Mariana tenía el atractivo del fruto prohibido. Para redondear el prejuicio que significaba amarla, su hermano militaba en el Muro, asociación de pandillería católica.
Hasta ese momento, la vida de los primos había sido como la de sus mayores, un universo viril en el que se jugaba a las cartas, se compartían cigarros, se puteaba por los resultados del futbol.
Julio nunca advirtió un roce afectivo entre sus padres. Hablaban de la guerra y sus penurias. La pólvora y la metralla se habían llevado a los muertos y acaso también el cariño que podía quedar para los vivos. “Oye, mujer”, era la forma hermética –tal vez atenta, tal vez despectiva– en que su padre se dirigía a su madre.
Julio no escuchó en la austera Casa del Exilio comentario alguno sobre mujeres. Se sorprendió de su propia capacidad para detallar el cuerpo de Mariana y admirarla en partes: pechos pequeños y levantados, un lunar en la base del cuello, los dedos que asomaban de sus sandalias.
Ramón se presentó con ella en cines, fiestas y la romería de la Covadonga, hasta que Julio los encontró en los bajos del Ferrol. Al saludar de beso a Mariana respiró su piel como un detective ruin. No detectó rastros de jabón barato, pero creyó advertir que su primo tenía la mirada enrarecida por el nerviosismo.
Julio recordaría mal esos meses en que apenas vio a Ramón. Le llegaron noticias dispersas de que su romance prosperaba, se volvía notorio y comentado, ampliaba su rango de provocación y peligro, hasta llegar a las adversas fabadas del Casino Español.
Una noche, Ramón fue interceptado por un auto que lo llevó a la carretera a Toluca. Tres encapuchados se pusieron bóxeres en los nudillos para desfigurarlo. No le costó trabajo reconocer la voz del hermano de Mariana cuando decía algo sobre sus huevos o la falta que le harían.
Julio no visitó a su primo en el hospital. Los olores médicos le revolvían el estómago. Pero hubo algo más en su cuidado alejamiento. Fue él quien descubrió a Ramón y Mariana a la salida del Hotel Ferrol y fue él quien reveló la historia una tarde de partido en el Asturiano. Su primo no se presentó a ese juego. Alguien dijo que estaba harto del puto de Ramón, que los dejaba colgados para irse a coger con albañiles. Julio sintió que la sangre le hervía ante la afrenta que mancillaba el vestidor, ese sitio de olor rancio que tenía algo de santuario, el lugar donde las glorias y las tristezas eran íntimas. Quiso defender al primo al que ya apenas frecuentaba, dijo frases confusas, mencionó a Mariana, la indignación lo volvió preciso y se dio el lujo de ofrecer el nombre del hotel donde los había visto: su primo no estaba en esa cancha porque se la estaba metiendo a la diosa que detenía el tiempo en su reloj de plástico. Para defender al pariente que le hacía tanta falta, contó un chisme que pronto se convertiría en un rumor envenenado.
Esa tarde, Julio falló un gol hecho; se extravió en el campo ante la ausencia de su primo. En el equipo Principado jugaban amigos de la familia de Mariana. Julio había delatado a su primo cuando trataba de defenderlo. Por eso la “España eterna” lo llevó a un matadero rumbo a Toluca. Le reventaron los testículos para que no olvidara lo que quería decir Ferrol.
Durante meses, Julio mezcló demasiadas emociones; sintió la oscura satisfacción de haber intervenido en el atropello del primo que se había alejado de él, y al que le tenía minuciosa envidia, y la culpa de ser cómplice involuntario del fascismo. ¿Qué le habían dicho sus verdugos a Ramón? ¿Qué escuchó al suponer que moría? ¿El hermano de Mariana aumentó el daño señalando al delator? ¿Ramón oyó su nombre?
Cuando su primo salió del hospital, buscó a Julio como si nada nuevo hubiera sucedido entre ellos. No volvió a ver a Mariana ni a hablar de ella. La transformó en un misterio, lo más importante de lo que no hablaban.
Julio sintió el aleteo de los murciélagos detrás del cristal. Recordó la epifanía de Batman, cubierto por los animales que decidirían su destino.
–¡Son horribles! –en voz de Ramón, horribles significaba “magníficos”.
