Nicole, al ver que su tío lejos de enfadarse la encontraba divertida, se apartó el cabello del rostro con un resoplido y salió del armario abrazada a Mary Cooper.
—Voy a preparar el desayuno. No te retrases, ya se nos ha hecho tarde —la avisó.
Salió del dormitorio y bajó las escaleras sin dejar de sonreír.
Le encantaba esa cría; su ingenio, su mente despierta y hasta su mal carácter por las mañanas. Nunca pensó que hacerse cargo de ella iba a ser tan gratificante y difícil a la vez. Siempre habían estado unidos, pero la perdida de Anette había sido muy dura. Nicole no terminaba de asumir que su madre no iba a volver a estar con ella. Como tampoco él podía creer que su hermana mayor, su única hermana, jamás volvería a traspasar las puertas de la casa. Que no volverían a compartir una cerveza en el embarcadero o que le revolvería el pelo por el simple hecho de fastidiarle, como cuando eran niños.
Cada uno de los días de aquellos últimos seis meses había sido doloroso. Y sabía que les quedaban muchos más para poder asumir su pérdida. Anette era el nexo de unión de su familia, que ya solo contaba con tres miembros. Ella hacía que todo funcionase bien, y ya no estaba. Desde entonces, su padre estaba más errático y silencioso, pasando todo el tiempo que podía en su tienda de pesca. Nicole encontraba nuevas formas de revelarse por su muerte, cada día. Y él intentaba lidiar con todo aquello sin prestar mucha atención al dolor que albergaba en su corazón. Solo quedaban ellos tres y debían ser fuertes para superarlo.
Justice siguió cavilando mientras llegaba a la cocina y ponía en la tostadora dos anchas rebanadas de pan, metía las verduras en la licuadora y encendía el fuego preparándose para hacer un par de platos de tortilla y salchichas.
Los olores matutinos de la cocina siempre le recordaban a la otra mujer de su familia que perdió, cuya muerte estuvo a punto de acabar con él. La de su madre. Aunque habían sido muertes muy diferentes. El asesinato de su madre fue una conmoción para todos de proporciones catastróficas. El único asesinato que se había producido en Bellheaven desde antes de nacer él. Y desde entonces, hacía quince años, este hecho no se había vuelto a repetir.
Justice acababa de cumplir diecisiete años cuando el jefe Tooley fue a su casa a notificarles que su madre había sido asesinada en la gasolinera del pueblo, por dos forasteros que, yendo de paso, habían entrado a atracarla. Aquella mañana, Jenna, su madre, le había pedido que la acompañara a llevar algunas cajas de libros antiguos que tenían en el desván hasta la biblioteca, para donarlos. Pero él protestó y no quiso levantarse temprano, pues había salido con los chicos la noche anterior.
Le falló. La dejó sola. Y la mataron.
Durante años la imagen de su madre muerta sobre el suelo de la gasolinera lo atormentó hasta casi volverlo loco. Si no hubiese sido por su hermana Anette, ni su padre ni él lo habrían superado. Ella había sido su ancla. Los había devuelto a la luz, pero ya no estaba tampoco. Un agresivo y maldito cáncer de mamá se la había arrebatado hacía seis meses, con tan solo treinta y siete años, dejando una niña de diez que a duras penas conseguía dormir tres o cuatro horas cada noche desde entonces.
Mientras colocaba las tortillas en los platos y daba la última vuelta a las salchichas, tomó aire con dificultad e intentó devolver a su rostro la expresión relajada con la que había dejado a su sobrina minutos antes. Por nada del mundo quería que ella encontrase en su mirada el dolor que sentía. Bastante tenía con su propia carga. Unos segundos más tarde oía a la niña bajar por la escalera de madera, entrar en la cocina y sentarse en una de las sillas de la mesa, a su espalda.
—Ahora te pongo el zumo de apio —le informó mientras iba hasta la licuadora y comenzaba a vaciar el contenido de la jarra en el vaso de Nicole.
—No quiero zumo de apio. Esta semana lo prefiero de granada.
