Lazos de humo. Ernesto Rodríguez Abad. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ernesto Rodríguez Abad
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788494999475
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orgullosa de él, pero los maestros le habían dicho que debía ser más práctico. Don Sebastián le aconsejaba que lo dejara volar.

      Ella sonreía.

      Los amigos se reían porque era patoso con el balón, lento en las carreras y no se atrevía a bañarse en los estanques. Él era feliz en su ensimismamiento. ¡Qué importaba! ¡Él tenía un mundo maravilloso dentro!

      Cuando don Sebastián se fue de la isla, Ismael consiguió el puesto de lector de la fábrica de tabaco.

      Capítulo II

      Ismael solía asomarse al mirador de la Concepción. Sentado en el muro blanco, con los pies colgando, sonreía. Santa Cruz de La Palma, hermosa y altiva, con ciertos aires de decadencia, era una pequeña capital que había crecido al pie de una ladera. Los edificios de gruesos muros y balcones de tea encerraban historias que venían del pasado. Secretos guardados bajo llave.

      –¿Qué?, ¿en las nubes? –oyó que alguien decía a su lado.

      –¿Cómo?

      –¡Qué estarás escribiendo!

      –Yo… Nada, mis cosas –balbuceó Ismael cerrando la libreta.

      –¡Chico, siempre pensando en las musarañas!

      Un vecino, cargado de hierba para los animales, se paró a su lado. Trató de trabar conversación, pero el muchacho estaba abstraído en sus reflexiones y apuntes.

      Los verdinegros bosques de frondosas laurisilvas y esplendorosos castaños lo embaucaban de palabras. El fértil valle de las Breñas con los cultivos de oloroso tabaco era su mundo, era el lugar en el que ponía los pies en la tierra.

      Ismael sonreía peinado por el viento. Sus cabellos rubios y revueltos escapaban díscolos de la boina que le cubría la cabeza. El sol doraba el vello incipiente de durazno suave que, en sus mejillas, anunciaba que dejaba atrás la adolescencia para iniciarse en los secretos de la juventud.

      Allí se sentía libre. Se quitaba las alpargatas. Los pies descalzos, libres y colgando se balanceaban. Se sentía seguro. Frente al cielo azul y al océano su imaginación desenfrenada volaba a universos impensados.

      Recordó que tenía que ir a la fábrica a leer las noticias. Era el enlace entre los trabajadores y la vida. Luego, vendría el mejor momento, la lectura de algún cuento. Lo esperaban con ansiedad. La hora de la lectura era un remanso en el trabajo.

      Su mirada se fijó en el lejano muelle. Vio un barco arribar. Achinó los ojos para enfocar mejor y distinguir los detalles de la nave. ¡Era grande, hermosa! Se notaba que se trataba de una embarcación de lujo. Empezó a imaginar la ruta que habría hecho hasta llegar a la isla. Seguro que venía de algún lugar lejano, enigmático. Se deslizaba por el mar en calma frente a él.

      Tenía que bajar hasta el muelle. A su lado un hombre vestido de oscuro y con aspecto serio miraba con unos prismáticos.

      –Señor, ¿qué pasa hoy en la ciudad?

      –¿No leíste ayer la prensa?

      –No.

      –No te lo puedes perder.

      –¿Qué?

      –Es impresionante.

      –¿Por qué?

      –Es un día histórico.

      Metió la mano en el bolsillo del chaleco, donde guardaba los recortes de la prensa que leería en La Flor de África antes de narrar el cuento. Los repasaría e iría corriendo a la fábrica por el sendero de los dragos. Los desdobló y para leerlos bien los alisó con la mano apoyándolos en el muro.

      Se quedó suspendido en las palabras. Sintió una especie de vértigo. Ahora entendía todo. Se enfadó consigo mismo por no haber leído antes la prensa. Releyó el artículo del periódico local del día anterior. Movía la cabeza y sonreía. Era extraordinario. ¡Cómo no lo había leído aún! ¡Qué noticia!

