has venido? –le preguntó ésta con insolencia, más violenta de lo que acostumbraba a mostrarse–. ¿Cómo sabías que me iba a reunir con Kel?
–Comprobé los mensajes de su contestador antes de salir esta mañana.
–¿Vive contigo?, ¿es tu familiar pobre o algo así? –preguntó Challis. Luego frunció el ceño–. ¡Pero él tiene su propio número! –exclamó entonces.
–Nuestra relación familiar no te incumbe, pero sí puedo decirte que lo he mandado con su madre a que pase unos días en las islas Mauricio.
Challis estuvo a punto de responder en el mismo tono insolente en que le había hablado Richard, pero su camarero favorito apareció justo en ese momento… El que faltaba era Miles, aunque tampoco lo necesitaba. Podía arreglárselas a solas perfectamente. Dado que servían desayunos hasta las doce y sólo eran las diez de la mañana, pidió una taza de café y una tostada de mermelada. Don Diamantes Dovale también pidió café, por puro formalismo, supuso Challis, pues lo consideraba demasiado convencional como para estar sentado en una cafetería y no tomar nada.
Aprovechó la oportunidad para examinarlo, mientras Richard se fijaba en el camarero, y la extrañó comprobar que el traje no restaba ni un ápice de aire seductor a aquel hombre. Por eso estaba tan pendiente de él y corría por sus venas una excitación desconocida que la impulsaba a coquetear, a retarlo, aunque sólo fuera para ver cómo reaccionaría. De pronto, recordó haber leído que tenía treinta y tres años, lo cual explicaba su enfado ante la errada suposición de que él pudiera ser el padre de Kel. En cualquier caso, era diez años mayor que ella… Entonces, ¿por qué se fijaba tanto en lo alto y fuerte que era? Y también le gustaban su nariz, sus pómulos, el mentón, el color cálido de sus ojos, el bronceado de su piel, la densa mata de cabello negro y, sobre todo, la sensualidad de su boca… Se obligó a no mirarle las manos, porque las manos eran importantes para Challis y de ser tan perfectas como el resto…
La sorprendió observándolo cuando el camarero se hubo retirado, y enarcó las cejas en señal de pregunta. Challis rió con naturalidad:
–No es nada. Es que me extrañaba una cosa.
–Pues a mí me ha extrañado tu mensaje a Kel –repuso Richard, que no parecía interesado por lo que pudiera haber intrigado a Challis–. Si os conocéis tanto como para que él ya te haya demostrado que es buenísimo, realmente bueno, no me parece lógico que hayas tenido que dejar tu apellido para identificarte.
Challis lo miró atónita, estupefacta por lo que Richard estaba dando a entender. ¿Qué mensaje le había dejado en el contestador?
¿Kel? Soy Challis Fox. Eres bueno, realmente bueno. Estoy impresionada, me rindo. Quedamos mañana para desayunar: martes a las diez en Amakofikofi…
Algo así había sido. Estaba segura de haber dicho estoy, en vez de estamos, aunque Miles Logan también se había quedado impresionado con la maqueta que el joven les había enviado a la emisora. Eso sí, ella había sido la primera en escuchar la cinta, pues habían mandado el paquete a su nombre…
Richard Dovale la contemplaba con intensidad. Le brillaban los ojos ambarinos y, sin duda, debía de pensar que ella había seducido a su sobrino.
–No imagino cuántos ceros puede poner un hombre como tú en un cheque –se burló Challis–. ¿Cómo te llaman?, ¿magnate? ¿Por qué no has enviado a algún secuaz en vez de venir tú y mancharte tus propias manos hablando con una simple locutora de radio? Supongo que querías asegurarte de que este escándalo familiar no se hiciera de dominio público, ¿no? ¿Cuánto dinero estás dispuesto a ofrecerme?
–¿Cuánto quieres? –preguntó él con dureza, sin advertir que Challis lo estaba provocando adrede.
–No podrías pagarme ni con un saco de tus mejores diamantes –repuso ella, disgustada porque de veras la creyese una extorsionadora.
–¿Crees que podrás sacar más provecho a la larga, si sigues siendo una amenaza para Kel? –inquirió Richard Dovale, con más desprecio del que jamás había usado nadie para dirigirse a ella.
–No, porque yo no supongo ninguna amenaza para tu sobrino –respondió Challis, decidida a decirle que no había hablado en serio al comentar lo del número de ceros del cheque.
–Sólo tiene dieciocho años –comentó Richard.
–Era justo lo que iba a decir yo –replicó ella con sequedad.
–¿Entonces?, ¿cuántos años tienes tú?
–Veintitrés.
–La última mujer con la que se lió tenía veintiséis –la informó.
–Más tonta era ella.
–No, el tonto fue Kel, porque estuvo a punto de caer en la trampa –Richard hizo una pausa–. No es que sea un chico ingenuo, pero se abandona al placer, y su juventud no lo deja pensar.
–¿Y? –preguntó Challis, haciéndose la inocente–. Porque no creo que me estés advirtiendo de sus defectos para protegerme, ¿verdad?
Se produjo un silencio mientras Richard la miraba y, de nuevo, Challis notó un calor interior, provocado por la energía sensual que emanaba de aquel hombre.
–No creo que necesites ninguna protección –respondió Richard por fin, sonriente–. Aunque es difícil que la gente no se fije en ti – añadió.
–¿Otra vez mi ropa? –preguntó Challis con tono resignado.
–No, eres tú. Pareces brillante, segura de ti misma; pero tienes la piel más delicada que jamás he visto.
Challis se quedó asombrada. No había esperado un comentario tan franco de un hombre así; de hecho, tampoco era un comentario habitual entre los hombres que sí hablaban de su aspecto.
–Suena como si no te gustaran las contradicciones –contestó ella.
–Y no me gustan.
–¿Porque te hacen pensar?
–Porque me hacen sospechar –matizó Richard, el cual se calló mientras el camarero les servía el café–. Pero no quiero perder el tiempo… y tú estás perdiendo el tuyo persiguiendo a mi sobrino, cualquiera que sea tu motivo. Y si no es por mero interés económico, la verdad es que no entiendo qué puedes ver en un chico como él.
–¿De nuevo lo de la diferencia de edad? –lo provocó Challis, la cual se complacía en intentar adivinar las reacciones de Richard–. Eres demasiado convencional. ¿Por qué tiene que tener más años el hombre en todas las relaciones?, ¿nunca has estado con una mujer mayor? Deberías probarlo. Es evidente que las mujeres maduramos mucho antes que vosotros, así como también es verdad que nuestra libido alcanza su cenit después que la de los hombres –comentó en tono desenfadado.
–Entonces a ti te queda todavía mucho –replicó Richard con sarcasmo–. A los veintitrés años no se es madura.
–Pero, aun así, soy demasiado vieja para un chaval de dieciocho, ¿no? Si te digo la verdad, ya tengo novio –aclaró Challis.
–No lo niego; pero en el mundo en que te desenvuelves, me pregunto si se trata de una pareja estable.
–Todavía no lo sé –contestó con sinceridad. Si su relación con Serle estaba avanzando, daba la impresión de que no lo hacía