Se dirigieron a una vitrina más tranquila, un trozo de desierto en el que costaba trabajo encontrar un roedor.
–Estamos viejos: ahora vemos animales –comentó Ramón.
En su primer viaje a Madrid, en 1976, nada les hubiera parecido más absurdo que ir a un zoológico. De hecho, preferían no ir a sitio alguno, caminar sin rumbo fijo. Dedicaron semanas a respirar el aire oloroso a Ducados y aceite de oliva. No faltaron momentos para hablar, pero Julio no encontró el modo de mencionar a Mariana. Le pesaba haber provocado la golpiza y la ruptura posterior; su primo se apartó de su novia como si ella hubiera sido responsable del asalto.
Además, le dolía el afecto de Ramón. Tal vez habría valido la pena visitar el Valle de los Caídos para estallar en un frenesí confesional, como un travesti embriagado de contradictorias emociones: “¡Te traicioné; te quería defender, no supe hacerlo, dijeron que eras puto!” Hubiera querido blasfemar en el altar del enemigo, pero él no era alguien de catarsis, ni de sinceridad suicida, ni de verdades cara a cara.
Fue Ramón quien dijo lo único definitivo de aquel viaje: “Aquí me quedo”. Julio se resignó a llevar esa carga adicional: el voluntario exilio de su primo. Se sintió traidor y perfeccionó el melodrama pensando en el destino de su gemelo: una casa con corral y una peluquería en San Martín de la Vega.
Los siguientes años estuvieron marcados por la ausencia de Ramón. Julio se obsesionó con la ciencia ficción y supo que Philip K. Dick nunca se repuso de la pérdida de su hermana gemela. Aquella niña muerta a los dos años regresó en las mujeres de pelo negro que anunciaban una realidad paralela y en las cinco esposas que no lograron consolar al escritor. A los cincuenta y dos años, Dick pasó a su definitivo mundo alterno y fue enterrado junto a su hermana. Su epitafio reza: “Gemelos”. La historia, repasada decenas de veces, se volvió acuciante cuando Julio llegó a la edad de Dick. A los veinte años, en España, había perdido la vida paralela que daba por sentada. Sabía que su primo era un brillante diseñador de adefesios, pero nada más. En Faunia pudo hacer otras comparaciones: el destino lo había tratado a él como al velocirráptor real, un tanto disminuido, menos feroz. Ramón era una versión acrecentada de lo mismo. El bicho elegido.
Mientras bebían cervezas en una terraza que daba a un estanque artificial, hablaron de la herencia que motivó el viaje del 76. Piedras de una historia dividida. Los trámites para recuperar esos exiguos bienes tardarían años, si no décadas, porque los títulos de propiedad se habían quemado en la alcaldía durante la guerra y lo único que los acreditaba como dueños era que los inquilinos continuaban pagando alquiler. Ante esa maraña burocrática, los padres decidieron que fueran los hijos, Ramón y Julio, quienes decidieran el destino de propiedades que se disipaban hacia un futuro incierto y acaso inexistente.
Ramón pareció sacrificarse en favor de su primo, pero el destino de los bienes raíces fue tan inesperado como el de los países donde vivían. La mansión de Mina se convirtió en una carga fiscal hasta ser expropiada por el gobierno del D.F., que pagó una indemnización simbólica. En cambio, los terrenos en las cercanías de Madrid subieron de precio con la instalación del parque temático de la Warner. La casa con corral se había transformado en el frenético hogar de los dibujos animados.
Ramón había elegido bien el sitio del reencuentro, otro parque temático, un bosque regulado, algo más que un doméstico jardín, algo menos que la maleza donde él se perdió a los doce años.
Su primo luchó contra el viento para encender otro cigarro. Luego tarareó una estúpida canción de su infancia que resultaba entrañable a la distancia: “La vida es una tómbola”.
–Las cosas cambian. ¿Quién iba a sospechar que habría millonarios rusos? –sonrió Ramón.
En su infancia, España, como el Kremlin, era lo que no cambiaba. Ahora los millonarios rusos y los atletas españoles se habían vuelto imparables.
Julio seguía siendo alérgico a la catarsis, la franqueza