Justice se giró para observar a su sobrina. Se había puesto un peto vaquero, una sudadera rosa sobre una camiseta gris y botas negras de estilo militar. No se había molestado en pasar un cepillo por su largo y enmarañado cabello color miel, a juego con sus expresivos ojos.
—Si no lo deseabas de apio me lo tenías que haber dicho antes. La semana pasada no lo querías de otra cosa.
—Eso era la semana pasada, entonces necesitaba depurar mi intestino. Esta quiero actuar contra los radicales libres. ¡Necesito antioxidantes! —le dijo la niña levantando la nariz.
Cuando depositó el vaso de zumo de apio frente a ella, se limitó a apartarlo a un lado.
Justice miró al techo con desesperación y comenzó a contar mentalmente hasta diez mientras se juraba por enésima vez que, al regresar de su turno aquella noche, lo primero que haría sería desconectar Internet del ordenador de su sobrina. Hacía algunas semanas que Nicole empleaba gran parte de su tiempo en leer artículos en la red sobre alimentación, salud y la conveniencia o inconveniencia de algunos alimentos, lo que a él le estaba acarreando bastantes trastornos a la hora de las comidas.
Sabiendo que estaba a punto de comenzar con el segundo asalto del desayuno, colocó junto al zumo de apio el plato con salchichas. Nicole arrugó inmediatamente la nariz como si estas apestasen.
—Yo ya no como carn…
Justice levantó una mano para detenerla antes de que continuase. Puso el plato con la tortilla, acompañada de algunas rodajas de tomate, frente a ella.
—No son para ti. Me he cansado ya de la cantinela esa de que la carne mata. No las comas si no quieres. Ya me las comeré yo todas por ti.
Nicole vio a su tío sentarse frente a ella con una gran sonrisa. Se cortó un buen trozo de humeante salchicha y lo introdujo en la boca, paladeándola. Lo vio incluso cerrar los ojos y degustarla con descaro. Después tomó un trozo de pan caliente, lo metió en su boca y lo engulló con la salchicha, con los carrillos llenos. Cuando terminó de tragar pinchó otro trozo y la miró, antes de meterlo en su boca, para decirle:
—¡Mmm… deliciosa, absolutamente deliciosa! Pero ¡vamos! Tómate la tortilla, se nos hace tarde —la instó.
Nicole le observó volver a degustar la salchicha y tragó saliva; después resopló frustrada mientras veía su tortilla en el plato y comenzó a comerla sin muchas ganas. No pensaba protestar. Había leído que la carne producía cáncer y no iba a volver a probarla, aunque aquella oliese tan bien. Así que se centró en terminar la insípida tortilla lo antes posible, aunque se dejó el zumo de apio a propósito, para reivindicar su protesta. Cuando terminó, se levantó de la silla y tomó su plato para dejarlo en el fregadero.
—Pásate un cepillo por el pelo, parece que tienes un nido de pájaros por cabeza. ¡Y lávate la cara y los dientes!
—Sí, tío Justice —fue la respuesta de la niña mientras salía de la cocina.
Él dejó inmediatamente de desayunar y miró en la dirección en la que su sobrina se había marchado. Entornó su mirada gris hasta que convirtió sus ojos en dos líneas suspicaces. «Complacencia», le había contestado con complacencia. ¡Mierda! Nicole no tramaba nada bueno. Iba a tener que estar ojo avizor hasta descubrir lo que pasaba por su mente. Miró su plato y descartó seguir devorándolo con gusto. Ya había perdido el apetito. Lo único en lo que podía pensar era en averiguar los planes de su pequeña guerrillera.
Pero se había equivocado. Tras dejar a Nicole en la escuela se dirigió, como cada mañana, al Sugarland, un establecimiento que regentaba Tori, la mejor repostera del estado. Iba allí cada mañana para obtener su ansiado y perfecto café. Bien negro, fuerte y aromático. Era una variedad que Tori pedía para él, salvándole la vida cada mañana. Y como era lunes también llevaría una bandeja de deliciosos dónuts rellenos a la comisaría, que seguro sus chicos estaban aguardando ya con impaciencia.
Estaba degustando su preciado café cuando le formularon por primera vez la pregunta que lo perseguiría el resto del día:
—Oye,