      Leyó.

      Diario de Avisos, 24 de febrero de 1959

      Mañana arribará al puerto de Santa Cruz de La Palma el yate Christina, propiedad del magnate griego Aristóteles Onassis. Se espera que su llegada congregue en el puerto palmero gran cantidad de público para ser testigos directos del extraordinario acontecimiento.

      Por razones de seguridad, el yate Christina fondeará en medio de la bahía de Santa Cruz de La Palma. Se suspenderá todo tipo de tráfico marítimo para garantizar la seguridad de tan ilustres huéspedes.

      En el yate viaja el célebre político inglés Winston

       Churchill, con su ayudante, Edmund Murray, inspector de Scotland Yard; y su esposa, lady Clementine; lo acompañan Aristóteles Onassis, su esposa Tina Livanos, Roberto Arias y la esposa de éste, Margot Fontein, la famosa bailarina.

      ¿Qué hacer? Sabía que lo esperaban en la fábrica. Necesitaban sus palabras como el pan para alimentarse. Se olvidaban de los problemas, del tedio, del cansancio… El olor aturdía, el escozor de los dedos que hacían puros durante horas incomodaba.

      ¿Qué hacer? Quería vivir aquel momento en el puerto.

      Decidió bajar por el sendero pendiente y tortuoso que lo llevaba casi directamente. Se calzó las alpargatas, saltó la valla y descendió a toda velocidad. Era un día especial. Nunca había vivido algo así. Ni siquiera el correíllo había atracado. Habían cambiado sus horarios y travesía. No podía coincidir con la llegada del Christina.

      Ya sabía de dónde venía aquel barco. A la misma velocidad que sus pies, su cabeza ordenaba y resucitaba datos. La bandera que ondeaba era la de Liberia.

      Ismael llegó extenuado. Había bajado trotando. Saltando pedruscos y esquivando matorrales, por una ruta poco transitada. Era el atajo más rápido. Las gotas de sudor pegaban los mechones de cabello a la frente. Las mejillas estaban encendidas y jadeaba. El pecho

       palpitaba.

      El muelle, el puerto y la avenida estaban llenos de gente.

      Allí estaba el Christina, frente a él, al resguardo del Risco de la Concepción. Brillaba. Ahora se daba cuenta de todo. Desde su atalaya había visto el gentío animado y bullicioso. Era un momento único. Especial. Su imaginación se había quedado corta.

      Capítulo III

      Lea subía la empinada calle arrastrando una pesada maleta de cartón. Remendada en las esquinas, delataba que había pertenecido a diferentes personas y que había viajado en las renqueantes guaguas a muchos lugares de la isla. Maleta de penurias vividas, había venido de Cuba o Venezuela. Maleta de

       emigrantes.

      Ella dejaba atrás la infancia, la pobreza, el tedio de los días repetidos.

      Había vivido toda su vida en Manos de Oro. Era un pequeño poblado en el norte de la isla. Visto desde lo alto parecía que caía hacia los acantilados. Surgía entre el mar y el cielo como si desafiara las leyes de la gravedad. Las casas, rodeadas de plataneras verdes deshilachadas por el alisio insistente, se deslizaban por la pendiente como si quisieran, algún día, bañarse en las aguas revueltas del Atlántico.

      Nadie recordaba quién había fundado aquel caserío perdido entre la brisa y el murmullo de las olas lejanas. Muchos días el viento solitario era el único paseante que corría por sus calles empinadas y parecía traer olor a sal mezclada con historias de un pasado lejano y enigmático.

      Las hojas de las ñameras se mecían altaneras y hermosas.

      El tiempo se detenía en aquel remanso del paisaje a descansar.

      Lea caminaba sin mirar atrás. Subía la calle agarrándose la amplia y blanca falda de vuelo. Era flaca, pero su cuerpo estaba bien formado. El cabello, oculto por un pañuelo de seda estampado con flores estridentes y anudado al cuello, se escapaba por las sienes o la frente. La muchacha sonrió