Lazos de humo. Ernesto Rodríguez Abad. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ernesto Rodríguez Abad
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788494999475
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mecidas por la brisa.

      Capítulo IV

      Después de varias horas de curvas, paradas para subir o bajar pasajeros, frenazos, cabezadas, ronquidos, baches y somnolencia, el viaje había llegado a su fin. El ruido del motor cesó con un traqueteo asmático. Se agitó la carrocería roja y los cristales de las ventanillas encuadrados en madera temblaron ruidosos. Chirriaron los frenos. El agudo tintineo de la campanilla daba aviso de la llegada. Quietud, al fin. Silencio. Los escasos pasajeros reaccionaron. Descendieron estirando sus miembros entumecidos. Bostezó el áspero chófer. Parecía que regresaban a la realidad desde los oscuros pasadizos del sueño.

      Lea se bajó algo mareada. El conductor subió refunfuñando a la baca, repleta de bártulos. Le tiró la maleta desde lo alto con gesto cansino. Ella la agarró con desconfianza. Miró alrededor. La parada estaba vacía. Se recompuso. Arregló la blusa y se alisó los pliegues de la falda. Trató de beberse la ciudad en una respiración larga y ruidosa. Una nueva vida empezaba aquel día. Apretó el asa de la maleta, en un intento de transmitirse seguridad. No sabía bien qué dirección debía tomar, pero decidió deambular un poco sin rumbo cierto.

      Las calles estaban agitadas. Grupos de gente caminaban por la avenida marítima en dirección al muelle. Reían y hablaban animados.

      El sol y el mar la embriagaban. Caminó siguiendo a la multitud. La curiosidad la guiaba. Quería verlo todo, conocer gente, volar.

      El muelle estaba abarrotado. Se abrió paso a empellones, arrastrando la maleta remendada. Se ponía de puntillas para tratar de ver por encima de las cabezas. Sin darse cuenta apoyó la mano, para no perder el equilibrio, en el hombro de un muchacho que estaba delante de ella. Él volvió la cabeza de rizos rubios. Los ojos azules se clavaron en los de ella. Se ruborizó y un ligero temblor lo recorrió desde los pies. Carraspeó y se animó a hablarle.

      –¿Lo ves? –le dijo el chico sonriendo con gracia.

      –¿Qué tengo que ver?

      –Si está delante de tus ojos.

      –¿Qué?

      –El yate.

      –¿Qué yate?

      –No te hagas la tonta, todo el mundo ha venido a lo mismo.

      –¡Y tú no te hagas el listo!

      Lea se fijó en su cara. Le pareció un adolescente por la leve pelusilla que le cubría las mejillas encendidas. Notó que la examinaba minuciosamente. Los ojos eran especiales, parecían llenos de chispas, vida, ilusiones… Sonrió.

      –¿Qué hay en ese barco?

      –¡Historias!

      –¿Qué tienen de especial?

      –Son de personajes ilustres, importantes…

      –¿Importantes para quién?

      –No sé. Imagino que para todo el mundo.

      –Para mí, no.

      –¿Por qué?

      –Porque no los conozco.

      –¿Cómo te llamas?

      –Lea.

      –¡Qué bonito!

      –¿Y tú?

      –Yo soy Ismael.

      Caminaron juntos, abriéndose paso entre la multitud. Querían acercarse. Alguien vitoreó a los visitantes. Rompió la muchedumbre en un largo aplauso. Cada vez había más curiosos. Avanzaban lentamente. Ismael trataba de estar muy pegado a ella. Lea lo notaba y sonreía.

      Lograron avanzar hasta un claro desde el que veían la bocana a la que llegó la pequeña embarcación que traía a los ilustres visitantes desde el yate hasta el muelle. Bajó Winston Churchill con traje negro y sombrero oscuro, apoyándose en un bastón. En los labios sonrientes humeaba un grueso y oscuro puro. Lo ayudaba Edmund Murray, siempre solícito a su lado. Luego bajó lady Clementine, sonriente y agradable, acostumbrada a los saludos y las multitudes. La gente estaba entusiasmada. Se aproximaba un taxi tratando de esquivar la muchedumbre. Un joven logró interceptar al político. Le entregó, emocionado y nervioso, un mazo de puros.

      –Señor, perdone mi osadía. Quiero hacerle un regalo. Están hechos con hojas de tabaco cultivado en la Breña y la Caldera –le dijo con emoción en la voz–. Son de la fábrica familiar. Lo mejor de la isla.

      –Thank you –respondió sorprendido el político, con una leve sonrisa que dulcificó su expresión.

      Ismael esbozó un gesto de ironía. Sabía defenderse en inglés, pero no logró descifrar el resto de la conversación. Las voces se mezclaban en una algarabía ininteligible. Aguzó el oído para ordenar los retazos de palabras que llegaban hasta él. Distinguió el diálogo de dos hombres que a su lado comentaban algunas de las vicisitudes de la inesperada visita.

      –¿Te has dado cuenta de algo?

      –¿Qué?

      –No ha venido el alcalde.

      –Ni ninguna autoridad.

      –Dicen que es por la guerra.

      –¿Qué guerra?

      –La tensión política de Europa.

      –¿La guerra fría?

      –Es que Churchill representa a los aliados.

      –Y ya se sabe, España…

      –Era o es de otro bando.

      –¡La política!

      –Los políticos y sus prohibiciones. Sus intereses.

      –¿Lo prohibieron?

      –Eso parece.

      –La España oscura.

      –La España gris.

      –La intransigente.

      Callaron un momento. Los empujaba la muchedumbre. Era una ola humana curiosa y expectante. De pronto Lea fue consciente de su situación. Había llegado a un lugar en el que esperaba ser libre. Empezaría al siguiente día a trabajar. Una pariente lejana de su madre la alojaría y le había buscado el trabajo.

      –¿Sabes dónde queda la fábrica de tabacos?

      –¿Cuál?

      –La Flor de África.

      –En San Pedro.

      –¿Es lejos?

      –No mucho.

      –¿Seguro que sabes dónde está?

      –Sí. Trabajo allí.

      –¿Trabajas?

      –Soy el lector.

      –Yo empezaré mañana.

      –Te acompaño para que aprendas el camino.

      –¿Eres lector? ¿Qué es eso?

      –Leo noticias, libros, cuentos… Es el mejor trabajo que nadie puede tener. Yo te llevaré hasta la fábrica. Y mañana con mis lecturas te haré viajar a mi mundo de fantasías.

      –Espero que valga la pena escucharte.

      –¡Vamos, conozco a un hombre que sube ahora en su camión!

      Caminaron ligeros. Él hablaba con pasión de la fábrica, de cómo eran los dueños, del olor del tabaco seco, de los libros que leía a los trabajadores, de cómo se trabajaba. Ella escuchaba interesada.

      El murmullo de la bullanguera muchedumbre que se aglomeraba en el muelle se colaba en sordina por los estrechos callejones y calles.

      Llegaron al aparcamiento. El camión de chasis rojo con abolladuras y desconchones estaba aparcado en la cuneta. Saltaron al volquete